Hola capturadores
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El otro día fui a comprarme un traje de chaqueta a una tienda pequeña de Valencia. Lo había fichado por internet, pero quise acudir a probarme los pantalones porque una compañera de trabajo muy flaca ya me había avisado de que tallaba pequeño. Así que aproveché una mañana libre y me dejé caer por el comercio. Al entrar, le pedí a la dependienta que me ayudara, más que nada para no tener que desorganizar nada de las perchas e ir más rápido. «¿Qué talla de pantalón usas?», me preguntó. Y al segundo, antes de que yo pudiera empezar a decir la treintay... se lanzó a advertirme de que era la primera vez que tenían un traje y el patrón del pantalón se había diseñado un poco pequeño. Total, que completé la frase y le dejé caer que me muevo entre una 36 y una 38, pero que me gusta llevar las partes de abajo holgadas porque paso mucha parte de mi día sentada. Y me ofreció una L de los pantalones, que yo cogí encantada y le dije que aunque no solía llevar esa talla, me gustaba que me quedaran anchos, que me dan más rollito. Me metí al probador y al ir a ponerme la prenda...¡no me abrochaba!
Así que abrí la puerta de cuartito con ellos puestos y le expliqué a la dependienta que aquello no cerraba el botón en la cintura. Como no tienes por qué conocerme, ni saber que tengo cuerpo de esos que llaman de forma de pera (estrechísima de hombros, cintura fina y caderas bien anchas), no alcanzarás a entender mi asombro por que un pantalón de la L no me abrochara de cintura. Normalmente, donde se me atascan es en el culo. Si me pasan de ahí, de cintura me los tengo que arreglar, porque me baila. Pero bueno, eso es cosa de patrones. La cara de la dependienta era un poema.
Así que me volví a meter al probador, me deshice de la prenda y salí educadamente a explicarle que lo que están haciendo con las talla no es ninguna broma. Salí de allí y le expuse sin alterarme, que ya me parece tremendo que sólo fabriquen hasta la L, aunque entiendo que son una marca que se autodenomina pequeña. Que entiendo que tengan pocas unidades de cada cosa, porque para vender al por mayor ya tenemos a nuestro Amancio. Pero que hacer que una persona que no pasa de la 38 en ningún pantalón no quepa en su talla L, la más grande, puede hacer que una chica con inseguridades o con problemas con su físico salga de su tienda directamente a una farmacia para comprarse un Biomanán. O directamente matarse de hambre. «No sabéis lo que estáis haciendo con las tallas. El mensaje que estáis lanzando es muy peligroso», le dije. Y ella, que sólo pasaba por allí, y que probablemente no pueda ponerse ninguna de las prensa que vende, agachó la cabeza y me dijo que la próxima vez la jefa intentará acertar más con el patrón. O igual diseñar para mujeres reales.
Y sin más, me fui de allí cabreada. Me daba igual el traje. Yo, por suerte, tengo una relación sana con mi cuerpo, no me peso desde hace más de 20 años y tengo como referencia para saber cómo me cambia el cuerpo unos vaqueros de cuando tenía 18 años que me siguen entrando, aunque me aprietan de distintos sitios según la década. Pero cualquiera puede entrar allí y volverse loca con el bofetón de tallas. No soy una talla. Pero si las hacen será para que las tengamos como referencia. ¿O acaso alguien que calza un 39 puede ir un día a una zapateria y llevarse un 43 porque esa horma talla pequeña? Yo creo que el zapatero estaría avergonzado por haberse columpiado con unas medidas que están, número arriba, número abajo, estandarizadas.
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Pero, la ostia con los pantalones no es un caso aislado. Vivimos en una gynkana de la imagen. Las mujeres somos escrutadas a diario. Primero, por nosotras mismas, por nuestro espejo y por los ojos de los demás. Los carteles publicitarios y publicaciones de Instagram nos enseñan lo que se espera de nosotras según nuestro momento vital. O nuestra década. Aunque nuestra edad cada vez coincida menos con las caras y culos que se nos exigen. Ese ser jóvenes eternamente que no sólo es antinatural. Es que es imposible. Por eso, habitualmente se nos invita a hacernos de todo sin reparos para frenar el paso del tiempo, eliminar las arrugas, los lunares, las verrugas, operarnos sin mayor problema de cualquier parte del cuerpo que alguien ha decidido que no es normativa. A dar la talla a través de nuestra talla. Y de nuestra foto fija. Por eso si nosotras nos dejamos las canas es porque nos preocupamos poco por nuestra imagen, vamos desaliñadas o no hemos tenido tiempo de ir a arreglarnos el desaguisado. (Ser unas guarras, básicamente). Y los hombres se convierten en maduritos interesantes a los que las canas les dan un toque sexy.
Por eso a nosotras se nos regalan robots de cocina como premio en las carreras, como sucedió en la última de la mujer en Madrid; se nos dan tartas más pequeñas el día de nuestro cumpleaños, aunque sea el mismo día y en el mismo torneo que el de un tenista hombre; y se nos dice aquello de que no tenemos edad para llevar o hacer según qué cosas.
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La fusión perfecta a todo lo que acabo de soltar aquí la vi el domingo pasado, día de la madre, en una caja de pasteles repleta de dulces. En ella, llena de buñuelitos hasta reventar, aparecía un dibujo de una mujer en bañador, con un croissant en sus caderas. El texto rezaba: «Disfruta. Ya lo quemarás en el gimnasio». Comer siempre es a cambio de algo. La culpa siempre es nuestra. Siempre nos tiene que perseguir. Porque siempre hay que estar perfectas. Porque siempre hay que compensar. Siempre hay que dar la talla. Aunque luego nos digan que no cabemos. No hagáis mucho caso. En la percha de al lado de los pantalones hay camisetas con un mensaje pidiendo curar nuestros males a base de aperitivos y actitud positiva. Pero para caber en los pantalones hay que limarse la cintura o ir a quemarlas al gimnasio. Tranquilas, eso también lo tienen previsto. Venden ropa deportiva. Así que el círculo siempre se cierra. Aunque sea sin querer.
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Marta
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