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Hola capturadores
Captura de pantalla ha entrado en el verano, como todos los mortales. Ya sabéis que en esta época siempre trae alguna novedad, porque soy consciente de que tus ritmos cambian en estos meses. Pero este año quiero mantener la esencia de las cartas, que es con lo que más disfruto. Así que las podrás seguir leyendo, cada viernes, hasta el próximo 9 de agosto. Pero como sé que estarás viviendo en el mundo del ocio, he decidido ponértelo un poco más fácil. Así que desde hoy y hasta que me vaya de vacaciones, yo misma te leeré las cartas, para que sólo tengas que escucharlas mientras conduces con destino a la playa, o estás en la hamaca con una piña colada en la mano. Eso sí, si prefieres seguir leyéndola, podrás hacerlo. Tú eliges. Yo, por si acaso te dejo la carta leída por mí misma en este enlace para que sólo tengas que escucharla.
SI QUIERES QUE TE LEA LA CARTA, PINCHA AQUÍ
La primera vez que cogí un avión tenía 9 años. Coincidió también con la primera ocasión en la que mis abuelos se estrenaron en eso de volar, con 74 y 72 años. Mi madre, aburrida ya de las playas de Gandia y Cullera, a las que íbamos la segunda quincena de junio y la primera de septiembre, se arriesgó con una semana en Mallorca. Así que los Rubio nos montamos en un avión de Spanair hacia Palma que supuso toda una aventura para los cuatro. Mi madre era la única que había visto mundo desde el aire, así que partía con ventaja. Nosotros tres llegábamos vírgenes. Y aquello no pudo ser más cuadro. A mi abuela le entró miedo, a mi abuelo vértigo y a mí me entró frío.
Cuando llegamos a la isla, los dos se quedaron un par de días en la habitación del hotel para recuperarse de la experiencia. Y yo cogí unas anginas que no me impidieron bañarme en una isla. Pero aquella primera vez en avión me marcó. Ahora llego a los aeropuertos con más capas de ropa que una cebolla, con miedo a las turbulencias y con una pereza monumental a toda la ceremonia en que se ha convertido lo de coger un avión.
Hace unas semanas, en nuestro viaje a Finlandia, probé las mieles de viajar en tren. Si me preguntas, el mejor medio de transporte para disfrutar de un desplazamiento de ocio siempre que sea posible. Incluso dormimos en un camarote con todas las comodidades, que acabó siendo parte del álbum de experiencias de la escapada. En esos buenos recuerdos, por ejemplo, no estarán los 5 vuelos que nos hicieron falta para ir y volver del país. Porque volar se ha convertido en una incomodidad de principio a fin.
El día en que decides comprar un vuelo tienes que estar muy convencido de tus intenciones, porque el algoritmo en manos del que has puesto tu destino (en todos los sentidos) está decidido a putearte. Ya sabes, unos recomiendan comprar los vuelos un determinado día a una hora concreta, hacerlo en modo incógnito e incluso desde un ordenador que no sea el de tu casa para que las cookies no detecten que llevas meses mirando planes en Nueva York y has comprado ya entradas para dos musicales sin saber cómo vas a llegar a la ciudad. Total, que el día que te armas de valor para comprar, te fundes la paga extra en dos clicks. En concreto, en el del primer precio que te ha dado el buscador (bastante más bajo que el final) y en el que resulta siendo cuando le sumas una maleta básica y la posibilidad de elegir dos asientos para viajar juntos. Y para que esto suceda, el vuelo ya no tiene que ser low cost. Ahora, este extra para todo se ha convertido en normal hasta cuando te has gastado una fortuna.
Con el billete comprado, llega el día de poner rumbo al aeropuerto. Y ahí comienza la ginkana emocional. El taxi te clava el suplemento aeropuerto aunque vivas cerca de la pista, el parking se ha puesto a precio de oro y el transporte público tiene unas frecuencias incompatibles con los vuelos. Una vez logras llegar, si facturas la maleta por la que has pagado un pastón, tienes que estar dos horas antes en el mostrador de tu aerolínea porque las colas se han eternizado. Da igual que lleves la tarjeta de embarque impresa desde la impresora del trabajo, con el logotipo a color y en papel sin reciclar; da igual que hayas hecho el check-in tú mismo desde el móvil justo desde antes de 24 horas y no más tarde de las 12 anteriores al despegue del vuelo y que lleves el pasaporte abierto por la página en la que sale tu foto. Nada de eso te va a ahorrar la cola de carritos que quieren pasar por el mostrador.
Si todo sale bien y puedes volar (que el overbooking sigue existiendo), deberás darle el último trago de agua a tu botella y comenzar la travesía por los entresijos del aeropuerto. Y ahí, te conviertes en parte de un rebaño de ovejas al que distintos pastores van arreando collejas.
