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Rostros vigilantes asoman por las ventanas. En la calle, un BMW aparece convertido en hogar de un indigente. Otro está destartalado a pocos metros. Urinarios ... desencajados o contenedores movidos cortan el paso en algunas calles. Un gallo cacarea tras la persiana metálica de un bajo y otro picotea, unas calles más allá, bajo un carro de supermercado invertido que hace las veces de jaula. Eso es el barrio del Xenillet, una antigua zona obrera de Torrent que lleva ya más de tres décadas bajo el yugo de familias vinculadas al tráfico de drogas, como confirman fuentes policiales.
Hasta las paredes de las calles hablan de la importancia de los clanes. Son pintadas, aquí y allá, con los nombres de los Pandas, los Heredias, los Mones (el otro apelativo de Bocanegras), los Tutas... O advertencias contundentes como «Torrent es nuestro». «Todo el que hable de la Montse que se coma sus mierdas», amenaza otro escrito en un muro.
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El Xenillet, como sucede con la Coma, Casitas Rosa u otros núcleos duros de Valencia y su área metropolitana, lleva años atrayendo consumidores de droga tras el fin de Las Cañas, el llamado 'híper' de Campanar. Y ese peregrinaje se sustenta, detallan las mismas fuentes, con varias familias que controlan el negocio de la cocaína, heroína, marihuana... Algunos, ahondan, han ocupado casas y las realquilan a precios tirados. Otros sencillamente las emplean para sus plantaciones o escondites de sustancias prohibidas.
Ni un retén de la Policía Local en el corazón del barrio ni numerosas redadas policiales o intervenciones sociales han podido frenar el evidente deterioro de un barrio que, en algunos inmuebles, se cae a pedazos. Con calles repletas de suciedad, zonas quemadas, muebles viejos, colchones y toda suerte de enseres jalonando un paisaje hostil hasta el borde mismo del barranco de Chiva, que pone fin a la expansión urbana en la zona.
Es en estas calles donde Bocanegras y Marcos se las vieron a disparos en 2016, con el pedo de un niño como aderezo final de un conflicto que, según fuentes policiales, ya se gestó bastante antes: con la droga y su control como eje principal.
Pero en la víspera del tiroteo mortal las calles están desiertas. Muertos en el día de los muertos. El silencio sólo lo quiebran los cacareos. O el ir y venir de coches patrulla de la Policía Local y la Policía Nacional. Ellos hacen todo lo que pueden, pero tienen la sensación de que ni las placas, ni los calabozos, ni lo pilotos luminosos pueden hacer milagros cuando no hay educación ni cultura. Cuando lo que habla es la visceralididad irracional y vengativa, alimentada por lazos de sangre. «Siempre se juran venganza», lamenta un uniformado, «y esto está muy caldeado desde hace muchos años».
La voz triste de una mujer de 70 años lo resume todo desde la experiencia: «Esto es un infierno. No paran. Van unos detrás de otros. Se odian porque tienen rencillas y los jóvenes siguen con ese odio. Esta vez son los Bocanegra los que han ido a matar a esa pobre gente. No se lo merecían. Eran buenos. Esto no acabará aquí, ya verá... Vendrán más muertes».
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