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Hola capturadores
Tere tiene 86 años y ya va saliendo menos de casa. Vive en Burjassot, uno de esos municipios del área metropolitana de una gran ciudad como Valencia que aún conservan vecinos de verdad y en los que la plaza del pueblo sigue siendo el punto neurálgico de todos los salseos. Vive en un tercero y el tesoro de su piso es una ventana muy coqueta con vistas a plaza del ayuntamiento. Ahí sentada controla el barrio. Quién va, quién viene. Quién pasa, quién se queda. Como lo que tú haces en Instagram o Tik Tok a toda hora con las personas a las que sigues, pero sin filtros y en directo. La ventana es el entretenimiento de Tere. O lo era, porque las vistas se las ha tapado un gran árbol, que adelantado a la primavera, ha desplegado ya sus grandes ramas, repletas de hojas verdes, en la plaza. Así que su ventana al mundo se ha fundido a verde.
Nos puede parecer una tontería para quienes ni siquiera corremos la cortina de nuestras casas para evitar indiscreciones, pero para las personas mayores, ver la vida pasar es la manera más efectiva de saber que los días siguen pasando. Tere y sus vecinos han enviado una carta al ayuntamiento, para pedir que le corten las puntas al árbol. No quieren hacerlo desaparecer. ¡Ni mucho menos! Pero con un trabajito de poda, podrán combinar la sombra en la plaza con las vistas de las personas mayores que viven en el edificio. De momento, les han respondido que no le toca pasar por jardinería. Que vuelva usted mañana. A veces, el bienestar social de quienes habitan las ciudades no se mide con los mismos parámetros que los de la gestión. Pero eso es otro asunto.
Cuando era pequeña, vivíamos frente a una iglesia, un cine y una plaza. Mi abuela se sentaba cada tarde, después de comer, junto a la ventana del cuarto de estar. En una silla. Nada de sillón. Desde ahí veía la tele, divisaba el barrio y, para más inri, tenía debajo el radiador de la calefacción. Antes que ella, se sentaba ahí su madre, mi bisabuela Sabina, a la que recuerdo vestida de negro, con el pelo recogido en un moño y la cara llena de pupas. Ese alfeizar era estratégico. Y desde él, mi abuela nos veía llegar a mi abuelo y a mí del colegio, a mi madre de trabajar y en ocasiones, al panadero traer el pan y a alguien cometer alguna tropelía en los años más complicados de la droga en los barrios. Pero también veía ir y venir a los vecinos, se enteraba antes que nadie de las nuevas relaciones amorosas de la manzana y controlaba las novedades de la calle. Ahí la recuerdo sentada siempre. A veces, intercalando la vigilancia con una revista. Otras, separando las lentejas buenas de las malas para el día siguiente. O con la ensaladera de las judías verdes entre las piernas para limpiarlas y cortarlas en trozos para el hervido de la cena.
Pero, esa no era su única ventana. Al otro lado de la casa, en la cocina, donde pasaba la otra mayoría de sus horas mientras nos preparaba la comida y la cena, mi abuela tenía otra ventana. Esa daba a una residencia de curas y a las taquillas de los únicos cines de la ciudad durante esos años. Desde esa ventana veíamos quién había pasado el fin de semana haciendo cola para ver una película, con quién había ido e incluso a qué hora había salido. Durante una época, ese también fui mi ocio los sábados y domingos después de comer, porque eran los días en que los más jóvenes acudían a las salas. Desde ahí, también escuché decenas de conciertos en la plaza de toros, que no veíamos, pero sí oíamos desde la zona. Y desde ahí, comencé a descubrir que las transitadas vistas que veía encima del bar de enfrente no eran una academia de peluquería, sino un club de alterne. Todo eso lo descubrí desde una ventana.
