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Hola capturadores
Cuando escribí esta carta eran las once y diecinueve de la noche y desde la ventanilla de mi asiento del avión veía las lucecitas de un Tokio a tamaño diminuto, por debajo de unas nubes blancas pequeñas que desde el aire confundí con montañas. Era de noche, tenía sueño y encima soy miope. Se me junta todo. Al subir al avión me desparramé por el asiento, después de que la compañía low cost en la que volvía a China, para regresar a casa, me hubiera sacado 5.000 yenes (o pesetas, como los hemos llamado todo el viaje) por dos kilos de más que son los que engorda la ropa cuando se ensucia. Así que la broma de haber sudado la camiseta me salió cara. Prometo que es eso. Porque el tal Don Quijote y todas las tiendas de todo a cien en las que todo TikTok llena sus maletas de chorradas no las he pisado. Los bolis y el llavero de Totoro en los que me he dejado los yenes no abultaban. Ni tampoco pesan. Lástima no poder decir lo mismo de mis piernas. Que a esas alturas, en todos los sentidos, eran ya dos troncos llenos de muestras de guerra. Arañas, moratones, celulitis, retención de líquidos, cansancio…me cabe todo.
Es lo que tiene que una solo desconecte metiéndose caminatas diarias en la franja con la diferencia horaria más grande que me deja pagar el sueldo de cada año. Llego al sitio, cambio la hora y me lanzo a las calles de la ciudad como si no hubiera metro. Una de las primeras cosas que he hecho en las vacaciones de estos últimos años es apagar el teléfono. O quitar las notificaciones. O no contratar datos. Al menos, ponerme difícil estar al día de todo lo que ya hago el resto del año. Ni mensajes ni correo ni mucho menos redes sociales. Mi familia y los amigos más cercanos saben que preferimos no dar señales esos días y que las fotos de rigor ya se las enviaremos a la vuelta. Así que pasamos al menos dos semanas de simulacro. Usando los teléfonos para buscar los sitios y echando mano del mapa de papel. Poco más. Las fotos las hacemos con cámara. Y si hay algo urgente, los nuestros saben cómo localizarnos.
Es nuestra elección. Y es nuestra intención. No debería ser raro que una persona quiera pasar sus días de descanso sin ruido. Sin notificaciones. Al menos así lo veo yo. Pero este año parece que lo ha sido. Mensajes por tierra, mar y aire para decidir que cuando empieza septiembre todos tenemos que volver a nuestras vidas. Aunque cada vez más gente sigamos trabajando en agosto y descansemos fuera del mes de las vacaciones por decreto. Una situación desconcertante, la verdad. He recibido mensajes de todo tipo a los que, por supuesto, no he respondido. En mi whatsapp había avisado de que estaba descansando, en el correo del trabajo había dejado una respuesta automática avisando de mi huida y los plazos de retorno. Y mis redes, directamente, las paralicé de todo tipo de contenidos. Ahora mismo, ni me apetece contar lo que hago ni me apetece ver lo que hacen los demás. Ya me lo contarán cuando vuelva.
Pero ese derecho a la desconexión, a la desaparición temporal, este año ha sido extraño. Al encender el móvil me encontré con decenas de mensajes de personas reiterando respuestas a preguntas que no había contestado. Otras, asustadas por mi ausencia de 15 días de la vida digital. Comprobaciones de mi estado, preguntas a terceros, nervios, susto…Agobio, si me preguntas a mi. ¿Qué se me escapa para que una persona que quiere desconectar de todo lo que habitualmente la rodea no pueda hacerlo con tranquilidad durante dos semanas sin que suponga algo extraño? ¿En qué momento responder a un mensaje se ha vuelto obligatorio o tiene un plazo? ¿Cuándo decidimos que cuando se nos acaban a nosotros las vacaciones se le agotan a todos los demás? No es mi caso, porque yo apago el móvil y ni me entero. Pero la situación me parece curiosa.
He disfrutado muchísimo de mis días con cámara de fotos y mapas de papel con los mejores edificios de algunas grandes ciudades. Con mañanas de paseos sin rumbo fijo y sin listas interminables de objetivos que cumplir. De pasar horas en papelerías y cafeterías. De comer a la hora en que tenía hambre y dormir a la que tenía sueño. Pero al encender el teléfono y ver la cantidad de mensajes que tenía sin leer me sentí incómoda. Como si ya ni siquiera pudiera decidir qué hago con mi tiempo sin que otros me lo recriminen. La inmensa mayoría de cosas ni siquiera eran urgentes. Otras eran rutinarias, sin mala intención. Pero casi todas eran insistentes. Como si no existiera la opción de no responder a algo sin que el escenario sea que te has muerto o has sufrido una desgracia.
