La delincuencia se ha anquilosado al barrio de la estación de autobuses Menéndez Pidal de Valencia. Los comerciantes se debaten entre la necesidad de ganarse la vida y temblar cada vez que levantan la persiana. Trabajan con una inseguridad constante. Una situación de terror ... a la que nadie debería acostumbrarse: robos diarios y episodios de violencia continuados. «¿Esto va a cambiar alguna vez?», preguntan desesperados. El hartazgo que sienten combate al miedo. Todos quieren denunciar la situación que los tiene en vilo.
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Estefanía (nombre ficticio para no revelar su identidad) regenta un negocio de la zona. Está sola en el establecimiento. Tiene que tener ojos en todas partes. «Aprovechan cuando entra mucha gente para entrar a robar», dice. Alguna vez se ha armado de valor y se ha enfrentado a los asaltantes. Les pidió que le devolvieran las bebidas que habían cogido de la nevera. «Se bajaron los pantalones y me mostraron los genitales», cuenta horrorizada.
Los clientes comparten con ella sus impresiones. «Muchas veces los turistas nacionales me han dicho que esta es la peor estación de autobuses de España. Esto no se ve ni en Barcelona», revela Estefanía presa del pánico. Acaba de comenzar la jornada laboral. La inseguridad de la zona hace que nunca sepa cómo va a terminar su día: si van a volver a amenazarla o tendrá que llamar a su jefe para explicarle que les han vuelto a robar.
Un sentimiento compartido entre los responsables de los establecimientos de la zona. Trabajadores de la estación de autobuses confirman el hartazgo: «Esto es un no parar, roban día sí y día también. Cuando no roban montan un espectáculo». El empleado confiesa que en toda la estación tan sólo hay un vigilante de seguridad. «Es insostenible. Necesitamos ayuda. No paran». Habla con la mirada fija en los alrededores de la estación. Nunca sabe cuándo le va a tocar salir corriendo detrás de algún ladrón. Ni si le dará tiempo a detenerlos.
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Este lunes volvió a ocurrir: un ladrón robó la maleta a una turista y huyó. Los trabajadores de la estación lograron acorralarlo. El ladrón dejó la maleta y saltó la valla. Logró escapar de la Policía. «Entran y salen de los calabozos. A las horas de que los detengan los volvemos a tener aquí», lamenta el empleado.
Pocos trabajadores se atreven a hablar con nombre y apellidos. Temen que los asaltantes tomen represalias contra ellos. Rubén (nombre ficticio), lo tiene claro: «Ellos no tienen nada que perder. No les importa sacar la navaja. Nosotros nos jugamos la vida». Es un hombre fornido. Sus facciones son duras. Aun así, la extrema violencia con la que actúan las personas sin hogar asentadas en el barrio ha hecho que en más de una ocasión salga de trabajar con un nudo en la garganta. «Me han llegado a amenazar de muerte». Su rostro se ensombrece. Acaricia la alianza que brilla en su dedo anular. Le esperan en casa. Y teme que por los constantes conflictos a los que se debe enfrentar un día no llegue hasta el umbral.
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«A un compañero mío lo apuñalaron hace poco cuando salía de la estación», comparte. Las amenazas de estas personas conflictivas van en serio. Reitera. «Ellos no tienen nada que perder». Y vuelve a acariciar su alianza. Aquel hombre robusto se empequeñece al saber que él arriesga su vida a diario.
La estación de autobuses no sólo está amenazada por los constantes hurtos. La espiral de violencia no cesa. Tamara (nombre ficticio) otra de las empleadas revela: «El pasado sábado detuvieron a uno de los indigentes que se había guardado las cuchillas de afeitar en la boca cuando fueron a cachearlo». A la mujer le tiembla la voz sólo de recordarlo. No hay clientes, pero no se mueve de detrás del mostrador. Su «zona de seguridad». «Vivo con miedo desde que entro a trabajar hasta que salgo», revela.
