![Tragedia en Benifairó dels Valls: «Mi sobrino estaba trabajando y ahora está muerto»](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/09/02/1000131227%20(1)-Rvk3UooIfv10VloT4QPaEgI-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
![Tragedia en Benifairó dels Valls: «Mi sobrino estaba trabajando y ahora está muerto»](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/09/02/1000131227%20(1)-Rvk3UooIfv10VloT4QPaEgI-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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Usman apenas puede articular palabra. El dolor convierte su voz en un débil susurro. Opacado por el rugido del motor de los vehículos de la Guardia Civil. Tiene la mirada fija. Pero no en el camino rural de Benifairó dels Valls, si no en el ... recuerdo de su sobrino que ha fallecido hace escasas horas cuando terminaba su jornada laboral.
«Mi sobrino estaba trabajando y ahora está muerto», dice entre sollozos. Le cuesta horas pronunciar esa palabra que lo cambia todo. «Muerto». Un adjetivo sin retorno. Comienza a llorar. Aquel hombre fornido de metro ochenta se deshace. Con la ayuda de sus amigos logra sentarse en un banco. Sus piernas temblorosas no le habrían permitido caminar por sí mismo ni unos metros.
Pasan las horas. Cada vez más jornaleros acuden al lugar de la tragedia. Sollozan. Se abrazan. Como si quisieran cargar con el dolor del otro. Uno de ellos estaba junto a los fallecidos. Mientras ellos se subían al camión, el hombre seguía recogiendo naranjas. «Oí el golpe. Los vi muertos». No es capaz de mantener una conversación mirando a la cara. Cuela sus grandes ojos castaños entre las verjas del campo. Se retrotrae a aquella curva en la que la furgoneta salió disparada. Tres personas murieron en el acto y otras cuatro resultaron heridas cuando un camión se estrelló contra dos furgonetas.
Casi una veintena de hombres lloran a los pies de la carretera cercana a la ermita del Bon Succés. Han compartido largas jornadas al sol. Se han dejado la piel, las manos y el alma en esas tierras. Tratando de buscar una vida mejor entre los naranjos. No son simples compañeros de trabajo. «Todos somos uno», dice uno de ellos que casi no habla español.
Llegaron a las siete de la tarde. No abandonaron el lugar hasta las diez de la noche. Tres largas horas buscando un «porqué». Como si la razón fuera a aparecer entre los naranjos si no dejaban de mirarlos. Hablan entre ellos. Todos son de origen pakistaní. También los fallecidos. Traducen su conclusión: «Esto no ha sido culpa de nadie». Lo mismo apuntan las primeras investigaciones de la guardia civil.
Un conductor que no iba ebrio ni drogado. La misma pendiente que los trabajadores subían día tras día. Un camino que conocían como la palma de su mano. Fallaron los frenos del vehículo. Todo apunta a que esa es la causa del accidente. Los familiares, tras horas discutiendo y llevándose las manos a la cabeza, asumen que no hay quien puedan culpar de su mala suerte.
Un hombre de avanzada edad llega a última hora. En cuanto ve el camino rural, cercado por la Guardia Civil, se echa de rodillas al suelo. El sonido de su llanto es estremecedor. Apenas habla español. Lo suficiente para decir a los agentes: «Yo era padre». Su hijo no ha muerto. Está en el hospital en estado grave. Tiene contusiones cerebrales, en el tórax y en las extremidades. Lo cuenta su amigo. Aquel hombre sólo puede entonar unas pocas palabras y pronunciar aquella frase que pone los pelos de punta: «Yo era padre».
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