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Lunes, 2 de agosto 2021, 12:15
Hola capturadores
A estas alturas de los Juegos Olímpicos, todo el mundo sabe ya que Simone Biles ha petado. La mejor gimnasta de la historia (que me perdone la Comaneci) ha dicho basta. Los «demonios» de su cabeza no le dejan disfrutar de los mortales, los flic-flacs y los yurchenkos con los que nos deleita desde hace años en cada ejercicio, hasta el punto de cree que está poneindo en peligro su físico. Pero esta mujer de 24 años ha viajado hasta el mismísimo Tokio para decirle al mundo con un altavoz que aunque su nivel deportivo está a años luz del del resto de sus competidoras, necesita concentrarse en su salud mental y no comprometer su bienestar. No es la única vez que ha levantado la voz. También lo hizo contra los abusos que sufrió ella y sus compañeras de equipo por parte del médico de la selección,. También contra el racismo, tan latente en su país. Pero, el martes, ahí, en la pista central, con todos los focos puestos en su final olímpica, dijo basta, se cambió el maillot por el chándal y las chanclas piscineras y abrió la caja de los truenos de un tabú que sufrimos hasta los que no sabemos ni hacer un triste pino.
Recuerdo perfectamente esa noche de 2012. Estaba en casa, sentada en el sofá. Había llegado tarde del trabajo, como no podía ser de otra manera trabajando en un periódico. Tenía los pies encima de la mesa y, de repente, ocurrió algo extraño. Miré mis pies, aún con unas zapatillas converse atadas, y los descubrí como algo externo a mi cuerpo. Subí la mirada en busca de alivio y, por el contrario, también vi mis piernas desde fuera, como si yo ya no estuviera dentro de mi cuerpo. Como si lo viera desde los ojos de otra persona. Me asusté tanto que, instintivamente, quise hacer un movimiento brusco que me hiciera volver a conectar con mi cuerpo. Funcionó. Era sólo el primero de los avisos que estaban por llegar. La movida había entrado en mi vida unos años antes, pero nadie nos había presentado. Cansancio, estrés, flojera…El nombre variaba según el colega de turno. Lo típico de unas temporadas más convulsas, con apretadas agendas, o picos de trabajo, aderezados con algunas desgracias personales aquí y allá. El combinado perfecto para un cortocircuito de libro.
En otro capítulo, la misma movida se subió de copiloto a mi coche, en medio de la autovía, en un viaje de vuelta. En un momento, empecé a sentirme ajena al paisaje, a observar la carretera a una velocidad estúpidamente lenta para lo que marcaba el cuentakilómetros de mi coche. Como si viera el camino por un retrovisor. En las siguientes semanas me seguí encontrando mal de manera intermitente. Empecé a buscar mis síntomas en google. Definitivamente, me estaba muriendo. Me pedí unas analíticas para descartar enfermedades mortales y pasé la mayor angustia de mi vida esperando los resultados en busca de cualquier cosa que nunca llegó. Como premio, también me atacó un brote de rosácea en las mejillas que ríete tú de Heidi.
Pero el apechusque final aún esperó. Lo hizo una noche en casa. Entonces ya había perdido algunos kilos de más, de esos que se van con las temporadas de malcomer, de campañas electorales, mudanzas, o tanatorios. Esos que, de vez en cuando, nos abandonan a todos. Como conmigo lo hicieron las fuerzas. Esa noche estaba con mi marido en casa, habíamos llegado de trabajar, y estábamos viendo la tele. De repente se me paralizó parte del lado izquierdo de mi cuerpo. Recuerdo especialmente el cosquilleo en el brazo. Y ahí supe que algo no iba bien. El susto duró un suspiro. Pero fue suficiente para saber que el aviso iba en serio. Por segundos estuve segura de que me estaba dando un infarto. Pero nos conseguimos tranquilizar, me acosté y se me pasó.
