Hace poco más de tres meses profesionales y voluntarios recorrieron Valencia con un sólo propósito: contar a todos los que carecen de vivienda. Fue el ... último censo municipal de personas sin hogar. Enumeraron a los que estaban en albergues y a aquellos cuyo cobijo es un banco, el hueco de un edificio, un puente o un montón de cartones. Había 837 personas en esta condición, la cifra más alta desde que en 2019 comenzó el seguimiento del problema. De ellos, 471 habitaban en la calle, a merced de robos, de la aporofobia o de brutales ataques como el que el miércoles acabó con la vida de una de estas personas bajo el Puente del Real y dejó a otra herida muy grave.
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Paco nos recibe junto a su inseparable perro Thor, en un chamizo de las afueras de Benimaclet donde guarda sus objetos personales. Prefiere ocultar apellidos y rostro. También dónde duerme. Son sus condiciones y no es por capricho. Tiene miedo. Además de no disponer de una casa donde dormir también fue víctima de una grave agresión. «Escuché lo del río en la radio... Casi matan a dos. A pedradas. Lo mismo que me pasó a mí. Y lo pienso mucho, me como la cabeza... Podría llevar ya un año muerto».
Sus recuerdos viajan a la noche del verano pasado en la que casi acaba como la víctima del río. A sus agresores no les frenó que Paco durmiera relativamente cerca de un retén de la Policía Local. Los desalmados dieron rienda suelta a su violencia a traición, amparados por la oscuridad de los huertos y la abundante vegetación del lugar.
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«Fueron una chica y un chico. Me hicieron polvo. Por la cara. Porque defendí lo mío. Y me despierto a pedradas en la cabeza y golpes de palo. Para haberme matado...». El hombre, de 66 años y nacido en Paterna, acabó con una fractura en el brazo y contusiones en la cabeza.
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La Policía arrestó a la joven pareja a la que Paco acusaba de robarle. Desde aquello dejó de dormir en el chamizo y prefiere hacerlo en una zona menos apartada, un punto más urbano y poblado donde se siente más arropado. Es su secreto. Por si alguien vuelve con malas intenciones.
«Al del río le pasó como a mí. Te dan un golpe como a un conejo e instantáneamente te quedas muerto», describe. «Yo no sé cómo lo aguanté. Dios me ha dado un poquito de ventaja». Paco no conoce a las víctimas del río, pero empatiza con todos los que se exponen cada noche a la intemperie: «No hago más que pensar, pensar, pensar... Me da rabia. Podría ser yo. Podría estar ya enterrado».
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Pese a todo Paco rechaza un albergue. Se ha hecho a la vida en calle y no contempla el auxilio social que tantas veces le han ofrecido los servicios sociales municipales. «Me gustaría vivir en una planta baja, en un piso de estos viejos. Pero en los edificios todo son problemas. Tienes que ir bien arreglado y a los vecinos no les gustan los perros», razona el hombre. Además, «mi paga es muy flojilla y no me puedo pagar un alquiler».
Tras la agresión, Paco optó por la gimnasia. Por si acaso. Empezó a hacer flexiones, a levantar objetos pesados y a estirar una y otra vez la valla metálica de una zona ajardinada. «Me puse cuadrado». Además de su fuerza, guarda un as en la manga por si vuelven a visitarle con piedras y palo. «Mira esto». Y saca un pesado hierro que parece un revestimiento o anclaje de persianas antiguo. Cosas que encuentra y se queda. «Por si un día me vuelven a atacar... La calle es muy dura», zanja.
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Emilio Gómez nació Carcaixent, recaló en Ibiza y lleva alrededor de un año en la calle en Valencia, asegura. Lo encontramos junto a un considerable campamento de objetos personales que se abren paso en el pequeño parque junto a la Iglesia de San Agustín. Dice ser un «damnificado de la pantanada de Tous». Y lamenta «no haber cobrado un duro a pesar de que lo perdí todo. Muebles nuevos, televisor, nevera. Todo...».
Según detalla, llegó a ejercer como pintor autónomo y de su cuello pende una medalla de fútbol de sus días como deportista en Carcaixent. La luce con orgullo, recuerdo de horas más gloriosas. A pesar de vivir en la calle, la gente sin hogar está informada. A veces por viejos transistores como el que Paco lleva en su bici, por las conversaciones o por periódicos que pasan de mano en mano. «Hoy mismo me han dado uno y he visto lo del río. Un muerto y otro, casi. Muy duro», hace balance.
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«Agresión no he sufrido nunca pero robos o amenazas sí. Aquí llega mucha gente. Algunos están borrachos y notas que te quieren robar. Te rebuscan entre la ropa mientras duermes...», revela. «La otra noche vino uno. Iba bebido. Otro intentó hurgar, le di un empujón, y se fue corriendo. Yo soy escorpión», se envalentona el hombre haciendo referencia a su signo del zodíaco.
Emilio apunta a un hombre al que llama 'El Camarón' como autor de uno de los robos. «Se llevó la cartera». Cuando se siente amenazado tiene dos alternativas. Una es «un rumano amigo mío muy fuerte que vive en Hacienda», en la vieja sede de Guillem de Castro. «Ese si le pega una hostia a uno lo revienta. Y cuando he necesitado su ayuda ha venido».
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La segunda opción es un colección de hierros que oculta entre mantas y colchones. Armas para las noches peligrosas. «Yo no tengo navaja, pero esto sí lo he sacado cuando ha hecho falta», agrega mientras exhibe la pieza negra de una estantería metálica de unos 50 centímetros. «Un policía de Sueca me dijo un día: 'si te roba alguien le pegas a los pies'». Y aquel consejo se le quedó bien grabado.
Federico tiene 41 años y procede de Francia. Fuma junto a un pequeño hatillo donde guarda sus pocos objetos personales. Lleva ya algunos meses en Valencia, en la calle. Y ante la inseguridad de la noche tiene dos soluciones: poseer lo mínimo y no resistirse. «Me han robado, pero sin pegarme. Prefiero que me quiten las cosas y no perder la vida, que es lo importante. Por eso no me enfrento con nadie». Su filosofía es sencilla: «Si tuviera un teléfono me lo quitarían. Y con las cosas de valor, igual. Mejor vivir con lo mínimo si estás en la calle».
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