BELÉN HERNÁNDEZ
Miércoles, 20 de julio 2022, 00:44
El distrito de La Torre se ha convertido en un verdadero gueto. El punto neurálgico de la pedanía de Valencia gira en torno a una finca de grandes dimensiones que está completamente okupada desde hace más de diez años. «Antes de que llegaran los ... okupas este era un barrio familiar. Ahora parece un vertedero. Está lleno de suciedad». Un vecino de unos cincuenta años que prefiere no revelar su identidad por miedo a que los residentes ilegales puedan arremeter contra él cuenta la crispación que sufren los habitantes de La Torre. «Lo han dejado todo hecho una basura», dice con indignación.
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El hombre habla en voz baja. Se cobija en un rellano de la calle paralela a la finca okupada. Teme que los moradores ilegales le observen. Y no exagera. A lo largo de la conversación, dos hombres que viven en el edificio que era propiedad del banco vienen a escuchar. Pendientes de cada movimiento.
En grupo, cuatro okupas están sentados en la acera de enfrente de la finca. Llevan consigo un carro de la compra lleno de chatarra. Mientras tanto, otros dos hombres suben un sofá hecho polvo por la puerta de cristal del portal, totalmente hecha añicos. Abierta de par en par. También los buzones, de metal dorado, están reventados. «Entraron dando patadas a la puerta», recuerda el vecino. Lleva toda su vida viviendo en la pedanía, en un tiempo en el que el barrio se caracterizaba por la unidad de sus habitantes. Una imagen que ahora ha reemplazado la suciedad.
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No se sientan en la calle por casualidad. Controlan a la gente que pasa, alarmados al ver caras que no les resultan familiares. «A mí no me dicen nada porque saben que vivo aquí, pero cuando ven un desconocido se fijan mucho por si son policías o periodistas», explica. En cerca de dos horas, las amenazas son constantes. La primera de ellas, de un hombre de avanzada edad. Se acerca mucho, irrumpiendo el espacio personal. No tiene reparo en que el ambiente se llene del humo de su puro. Comenta: «Tira el móvil. Muchas chicas de veintitantos años como tú se han muerto por aquí por llevar el móvil en la mano. Es peligroso». Pone ejemplos, cita presuntos informes forenses que advertían que la causa de la muerte estaba relacionada con el hecho de utilizar el teléfono. Y se va. Advertencia hecha. Pone una mirada de «allá tú» y sigue fumando su puro con total tranquilidad.
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La segunda de las amenazas es más directa, explícita. Uno de los hombres que estaba sentado enfrente de la finca okupada no duda en levantarse. Grita: «¿Por qué estás haciendo fotos? ¡Deja el móvil!». Cuando se ve convencido de que no hay peligro, se va. Pero las miradas intimidatorias no cesan. Pasear por La Torre es someterse a un control constante. «¿Te has perdido?», preguntan dos habitantes de la zona, en ocasiones diferentes.
No es un lugar que frecuente la gente que no pertenece el barrio. Mucho menos, al que se acudiría para hacer turismo. Un rostro desconocido se convierte en el foco de atención. Y los okupas tampoco tratan de disimular que están vigilando. «No sólo están en esta finca. Hace poco, una chica que vive al lado de mi casa se fue unos días. Saben bien quién entra y quién sale y aprovecharon para okupar su casa», comenta el nativo de la zona.
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Las autoridades están al corriente de la situación. Fuentes policiales afirman que van constantemente a vigilar la zona. Aunque no pueden expulsarles de las viviendas. «Se necesita la denuncia del propietario y en este caso, pertenece a un banco, lo que hace que se enquiste el procedimiento», explica un agente.
Además, en la finca viven familias con hijos menores de edad, que dificulta su expulsión por tratarse de familias vulnerables a las que los servicios sociales deben proporcionarles una alternativa habitacional.
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