Al día siguiente me pedí el día libre y me fui a mi médica de cabecera, a la que acudí sin hora, al grupo de las gripes y las anginas de urgencia. La doctora sólo tuvo que pronunciar las palabras mágicas. «¿Cómo estás, Marta?». Y ahí me derrumbé. Le expliqué sin poder parar de llorar que me estaba muriendo, que me pasaban cosas raras, que no podía seguir adelante con mi día a día, que estaba sobrepasada, pero que no me había pasado nada para sentirme así. Ella, que se sabía de memoria mi corto historial médico (anginas cada año y un proceso complicadísimo de 'locura' transitoria en los meses posteriores a la muerte de mi madre) supo reaccionar al segundo. Y ahí escuché su nombre por primera vez. «Marta, tienes ansiedad, no te estás muriendo. Es de manual». Me firmó una baja médica y me recetó algo de ayuda para poder descansar con tranquilidad. Ella decidió por mí lo que yo no había sido capaz de decidir: parar el ritmo.
En el trabajo me mandaron al médico de la mutua, que, para mi sorpresa, me recomendó aumentar los 15 días de baja que me había dado mi médica de cabecera. «Con menos de mes y medio no vamos a ninguna parte», me dijo el doctor de la empresa, «y después empezaremos con psicólogo para que te dé algunas técnicas para que si te vuelve a pasar, sepas qué hacer». Uy, un psicólogo. Maravilla. Y encima gratis. Pues póngamelo ya y no dejemos pasar el mes y medio, le dije. Y ahí empecé el tratamiento con una psicóloga, combinado con unos relajantes a los que les quitaba media dosis porque lo mío NO ERA PARA TANTO. En pocas semanas, aunque después de llorar mucho, me sentí muchísimo mejor y descubrí que no estaba sola en este asunto de la ansiedad, lo que pasa es que la gente se lo calla. Los 'trankimaziners' somos legión. La doctora me dio explicación razonable hasta al último de los síntomas que había tenido. Y respiré tranquila. Si se me paralizó el lado izquierdo no es porque tuviera un infarto, sino porque el cuerpo te avisa con todo lo que tiene y si algo falla en el lado izquierdo, lo tomamos en serio porque pensamos, exactamente, eso, que nos está dando un infarto. Y a eso sí que le tenemos mucho miedo. Y tampoco había tenido alucinaciones en el coche, sino que, además de ansiedad, necesitaba gafas. Me recuperé con normalidad, gracias a la terapia y las pastillas. Volví a mi rutina. Y aprendí a gestionarme. A escucharme. A parar en seco.
Pero algo en mi cabeza había hecho click. Como le pasó a Biles en la final por equipos. Asumí que no era infinita. Que las gotas sí colman los vasos. Que no puedo con todo y que, nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestra mente, nos mandan avisos que no sabemos (o no queremos) escuchar. Y a eso, precisamente, me enseñó la terapia. A saber detectar esos avisos. A respirar hondo y a saber tranquilizarme cada vez que creo que me voy a morir. A entender que la química es una bendición y que por partir una pastilla en dos no eres más fuerte, sino que tardas el doble en recuperarte. Una pastillita que, por cierto, de vez en cuando aún me tomo (últimamente están cayendo algunas). Y aprendí a contarlo. Y a reconocerlo abiertamente. Y a superarlo. Pero también a dejar de flagelarme por no llegar a todo. A tener derecho a fallar, a equivocarme. No soy una blanda. Ni una floja. Ni una mediocre. Ni inmarcesible. Aprendí que tengo ansiedad y que de vez en cuando da la cara. Y que a veces, hay que decir basta y pedir ayuda. Como la ha pedido Biles desde su altavoz en los JJOO. Aunque algunos te tomen por una cuentista (cada día menos personas). O por loca. Porque, a veces, la mejor medalla de oro es saber decir: hasta aquí hemos llegado. Eso, y ponerse el chándal. O un buen pijama. Eso también es ser una campeona.
Culturismo
Según la RAE, algo que no se puede marchitar. La inmarcesibilidad es una condición contraria al ser humano, en su sentido más estricto. Y es que aunque nos creamos invencibles, cada día nos marchitamos un poco.
Pantallazo
Esta semana, esta humilde esclava de la tecla sólo tiene ganas de recomendaros que extendáis la toalla en la playa. O hagáis polvo el sofá. A mí no me da la vida para más.
Gat-checking: periodismo de gatos
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6. La edad de oro del satisfyer
7. El verano de nuestras vidas
Deberes para esta semana: Cuéntame cómo celebras tu cumpleaños. Es para una amiga. Te leo en marta.hortelano@lasprovincias.es
Prometo no contar nada. O sí.
Como cortesía, y por haber llegado hasta el final, te dejo tres enlaces de cosas que sí o sí debes saber y que sí o sí no sabes.
Marta
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