![La televisión](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/02/22/IMG_8180.jpg)
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Hola capturadores
Casi todas las noches, cuando acaba Pasapalabra, hablo con mi tía Celia. Hasta que no acaba el rosco está prohibido que suene el teléfono, porque en las dos casas estamos concentrados en los fallos y aciertos que puede que lleven a uno de los concursantes a ganar el bote o al otro a la silla azul. Argot televisivo. La televisión ha sido siempre el elemento nuclear alrededor del que se ha conformado mi casa y la de gran mayoría de mortales. En el sentido más literal. El electrodoméstico ha sido, desde siempre, el artilugio sobre el que se ha diseñado algo tan importante como la distribución del salón o del cuarto de estar. Primero se busca un sitio para la tele y después se acomoda el resto, incluido el sofá y los muebles. Pero también, por qué no decirlo, ha sido el pegamento de muchas familias, que se han sentado juntas frente a la caja tonta para ver los programas, series y películas que en cada momento marcaban nuestro tiempo. Esos tiempos son ahora otros, también para nuestra querida tele. Pero sigue siendo un trasto importante para muchas casa. Y una de ellas es la de la Celia.
La televisión llegó a casa de mis abuelos, en Cañaveras, hace 65 años. Fue una de las primeras del pueblo, justo después de la Don Valentín Mochales, un comerciante de la zona. Lo sé porque cuando estudiaba periodismo hice una historia de vida de mi abuelo Federico ligada a la historia de los medios de comunicación. Ahí me contó la importancia que la tele, en el año 1959, tuvo para ellos. La compró mi abuelo Federico en un viaje a Cuenca. Dio una entrada y el resto lo pagó a plazos. Su casa acabó convertida en una especie de cine, al que los vecinos se llevaban una silla de casa para ver los toros, los coros y danzas de la sección femenina o el parte. Años después, la boda de Balduino y Fabiola o Un millón para el mejor.
Muchos años después, cuando yo ya entré en escena y vivíamos en Cuenca, en mi casa había tres teles para cuatro personas. Habitualmente, no estaban encendidas a la vez, pero sí en cada estancia en la que moraba mi abuela. En la cocina, para ver el programa de María Teresa Campos mientras hacía la comida y para que el resto viéramos Cosas de casa o El Príncipe de Bel Air a la hora de comer. Para recoger los cacharros y fregar, la misma tele, que daba el relevo a la del cuarto de estar, donde se veía la telenovela que tocara ese año. De ahí, mi abuela empalmaba con el magacín de la tarde y los concursos. Para hacer la cena, volvía a activar el aparato de la cocina para poner el Telecupón y de ahí, de nuevo el del cuarto de estar para ver la serie o programa de éxito que tocara ese día de la semana. Yo la veía poco, porque no me dejaban trasnochar demasiado. Pero era fija a Médico de familia en su día de emisión y a otras como Compañeros. Los viernes, el día en que me dejaban ver la tele hasta tarde, siempre Qué apostamos. Y los sábados, El juego de la oca y todas las reposiciones de los programas que no había visto durante la semana. Ver la tele siempre me ha encantado. En una ciudad pequeña como la mía, era una verdadera ventana al mundo. Y el aparato ha moldeado mucho de mi personalidad hoy en día. Curiosa, creativa y algo solitaria.
