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El parque Gulliver, después de una de las remodelaciones que ha vivido en estos años de existencia. jesús signes

Gulliver, el parque donde los niños mandan

Construido hace veintidós años, ni sus autores imaginaban el éxito de una atracción que ha traspasado fronteras y se ha convertido en un reclamo turístico

Miércoles, 8 de junio 2022

Rafa Rivera acude a menudo al parque Gulliver. Antes lo hacía con sus hijos, ahora lo frecuenta con sus nietos. Él mismo se ha deslizado por esos toboganes que forman los brazos, las piernas o el pelo del gran gigante que surgió de la imaginación de Jonathan Swift en unas historias que suponían una crítica despiadada a la Inglaterra del siglo XVIII. Los liliputienses eran unos seres diminutos y malvados, ignorantes y crueles, gobernados por un rey vanidoso en un libro que denunciaba la corrupción política, los vicios y los defectos del ser humano, una realidad tristemente aplicable a cualquier tiempo que vivimos o viviremos. La obra de Swift, como la del arquitecto Rafa Rivera, tuvo un éxito inesperado. Las historias de Gulliver eran para adultos, pero fueron los niños quienes se apropiaron de ella. ¿Cómo no les va a gustar una historia en la que aparecen gigantes, enanos y mundos imaginarios? Quizás porque ellos son mucho más instintivos, lo que les permite entender mucho mejor la realidad a través de las metáforas.

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El arquitecto valenciano, como muchos artistas, ha estado muy conectado, también de adulto, al niño que fue, y sabe perfectamente cómo se divierten los niños. Ahora la neuropsicología infantil tiene muy claro que el juego libre, y no el dirigido, es el que desarrolla la imaginación y les hace conectar neuronas y ser más inteligentes. Rafa Rivera quizás no lo sabía de esa forma tan teórica, pero sí intuía que el parque Gulliver tenía que ser “un lugar donde no hubiera normas, donde los niños se sintieran libres y, por tanto, felices”, explica el arquitecto más de veinte años después de que el gigante Gulliver se instalara por fin en el río.

El proyecto que estuvo a punto de irse a Barcelona

El Gulliver fue inaugurado el 29 de diciembre de 1990. El primer lugar en el que se iba a instalar era la calle Doctor Lluch, y sus dimensiones eran mucho más pequeñas. El proyecto se guardó en un cajón e incluso estuvo a punto de construirse en Barcelona, que buscaba actuaciones emblemáticas para las Olimpiadas del 92. Fue un conseller, Andrés García Reche, quien se dio cuenta de la importancia de retener el Gulliver para Valencia, y reactivó, ahora sí, en el cauce, el proyecto, con Rafael Rivera como arquitecto, Manolo Martín como escultor y Sento Llobell de ilustrador. Por el camino se sumaron más talleres falleros, que colaboraron entusiasmados por esa posibilidad de diversificar un negocio que ha dependido demasiado de las fiestas falleras. Finalmente, el cuerpo del gigante se inauguró con una longitud de 67 metros de largo y 8,86 de altura, e inmediatamente fue un éxito. Costó 220 millones de pesetas de la época.

Estos meses el parque está de obras y la zona vallada hasta que abra por fin sus puertas de nuevo. El Ayuntamiento quiere que sea este mismo mes, y así para verano que vuelva a llenarse de niños, en unas instalaciones mucho mejores y un muñeco remodelado. Manolo Martín todavía recuerda cómo su padre se sumó entusiasmado al proyecto de Rafa Rivera, porque él siempre fue así, alguien inquieto que pensaba que había mucho que explorar más allá de los monumentos falleros. A Manolo le hubiera gustado que, después de tantos años, la restauración hubiera sido mucho más profunda. ¿Sabías que al muñeco gigante se podía entrar, y en un ejercicio de imaginación, convertirse en gigantes en el mundo de Brobdingnag? Las inundaciones de aquel noviembre de 2007 que dañaron el Palau de les Arts también hicieron lo propio con el muñeco gigante. Pero así como el templo de la ópera se reparó enseguida, se olvidó que al Gulliver se podía entrar. Daba lo mismo. Su éxito sobrepasó las fronteras de la ciudad, también de la Comunitat Valenciana, y el parque es ahora un reclamo turístico de primer orden. “Eso no lo vi venir”, bromea Rafa Rivera.

La rentabilidad social del parque ha sido descomunal. “Ha amortizado lo que costó mil veces”, asegura el arquitecto, que disfruta viendo cómo los niños son los que en el Gulliver les dicen a sus padres lo que tienen que hacer, porque en realidad son los adultos los que se han adentrado en su mundo. En ese sentido, el arquitecto, que ha sido profesor de Urbanismo en la Escuela de Arquitectura durante muchos años, les decía a sus alumnos que debería de haber una asignatura de cómo hacer feliz a la gente. Y no sólo en Arquitectura, también en Derecho, en ADE… “La gente en el Gulliver siempre está sonriendo, y ojalá poder extrapolarlo a todas las disciplinas…”.

¿Siente que el parque es un poco suyo? “No, ya no es mío, es de todos los valencianos que en algún momento lo han podido disfrutar. Es de la ciudad”. Es, además, democrático, porque al contrario que los parques de atracciones, aquí no se paga por entrar. Como el resto del cauce del río, se convierte en un valor añadido.

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Hay que agradecerle muchas cosas a Rafa Rivera. Primero, que un día se inspirara en la ‘muntanyeta de Viveros’ donde él jugaba de pequeño, o en las referencias que tenía de los jardines de Bomarzo, en Italia, donde te puedes esconder en la boca de una diosa para imaginar el parque. Segundo, el hecho de que siempre se negó a replicar el Gulliver, a pesar de que ha tenido numerosas ofertas para hacerlo. Y por ese motivo ha quedado como un lugar único. El ilustrador Sento Llobell, que se encargó de dibujar cómo sería el gigante, siempre ha bromeado con que no todo el mundo tiene una obra en Google Maps. Ahí está, visto desde satélite, el gigante atrapado por el que los liliputienses pueden pasearse.

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