Esta semana he acabado de ver The Crown, la serie basada en la vida de la Reina Isabel de Inglaterra. Voy tarde, como a casi todo. Pero así soy yo. Y ahí me di cuenta de que las ventanas también jugaron un papel fundamental en la vida de alguien que lo tenía todo. A través de una, su hermana, la princesa Margarita, pudo seguir viendo el cielo, tras los derrames cerebrales que sufrió durante un periodo de su vida, y que acabaron provocando su muerte. La ventana sostuvo sus recuerdos. Mirar a través de ella le dio un poco más de vida. A la Reina la vemos asumir que un día morirá a través de la ventana de uno de sus palacios. Ahí ve a su gaitero, el que la despertaba cada mañana con su música, y al que vimos tocar, en la vida real, en su funeral, un lamento que en el episodio ella encarga ese día. A través de ese mismo elemento, ve elegir a su marido el famoso Land Rover que acabó llevando el féretro del duque en su entierro. Y sobre todo, desde una ventana, vivió el miedo al rechazo de su pueblo.
Las ventanas son fundamentales en nuestra vida. Nos dan perspectiva Nos dan luz, aire. Nos dan información, y nos dan vida. Nos hacen ver lo que sucede ahí afuera. Nos muestran la vida real. Y qué queréis que os diga. Son la mejora aplicación para saber el tiempo que hará ese día. Así que entiendo a Tere y su disgusto por haber perdido buena parte de la utilidad de ese pequeño rectángulo que la hacer seguir siendo espectadora de ese gran teatro que es la vida. Que alguien le pode las ramas a ese árbol. Le alegrará los días a una persona de 86 años que sólo quiere ver qué el tiempo sigue pasando.
Esta semana ha estado llena de cosas buenas. Nuestro podcast diario de buenas noticias, LOS BUENOS DÍAS, ha cumplido su primer año. Y sobre todo, el podcast sobre los asesinatos de Ferrándiz que se hizo el año pasado en LAS PROVINCIAS ha sido nominado a los Ondas del podcast. Ahora, a esperar el veredicto del jurado, pero ojalá este true crime sonoro se lleve el premio, porque he visto lo mucho que han trabajado mis compañeros y compañeras.
En lo mundano, también tengo noticias frescas. Por fin se ha desvelado el misterio y, cerca de mi barrio, el grupo gastroadictos ha abierto su nuevo local en Valencia. Se llama Bajoqueta (judía verde en valenciano) y yo aún no lo he probado, porque abrió hace tres días, pero después de pasar por La Sastrería, Cassalla, Mistela y Cremaet, os aseguro que son sitios donde no fallas para ir a cenar con amigos.
Y ya metidos de lleno en plenas Fallas, los churros y buñuelos se apoderan de las calles de la ciudad. No soy muy amiga de los puestos de fritanga, que me perdone diosito de las calabazas. Prefiero comer buñuelos el resto del año, en sitios de confianza. Pero si estos días quieres darle un giro a estos dulces, los amigos de La Central de Postres han hecho una tarta que te arregla una merienda familiar. Te dejo foto para que alucines.
No soy de las que comulga con la idea de que leer nos hace mejores (hay verdaderas malnacidas y auténticos cabrones que son excelentes lectores), pero sí suscribo el lugar común de que la literatura es una ventana a otras vidas, otros lugares, otras épocas. Esta segunda tesis es la que deliciosamente se plasma en 'Los aerostatos', de Amélie Nothomb. En esta novela, Ange, una filóloga de vida precaria, acepta el encargo laboral de un ricachón. El trabajo consiste en curar la dislexia del hijo adolescente del hombre a través de la lectura. No es una novela de libros, tampoco de la pedantería cultural. La escritora belga huye de la solemnidad para demostrar que la ficción es la excusa para hablar de lo que nos interesa, de lo que nos apasiona, de lo que nos atañe, de lo que nos quita el sueño, de lo que nos ilusiona... Lo hace a través de una narración ágil y diálogos ingeniosos.
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Marta
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