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El padre Antonio, acompañado de José Malaquías, Yohana y Sandra, trabajadores del cementerio. Irene Marsilla
Este cementerio es mío: la singular historia del camposanto de Benimaclet

Este cementerio es mío: la singular historia del camposanto de Benimaclet

El barrio dispone del único espacio de propiedad privada para enterramientos en Valencia: está en manos de la Iglesia, legado de su antiguo carácter como municipio independiente

Jorge Alacid

Valencia

Miércoles, 30 de octubre 2024, 01:36

Por aquí discurre la Vía Xurra, un haz de asilvestradas huertas se diseminan por los alrededores a la valenciana (esto es, con propensión al caos), una fábrica abandonada sirve de hogar para los sintecho, nos vigilan el Espai Verd y la Torre Miramar vecinos y de repente… De repente, un cementerio. Uno de los que jalonan Valencia pero en su caso dotado de una singularidad que lo hace especial. Es privado. A diferencia del General y sus hermanos, tutelados por el Ayuntamiento, el camposanto de Benimaclet está en manos de la Iglesia; en concreto, de la parroquia del barrio, consagrada a la Virgen de la Asunción. Un legado de aquel tiempo en que este territorio gozaba de autonomía, perdida cuando se integró en la capital, pero hasta cierto punto: su cementerio sigue siendo particular, custodiado por el padre Antonio Valera como si fuera su ceo, al frente de un equipo formado por ocho personas más.

Seis de ellas se reparten la faena esta tarde entre los pasillos por donde se diseminan los nichos, distribuidos entre los sectores que organizan el espacio y que uno de los trabajadores, José Malaquías, describe como si fueran los barrios de esta ciudad inanimada: el sector viejo, el del ensanche, el nuevo y otro llamado misteriosamente Cuarto D. Una información que suministra ajeno al ir y venir de los deudos de los más de diez mil difuntos que aquí duermen, como ese matrimonio que llega a embellecer el nicho familiar y asegura que no nota diferencias entre el servicio que recibe y el que proporcionan los cementerios privados. «Claro que tampoco tengo con qué comparar», sonríe él, mientras avanza hacia donde reposan sus seres queridos en medio del molesto vientecillo que se deja notar entre el rico arbolado de que dispone este espacio. «Un cementerio tiene que tener árboles», afirma el padre Antonio, un septuagenario de Requena que lleva al timón de este camposanto desde hace catorce años, asegurándose de la buena salud de su gestión y también de que nunca pase a manos públicas. «Es privado y lo seguirá siendo», promete.

La visita, con el páter de cicerone, avanza por los cuatro sectores del cementerio. Se detiene un minuto para enseñar los columbarios y el único panteón privado que existe, consagrado a la familia del célebre doctor Zaragozá. Hay otros dos: uno para la comunidad salesiana y otro para los propios sacerdotes que han servido en el barrio, hacia donde (de nuevo con una castiza socarronería) apunta el religioso con el dedo: «Allí acabaré yo». Y suelta entonces una breve carcajada, facilita al periodista un papelito con la historia del cementerio que pilota y va enfilando hacia la salida, meneando la cabeza: se malicia que su camposanto tiene un futuro complicado. Dice que el vecindario del barrio se eleva a 40.000 personas, aunque los datos del Ayuntamiento rebajan esa cifra a la mitad, y que por lo tanto el espacio se está quedando pequeño. Encajonado entre los solares adyacentes, apenas cuenta con un par de pequeñas parcelas en su interior para ampliaciones de tamaño contenido, explica, suspirando para que cuaje la modalidad hoy tan seguida de apostar por la incineración, que exige menos superficie.

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La visita ha concluido con el repaso a las grandes cifras del cementerio. El padre Antonio recuerda que sus finanzas se nutren de las aportaciones de quienes tienen aquí enterrados a sus antepasados, a quienes se cobra además una cuota adicional de ocho euros al año, y señala hacia el año de 1890 como la indeterminada fecha fundacional del cementerio. «Fue después de la epidemia de la peste», aclara. El momento en que Valencia expulsa de su caserío a los cementerios para garantizar una higiene superior, que en el caso del camposanto de Benimaclet se hilvana con su propia historia, su identidad tan genuina: la alumbrada por esos episodios que cita el padre Antonio en su discurso (el cementerio original en la actual calle Bonaire, la compra de terrenos en la partida de la Vera para otro camposanto, ya en la periferia, el asalto sufrido en la Guerra Civil y otras vicisitudes a partir de las sucesivas ampliaciones) antes de acompañarnos a la salida.

Vemos entonces cómo sigue el trasiego de familiares, que en algún caso entran en coche, unos comerciantes venden flores en la entrada y nuestro cicerone cabecea. El cementerio debe darle alguna jaqueca. La cercanía del mar desborda de salinidad la construcción y obliga a continuas reparaciones, aunque también encuentra en su fe el medicamento que mitiga sus preocupaciones: su cementerio, observa, tiene algo de refugio espiritual. «Da un sentido positivo a nuestra vida como lugar de dormición esperando la Resurrección», concluye.

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