El jardín de Brown, guardián de Velluters
Historias urbanas ·
Una mañana en compañía de un peculiar vecino del barrio: nacido en Ghana, cuida por su cuenta el improvisado oasis que plantó hace veinte añosHistorias urbanas ·
Una mañana en compañía de un peculiar vecino del barrio: nacido en Ghana, cuida por su cuenta el improvisado oasis que plantó hace veinte añosLos días comienzan para Akwei Brown a las siete y media de la mañana y transcurren en una breve cuadrícula de Valencia: una esquina de Velluters donde tiene su hogar (una destartalada finca donde sin embargo brillan sus primorosos tiestos asomados al callejón de Sant ... Antoni), su puesto de trabajo (el parking que custodia en la esquina de Beata y Vinatea) y su pasatiempo, su hermoso pasatiempo que dignifica al barrio y al conjunto de la clase humana: su jardín. También se aloja por aquí el bar donde le regalan la ración de té que le ayuda a carburar cuando amanece y aquí habita la solidaridad del vecindario con quien comparte su vida: la jefa de la asociación de vecinos, Trini, vive al lado y le echa una mano siempre que puede, como observa Brown en su rudimentario español. Aunque se le entiende todo: a su manera, es un mago de las palabras que dejará durante esta jornada al periodista un puñado de frases con pinta de titular, mientras acata dócil las órdenes el fotógrafo («Hay que ser obediente», acepta), enfila hacia su guarida con parsimoniosos pasos a cámara lenta y de reojo echa un último vistazo a ese delicado parterre cultivado con mimo por sus manos desde hace unos cuantos años.
Publicidad
Cuando llegó, sólo había un puñado de tierra; hoy florecen el níspero, el aguacate y alguna palmera. Como metáfora de Valencia, de Velluters y de su asombrosa vida, inigualable. Caminando de un polo a otro polo donde gravitan sus días, del aparcamiento que custodia hace una veintena de años hasta ese recoleto jardín donde deposita sus horas de esparcimiento y encuentra la clase de paz que merece alguien que frisa los 72 años, Brown relata algunos detalles de su biografía con una desconcertante naturalidad: la propia de quien desde la cuna sabe que ha aterrizado en un valle de lágrimas. Salió muy joven de su Ghana natal y probó suerte, como tantos desheredados de la fortuna, en esta esquina del mundo en teoría civilizado. Vivió en Barcelona, se enroló en un petrolero para viajar por el globo, volvió sobre sus pasos para recoger fruta como temporero en Lérida y acabó encallando en este solar de Velluters, uno de tantos que afea un barrio que aspira a un destino mejor.
Noticia Relacionada
«Mucho frío», alega para justificar que desertara de los frutales y regresara a Valencia para ocuparse de menesteres con mucha prosa y escasa poesía. Trabajó en Valencia largo tiempo en un desguace a las órdenes de un empresario ya fallecido a quien recuerda con cariño y desde entonces, treinta años después, ejerce como improvisado vigilante de este improvisado aparcamiento donde opera sobre todo como vigía. Una estupenda atalaya para ofrecer con precisión quirúrgica su impresión sobre Velluters: «Está muy mal». ¿Peor que antes? ¿Mejor? «La cosa ha cambiado algo pero hay que ir con mucho ojo. Siempre hay gente haciendo el tonto».
Lo dice mientras hilvana los retales de su formidable trayectoria y sin dejar de atender su particular negocio: custodio de este estacionamiento asilvestrado donde dejan su coche los habituales del centro de Valencia a cambio de la voluntad, asegura que su presencia ejerce un poder disuasorio a la peligrosa fauna que acampa por los alrededores. Y lo corroboran un par de clientes que vienen de aparcar para hacer las compras prenavideñas del sábado en el vecino Mercado Central, que mantienen con Brown una relación de confianza extrema. «Yo incluso le dejo alguna vez las llaves del coche por si lo tiene que mover», señala uno de estos parroquianos. Lo habitual es que por su desempeño Brown se lleve de comisión un par de euros por vehículo, aunque reconoce que entre su clientela prima la diversidad, como en el universo mundo. A saber, desde el tacaño que se marcha sin echar mano al bolsillo hasta el rumboso que paga su parte y de la del sector rácano. En total, calcula que se lleva de media unos 40 euros por día a cambio de un trabajo muy esclavo. «Aquí no hay horarios», advierte mientras cierra la verja con un manojo de llaves donde habitan una treintena de ellas y acompaña a las visitas a pasear junto a su improvisado jardín.