Hace años, seguía en redes la cuenta de una mujer americana que enseñaba su vida y la de su familia en una idílica Nueva York, desde el Upper West Side. Su nombre era Naomi Davis, pero en Instagram era conocida como Taza. Me encantaba imaginar sus paseos por la Gran Manzana para comprar bagels recién hechos y me flipaba la relación con sus tropecientos hijos, a los que siempre sacaba comiendo helados. Su casa era super colorida y tenían un piano verde. Pero horas en plena pandemia, antes de que se decretara en confinamiento en la ciudad, se largó con su familia a Arizona en autocaravana y la red la canceló, que es como se humilla a las personas en internet. Entiendo que algunos pensaron que burló las normas. El caso es que tras unos meses publicando contenido sobre la nueva casa, de repente se esfumó. Literalmente, dejó de publicar en su millonaria cuenta. Tardé tiempo en darme cuenta, pero cuando lo hice, entré a los comentarios de su última foto en busca de una explicación. De un motivo. Pasaron los meses. Los años. Y Taza nunca volvió. Hace poco volví a buscar su cuenta y vi que la había eliminado. Sus seguidores había especulado con los motivos de su desaparición en redes. Tenía cáncer, se había divorciado o estaba muerta. No había lugar para una retirada de la vida digital. Para un 'hasta aquí he llegado'. Para un 'esto ya no me convence' o un 'quiero dejar de enseñar mi vida'. El único escenario posible era el de un suceso catastrófico. El otro día puse su nombre el Google y había hilos en foros sobre su desaparición. En algunos, había personas que comentaban haberla visto viva en una tienda. Otros, que apareció en un story de su hermana, en un concierto de Taylor Swift.
Lo cierto es que no sé qué ha pasado con Taza. Con Naomi. Ni con su familia. Ni por qué decidió decir adiós a las redes. Pero nunca me ha dado por pensar en un trágico final. Sino en una liberación. En una desconexión de un mundo que, quizá, ya no les llenaba. O no les aportaba. Ni soy Taza ni tengo millones de seguidores. De hecho, cada vez uso menos las redes sociales. Pero necesito desconectar de vez en cuando. Sin que eso signifique que me he muerto. O que he tenido problemas graves. Simplemente, tengo muchos mapas de papel que seguir desplegando por muchos sitios. Incluso por mi día a día.
Pero, en fin, que se acabó la desconexión. Captura ha vuelto. Y yo, también.
Con la llegada de todo nuevo curso siempre trato de buscarme cosas o planes que me motiven para poder sobrellevar esta dichosa rutina que nos acaba atropellando. Micromomentos de felicidad que me acaban produciendo muchas cosas al alcance de mi mano. Así que os voy a dejar alguna pista.
Una de las cosas que más me suelen motivar es ponerme algún momento que me genere ilusión en la semana. Como una meta. Así la consigo partir y todo se me hace más llevadero. Por ejemplo, reservar un jueves por la tarde para la noche de tacos de Casa Capicúa, cuando me toca trabajar el finde. O comprar algo rico para hacer una cena de picoteo un día entre semana, que no requira mucha faena. Y si quieres copiar el plan, tengo el sitio ideal. Pásate por La Bottega, la tiendecita italiana que hay dentro del mercado de Rojas Clemente. Y hazme caso, llévate estas cosas: salami picante cortado bien fino, mortadela de Bolonia con pistachos, también cortada finísima. Algo de coppa y, sobre todo, coppiete, unas tiras de cerdo seco, adobadas con hinojo y pimentón picante que te van a flipar. Completa con una bandejita de queso gorgonzola o una burrata fresca y ábrete un vino en casa. No hay que hacer nada más, sólo disfrutar. Te va a arreglar la semana. O el fin de semana. Hazme caso. Ah y tienen tiramisú para llevar y lasaña y parmiggiana de berenjena. Una delicia. Como la atención de Andrea, que se toma su tiempo para cada cliente.
Este verano he volado ligera de equipaje, a pesar de lo que os contaba de que en un vuelo interno low cost, a la vuelta, tuve que pagar unos yenes de más. Pero el neceser, por ejemplo, lo he llevado con lo justo. Y de maquillaje ya ni hablamos. A la gira asiática sólo volaron conmigo dos productos. Un corrector de ojeras de Armani (que no cambio por nada en el mundo) y el pintalabios de U/1st rojo Carmen. Este último me lo regaló Gemma Martínez, que está detrás de toda la estrategia de marca del producto, en Ten Women. Pero yo que soy muy de pintalabios rojo he desterrado todos los demás porque, con este, los labios no se resecan y lo puedo usar de colorete porque su formulación es la pera. Básicamente porque no es un pintalabios al uso, sino un sérum de labios rojo como retinol, ácido hialurónico, aceite de argán y de jojoba y manteca de karité. Os lo recomiendo como clienta, no porque me lo regalara Gemma, que por aquel entonces ni me conocía. Ahora, me he hecho fan de la marca y ya estoy enganchada al rimmel y al colorete, que me he comprado religiosamente. Porque me cuido tanto la cara que lo que menos me apetece es tapármela con potingues. Hacéos un regalo y dejad de comprar chorradas hechas no sé dónde. Venden online y en algunas tiendas guays de tu ciudad. Fíate de mí si te gusta lo sutil y el efecto buena cara.
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Marta
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