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Antes el barrio de los autobuses era conocido por la presencia de chaperos (hombres que ofrecían servicios sexuales a cambio de dinero). Un problema que parecía extinto. Al parecer, no es así. «Hay muchas mujeres que ejercen la prostitución en los baños de la estación», confiesa la empleada. Al parecer, hay trabajadoras sexuales que han establecido allí el lugar en el que mantienen relaciones a cambio de una prestación económica. «Es muy desagradable ver estas situaciones. Luego los aseos están hechos un asco», comenta.
Los vecinos ya están acostumbrados a vivir con terror. En condiciones que muchas veces son alarmantes. Algunos de ellos se lo toman con filosofía. Carlos Sanz es residente del barrio. El hombre de avanzada edad está acostumbrado a despertarse con los cánticos de quien llama «el predicador». «Es uno de los gorrillas que se dedica a cantar canciones 'Gospel' hasta las tres de la tarde», comenta el vecino. De fondo, «el predicador» no deja de cantar a pleno pulmón. «Nunca se queda afónico», dice Carlos tratando de ponerle un poco de humor al asunto.
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Presencia las peleas que tienen entre los aparcacoches casi a diario por proteger «su territorio». «Entre ellos no tienen ningún miramiento. No les importa atacarse con palos o con lo que encuentren», comenta Carlos. Aun así, el hombre confiesa aliviado que nunca ha tenido ningún problema con ellos. No ocurre lo mismo con los edificios. «Han roto todos los portales de las fincas de calle para entrar a robar», confiesa.
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La primera impresión es prácticamente inalterable. Permanece en las retinas. Condiciona la opinión. La estación de autobuses es muchas veces lo primero que observan los turistas al llegar a Valencia. Y el entorno no influye de manera favorable.
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Christophhe Tressenes es el jefe de recepción de Turia Hotel. En muchas ocasiones ha recibido las quejas de los huéspedes que observan desde la ventana de su habitación las disputas de los indigentes que están asentados en el parque cercano al Nuevo Centro. «Hemos puesto varias denuncias por los escándalos. A veces molestan a los clientes y este verano nos rompieron la cristalera», cuenta el jefe de recepción del hotel.
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Su negocio está en una zona céntrica. Podrían gozar de las ventajas de estar ubicados en una buena ubicación. Si no fuera porque la delincuencia se ha apoderado del barrio. «Lo vemos reflejado en algunas reseñas. A los huéspedes les gusta el hotel pero nos dicen: 'No volvemos a esta zona'», lamenta el hombre.
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No sólo los turistas que están alojados en las proximidades de la estación de autobuses salen perjudicados. El dependiente de una tienda de alquiler de bicicletas cuenta que este verano robaron tres bicis de su tienda a grupos de visitantes. Estas bicis estaban valoradas en unos 400 euros. «Se ve que las dejaron enganchadas cerca del Nuevo Centro y se las robaron en un instante», confiesa Miguel Martínez.
Pero, ¿cómo combaten los comerciantes estos robos constantes? Asad Amat, el responsable de una tienda de alimentación lo tiene claro: «En cuanto sacan la navaja ya no hay más que hacer, valen más nuestras vidas que lo que nos puedan robar». Tanto él como el resto de trabajadores tienen la misma reivindicación: piden que haya más presencia policial que los proteja de este tipo de situaciones conflictivas.
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La mayoría de los delitos que se cometen en el barrio de los autobuses no son hurtos al descuido. Hablamos de robos con violencia. Pedro (nombre ficticio para no revelar su identidad) cuenta que hace unos meses presenció cómo los indigentes que están asentados en los parques de la zona le robaron el bolso a una chica. Cuando persiguió al asaltante aparecieron más amigos del ladrón que se encararon a él. «Llegué a pensar que me iban a matar allí». Todavía siente pánico al recordar cómo se encararon contra él los delincuentes, que no dudaban en enzarzarse en una pelea con tal de hacerse con el botín.
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