Publicidad
Nadie diría lo de improvisado. El buen gobierno de Brown sobre este acogedor parterre pudiera firmarlo cualquier paisajista de postín con la particularidad de que al Ayuntamiento le sale gratis. Él se ocupa de todo, desde que hace un par de décadas decidió que este montón de tierra, en un rincón de la calle Sant Antoni muy cerquita de la avenida del Oeste, merecía mejor suerte. Sus manos se ocupan del resto. Sus manos y su buen ojo para la jardinería: compra por su cuenta las semillas, las planta, cuida el desarrollo del breve arbolado, lo poda cuando es menester y se encarga también de que crezcan las ramas de cada ejemplar en convivencia con sus hermanos.
«Eso de ahí es un aguacate», señala. Y luego se acerca hacia su posesión más querida: un limonero. No cualquier limonero, ojo: un limonero «macho», como especifica, mientras detalla sus trucos para garantizar un crecimiento proporcionado, que mantenga la identidad de cada árbol pero que se integre en el conjunto de modo armonioso. Mientras arranca alguna hoja que afea el jardincillo y señala los restos de deposiciones de todo signo que también estropean la imagen de su creación, apunta hacia un balcón cercano, donde vive su amiga Trini, a quien obsequia para que adorne la terraza con las plantas más valoradas por el gamberrismo valenciano: «Prefiero regalarlas a que me las roben».
Publicidad
Ahí reside su principal queja: el vandalismo endémico del centro de la ciudad, pariente de otras dos enfermedades muy extendidas, la suciedad y la inseguridad. Contra ellas seguirá clamando Brown de regreso a su oficina, esa inhóspita parcela donde convive con otra fauna también muy peligrosa: las ratas, que llama de cantería. Otras ratas, las llamadas ratas del aire, sobrevuelan el solar: son un puñado de palomas que han anidado en el edificio que hace frontera norte, en una de cuyas medianas hay pintado su nombre y su número de teléfono. Al lado, los restos de la vieja muralla árabe, merecedores de un cuidado superior. Y por el solar, desperdigados, los restos de ese naufragio llamado Velluters: un balón de baloncesto pinchado, algún adoquín, un racimo de bidones de plástico, palomas y más palomas. El dueño del solar, para quien reserva palabras de agradecimiento, le permite ejercer de vigilante de estacionamiento mientras encuentra comprador. Un cartel añejo confirma en un tramo del vallado que la parcela en efecto se vende: le deseamos mucha suerte.
Avanza la mañana hacia el mediodía y Brown vuelve a abrir su aparcamiento, no sin maravillarse ante la magia que distingue a una rara especie que anida en su jardín: jazmines azules. Dice que son raros de ver y que por eso se los roban con mayor frecuencia. Asegura también que los prefiere a los blancos, más comunes, porque solo huelen de noche, un delicioso perfume según asegura. Embutido en su chambergo confeccionado en otra glaciación y en sus pantalones de camuflaje que no necesita porque los valencianos de su condición tienden a ser invisibles para el común de los mortales, lanza alguna bocanada al aire del pitillo que se consume en sus labios («No es hachís, es Golden Virginia», avisa) y exhibe con orgullo su carné de identidad. «Soy español», se ríe. Luego repasa las vicisitudes de su familia (tiene un hijo en Torrent y otro en Tarragona) y lanza alguna astuta observación. «La gente mala no me interesa», afirma. Se vuelve a reír jugueteando con el visor de la cámara del fotógrafo («Lo que ha salido es lo que soy, no voy a cambiar») y regala de nuevo alguna de esas frases con aire de sentencia: «La vida hay que vivirla buscando las cosas buenas».
Publicidad
¿Por ejemplo? Por ejemplo, su jardín, hacia donde vuelve la mirada. El jardín que también se ocupa de regar, aunque con alguna ayuda municipal: «Los del Ayuntamiento me echan una mano cuando pasan con la cisterna». El jardín en cuya gestión ha ido avanzando como todo en la vida: en modo autodidacta: «Sabía algo pero luego he ido aprendido». El jardín que abona mediante el ingenio propio de su condición furtiva: «Cuando pasa la policía a caballo, les pido que me dejen su mierda». De propina, lección de botánica: «La palmera está sangrando, la tengo que arreglar». Y Akwei Brown, guardián de Velluters, se queda ensimismado auscultando su planta y se encoge de hombros mientras dice adiós: «Cuando me aburro, vengo con mis plantas. Así hago algo en vez de mezclarme con la gentuza».
Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Te puede interesar
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.