Sin embargo, desde hace ya bastantes años, la veo poco. Me gustaría verla más, pero me siento algo expulsada. No es cosa mía. Es algo sociológico. Tenemos una y gracias. La de la cocina, que nos mantenía entretenidos mientras comíamos, la descartamos con el cambio de casa. Ahora, nos contamos cosas el uno al otro mientras comemos o cenamos. La programación de la tele lineal me ha dejado de interesar. Gorka siempre me dice que es que ya no está hecha para mí. Hasta que acabó Cuéntame, el año pasado, apenas la encendía para ver a Franganillo, algún programa de La 2, Sálvame y Pasapalabra. A cambio, hago polvo el Chromecast, el aparato que tenemos enchufado a la tele para enviar las series de la tablet a la tele y verlas en una pantalla más grande que la de mi ipad mini. Aunque el exceso de oferta me mata, porque tardo en decidirme. Lo único que me ha devuelto a una cita obligada con la programación ha sido Operación Triunfo, que he visto religiosamente cada lunes con la emoción de tener una velada televisiva una vez a la semana. Aunque, el aparato en sí sigue siendo el sol alrededor del que gira la distribución de nuestro salón. Tenemos un mueble específico para colocarla, el sofá se puso frente a la tele, y todo el espacio está orientado a poder verla desde cualquiera de los ángulo. Ahora que no la vemos, más de una vez nos hemos replanteado moverla. O quitarla y dejar la pared sin nada, para poner un proyector de esos pequeñitos que ahora se usan tanto para ver pelis en casa. De ese modo, podríamos reorientar nuestra principal habitación de la casa hacia otros usos más intensivos o hacia una orientación más luminosa.
Por contra, mis tíos, ambos jubilados y con muchos achaques de salud, encuentran en la televisión un refugio en el que guarecerse cada tarde. Sobre todo en el frío invierno de una ciudad de interior. La tele es para ellos un abrigo, una compañía y una manera de compartimentar sus días. De distinguir una parte de la tarde de otra. Arrancan por la mañana con el magacín de la tele autonómica, antes de comer con Arguiñano, luego con La ruleta de la suerte y el telediario. De ahí, pasan a las novelas de la tarde de Antena 3. Si hace bueno, entre eso y Pasapalabra bajan a la calle a andar un rato. Y de ahí, al rosco y al programa o serie turca que toque esa noche. Su salón está totalmente programado para estar cómodo frente al televisor. Los sofás, de frente. Nada de mesas a mitad de camino y un mueble robusto en el que poner el aparato y decorarlo con muchos objetos de decoración. No hay tapete de ganchillo porque la tele ahora es plana, pero lo ha habido siempre. Era una elemento más que poner guapo.
La semana pasada, mi tía tuvo que echar mano de las más jóvenes de la casa, porque con el apagón de la TDT se le desintonizó todo y se quedaron unas horas sin ubicarse con el mando. Yo ni siquiera me enteré, más allá de lo que leí en los medios. Si la tele se queda un mes sin programación, igual ni me doy cuenta. Pero para ellos, ese fundido a negro es una desgracia. Por eso no me cae bien la gente que menosprecia la televisión. Ni la que presume de no verla nunca o selecciona con precisión los contenidos que dice que ve. La tele es la reina del entretenimiento, aunque ahora la prefiramos ver en diferido. A mí es de las pocas cosas que me atonta cuando llego, cada día, cabreada con mi vida diaria. Y sobre todo, es un hilo invisible que me une a mi familia. Así que ojalá volvieran los días de tele, para volver a reunirnos a ver lo mismo desde el sofá. Aunque no sea el de la misma casa. Al menos, nos queda Pasapalabra.
Esta semana he visto dos cosas que me han gustado, porque la verdad es que no he tenido tiempo para bichear demasiado.
Si no eres mi amiga Paloma y el reagetón (o como se escriba) no te enamora, hay una persona muy ingeniosa que ha inventado un chisme para apagar el altavoz por bluetooth del vecino si está reproduciendo una canción de este género. Lo he visto aquí .
Y como todas las semanas, me he encaprichado de un libro. Pero reconozco que aún no me lo he comprado, porque tengo esperando turno más de los que puedo leer en todo 2024. Se llama 'La conformista', es de Alba Dedeu y lo acaba de editar Sexto Piso. En el argumento he leído que va de una pareja que regenta un puesto de pollo asados. Y ya no he necesitado más. No lo he leído, eh, que acaba de salir. Pero lo quiero.
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Marta
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