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Cuando Laura Guevara se atrevió a denunciar a su exmarido se dio cuenta de que sólo tenía una muda de ropa. El resto de su ... cajón estaba lleno de uniformes de trabajo. Sin identidad. Sin nada que poder llamar «suyo». Su exmarido se había preocupado en anularla como persona durante los 15 años que estuvieron juntos. «Si quería comprarme algo que me gustara me decía que lo hacía para llamar la atención de otros hombres. Siempre se refería a mí como 'zorra'», cuenta la víctima de violencia de género.
La mujer de 48 años habla sentada en una terraza de Altea. Mira maravillada la playa. Sonríe al notar cómo los rayos del sol acarician su piel. Durante las casi dos décadas en las que vivió con un maltratador para ella era impensable salir a tomar un café sin él. Ni siquiera podía disfrutar de un rato fuera de casa sin su familia. Su vida se convirtió en esquivar los golpes. Sobrevivir. «Tenía que ir corriendo del trabajo a casa. Miraba cuándo cerraba el bar por las cámaras de seguridad. Si tardaba un minuto más me llamaba y me preguntaba por qué no había llegado. Enseguida empezaba a insultarme y a decirme que estaba ligando con otros hombres», recuerda.
Estuvo anclada en un infierno. Su vida se resumía a trabajar y volver al domicilio conyugal. Laura es cocinera y su exmarido la encerraba en la cocina de su negocio. Todo con tal de que no se cruzara con ningún hombre que llegara al bar. «Hasta era él quien me abría la puerta para que fuera al baño. Luego volvía a echar la llave». Más de 9 horas asfixiada por el humo de los fogones. Sin tener contacto con nadie. Aquel maltratador estaba constantemente vigilándola por las cámaras de seguridad. Si le llamaban por teléfono y sonreía, irrumpía enfurecido en la cocina para ver con quién estaba hablando.
Luego llegaban los golpes. «Me cogía y me arrastraba como un mueble por la casa. También me llegó a asfixiar mientras decía que no iba a parar hasta que dejara de respirar». Aquel hombre ejerció toda la violencia que pudo sobre ella. También económica. Le dejó a su nombre una deuda cercana a 50.000 euros. A día de hoy, sigue pagándola. «Luego descubrí que se gastaba tanto dinero porque era un adicto al juego», confiesa la mujer de 48 años.
A su edad, está aprendiendo a vivir. «Nunca hablaba con nadie. No tenía amigos. Me decía que las mujeres que se me acercaban eran todas putas y los hombres, que sólo querían acostarse conmigo», recuerda Laura. Para ella la vida comenzó desde que a su expareja le pusieron una orden de alejamiento. Su ceño se frunce al recordar el infierno en el que estuvo atrapada durante tantos años. Pero recupera la sonrisa al darse cuenta de que fue capaz de escapar.
Se separó de él, aunque el maltratador no se daba por vencido. Era 2019 y Laura fue a tomar una cerveza con su sobrina. No había pasado ni media hora y él ya le estaba llamando al teléfono. Se apresuró a su casa montada en su ciclomotor. Él estaba en la puerta. «Me volvió a insultar. Gritándome que era una zorra y una puta. Me arrastró por la casa. Pensé que me iba a matar», reconoce con expresión seria. Con ayuda del casco que llevaba colgando de su brazo, logró deshacerse de él e ir al cuartel de la Guardia Civil a denunciarlo.
Gracias a su abogada Miriam Santamaria consiguió que condenaran a su expareja a 1 año de prisión por violencia de género y le pusieran una orden de alejamiento contra ella. Rehízo su vida. Sin ahorros. Cargada con las deudas de juego que le dejó su expareja. Llena de miedo. Pero su hija hizo que tomara valentía para salir adelante. Aunque la pequeña, que ahora tiene 14 años, es otra de las víctimas de la violencia machista. No puede olvidar el terror que vivía a diario pensando que su padre mataría a su madre algún día. Ambas cargan con las cicatrices provocadas por su maltratador. Pero Laura mira al sol que alumbra la playa de Altea y sonríe: «Quiero que otras mujeres sepan que hay vida después del maltrato. Se puede salir».
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