El primer control es el de billetes, que te da acceso, código QR mediante, a la zona de seguridad. Ahí, cualquier persona con uniforme sospecha de cualquiera de tus movimientos. Si llevas ordenador, tablet o móvil lo tienes que poner en una bandeja, junto con otros aparatos electrónicos. Si te quedan dos tragos de agua de la botella que te has comprado en el mismo aeropuerto, tienes que tirarlo. Si viajas con zapatos cerrados, te los tienes que quitar. Si te has olvidado de quitarte el reloj inteligente, bronca. Y si pasas por el escáner antes de que el vigilante de turno te haya levantado el pulgar, reza. Si consigues no haber colocado ningún líquido, sólido o gaseoso que no toque en tu escueto equipaje de mano, ese que has cerrado haciendo un puzzle, reza por que no te toque el control de drogas y explosivos. Dicen que es aleatorio. Pero en concreto, ese azar consiste en que siempre me toque a mí y nunca al resto de pasajeros de mi fila. Ahí te abrirán la maleta, saltarán como un payaso de muelles de esas de esas cajas antiguas, las chanclas y el pijama que habías logrado mantener al vacío y, cuando la luz certifique que no llevas petardos encima, te meterán prisa para cerrar cuanto antes la maleta porque hay cola de gente en el control.
Cuando por fin cruzas esa primera línea de meta, buscas tu puerta en la pantalla. Esa que te hará subir a tu avión. Pero como has tenido que llegar con tanta antelación, ni si quiera aparece aún en las próximas salidas. Así que no te queda otra que buscar una cafetería en la que hacer tiempo porque los asientos de alrededor están ya ocupados por quienes han llegado con tanto tiempo como tú y han buscado una butaca con enchufe para cargar el móvil. Ahí, en esa cafetería con nombre de área de servicio de gasolinera, llega el primer atraco por un café con leche o un simple refresco, que en las terminales se venden a precio de aceite de oliva virgen extra. Cuidado ahí con no despistarte y perderte el momento en que anuncien tu puerta de embarque en la pantalla, porque si te encantas, llegarás al mostrador y no quedará ningún sitio libre en el que continuar tu nueva espera.
En este momento hace tres horas ya que llegaste al aeropuerto y no ves el momento de sentarte en tu asiento. Pero aún queda un nuevo reto por superar. Comienza el juego de las filas. En tu tarjeta de embarque verás una letra o un número con el que la aerolínea debería organizar tu entrada en el avión, para evitar atascos. La realidad es que tendrás que hacer una fila larguísima antes de entrar al avión y otra dentro de la propia aeronave para pelearte por tu asiento y, sobre todo, por un espacio en el compartimento superior para dejar tu mochila. Cuando por fin te sientas, suena música celestial. Lo has conseguido. Vas a poner rumbo a tus vacaciones.
Con un poco de suerte, te abrocharás el cinturón y llegarás a tu destino con tranquilidad. Pero, antes, asegúrate de dejar subida la persiana de la ventanilla para el despegue y el aterrizaje o será imposible sobrevolar el espacio aéreo. Si tu vuelo es muy largo, te pondrán algo de comer. Si estás ahí cuatro o cinco horas, el bocata te lo tienes que llevar de casa. Porque aquello de repartir unas almendras y un sandwich frío ya se sale de presupuesto. El low cost ha llegado a las aerolíneas convencionales para quedarse. Si te toca echar medio día en el avión, algún auxiliar aéreo te ofrecerá pasta o pollo. Es el menú universal. Pero justo cuando vayas a pedir los macarrones, alguien te indicará que ya no quedan. Acabarás comiendo pollo a las cinco de la mañana (del horario de donde despegaste) y alguien decidirá que ha llegado la hora de dormirte porque apagará la luz de toda la cabina.
Ahí comenzará el olor a pies y saldrán las mantas, porque la temperatura de todo el vuelo debe estar siempre a varios grados bajo cero. Entonces, yo sacaré mi bufanda, mis calcetines de compresión y mi antifaz y le daré el último trago al vino con el que he empujado el pollo. De ir al baño ni hablamos. Porque a esas alturas ya no hay quien lo pise. Intentarás ponerte cómodo, ver alguna película del catálogo y, cuando menos te lo esperes, dormirte. Entonces, cuando has cogido postura y has entrado en calor, las luces se encenderán de repente y el carrito de la comida volverá a aparecer en escena. Son tus 3 de la tarde, pero en el horario del cielo te toca el croasán y el café. A esas alturas, yo lo único que pido es que me bajen del avión lo antes posible.
Por fin llegas a destino. Si tienes suerte, nadie aplaudirá al tomar tierra. Ahí una voz te recordará que el desembarque se hace por la puerta delantera. Justo la contraria a la de tus asientos. Y ahí comienza la lucha por salir antes que los que tienes cinco filas más atrás, que ya van metiendo codo. Y cuando por fin sales a la terminal, pasas los 27 controles de extranjería y bastante tienes con evitar acabar en un cuarto de la policía porque pusiste tu primer apellido en la casilla del segundo y viceversa o colocaste una o donde tocaba un cero. Si todo sale bien, respiras aliviado cuando te ponen el cuño. Ahí, buscas la cinta por la que salen tus maletas. Rezas las oraciones que aprendiste en la catequesis y te encomiendas a todos tus ancestros. Ahí llega tu equipaje, aparentemente en tiempo y forma. De lo contrario, podrías pasarte un día más sin lavarte los dientes y sin cambiarte de bragas, porque a la hora a la que llegas a tu destino final han cerrado todas las tiendas.
Pero tu maleta llega. Pones rumbo a tu alojamiento para descansar de la odisea y de repente recuerdas por qué viajar en tren te parec cada día más un regalo de la vida. Pero la adrenalina de la ida siempre te hace pensar que no ha sido para tanto. Que estás en un sitiazo.
Ahí solo te queda disfrutar de las vacaciones y no pensar demasiado en que en unos días, toca volver. Y el problema es que te toca repetir todo lo que ya te he contado, pero con menos ganas, menos dinero y menos paciencia. Lo que te decía. Volar, está sobrevalorado y encima, agota.
Dedicado a ti, que vas a coger un avión este verano. Y a ti, que no lo vas a coger y te vas a ahorrar el martirio.
Esta semana te traigo una cosa muy refrescante para que puedas soportar esta primera semana de julio de la menor manera.
Rubén Álvarez es muy conocido en esta carta, porque siempre que tengo ocasión te recomiendo sus helados. No tienen absolutamente nada que ver con los que compras en el supermercado. Ni siquiera con los de la heladeria artesana de tu barrio (de la que estamos muy a favor). Lo suyo es magia helada. No sólo por las combinaciones de sabores que se le ocurren, sino por la textura que consigue. Yo siempre me pido unas tarrinas de Esneu cuando saca colección nueva y me precio de haberlos probado casi todos a lo largo de estos años. Esta semana ha traído sus novedades. Hay un truco para poder comprar tarrinas sin pegarte un atracón ni arruinarte, porque seguro que no te caben tantos en el congelador. Y es tan sencillo como convencer a alguien para que comparta contigo el envío de las tarrina mínimas que hay que pedir. Así que te acabas quedando cuatro. Ah y los envases los utilizo como tuppers para la comida. Son geniales. Por si aún no te has decidido... yo tengo en radar el de albaricoque y queso comte y el de mantequilla con sal. Mi favorito la vez anterior fue el de Cacau de collaret con sal. Se me hace la boca agua.
Una de las cosas que siempre hago cuando vuelo es ver series. Me gusta llevarlas descargadas en la plataforma de turno para poder verlas sin conexión, así que le he pedido a Mikel Labastida que nos recomiende alguna que nos pueda servir para hacer más llevadero nuestro paso por los aviones este año.
«También hay series para llevar en la maleta, claro que sí. Y cuando se acerca el verano conviene tener varias a las que echar mano según el viaje que vayamos a hacer. ¿Qué requisitos deben cumplir? Conviene que no exijan una concentración máxima, que podamos entrar y salir de ellas fácilmente y que en un momento dado se puedan consumir en un tren o en un avión si nos toca pasar varias horas en alguno de ellos. Por lo tanto es preferible descartar aquellas con efectos visuales extraordinarios que vayan a pasar inadvertidos en una pantalla pequeña. Reservemos esas para la vuelta de las vacaciones. ¿Qué título reuniría todos estos condicionantes? Se me ocurren varios. 'The Gentleman', por ejemplo. En Netflix. Gira en torno al hijo de una familia adinerada, trabajador de las fuerzas de paz de la ONU, que hereda el título de duque cuando su padre muere y ha de enfrentarse tras el fallecimiento a varios cabos sueltos que ha dejado este y que tienen que ver con asuntos poco legales y relacionados con mafiosos. A partir de ahí suceden una montaña rusa de acontecimientos que no por previsibles son menos emocionantes. Además Guy Ritchie -que ya dirigió una película con el mismo nombre- sabe imprimirle el ritmo que este tipo de producciones requiere«.
Gracias, Mikel.
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Gracias por leerme
Marta
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