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Varias personas del asentamiento, en torno a una mesa este miércoles. DAMIÁN TORRES
La penúltima nueva vida de María y Daniel en el asentamiento de San Marcelino

La penúltima nueva vida de María y Daniel en el asentamiento de San Marcelino

Las personas que vivían en el poblado que ardió el mes pasado han vuelto al solar mientras exigen que se investiguen las causas del incendio

Jueves, 1 de febrero 2024, 01:42

La ciudad se ha acabado unos pocos metros atrás, desparramada sobre las aceras y el semáforo de la rotonda entre San Vicente Mártir y la CV-400. Más allá de la calle Alquería de Benimasot no hay nada. Salvo vida. Ahí, donde en teoría no hay nada, hay de todo. Hay un plato de metal con cacahuetes, hay furgonetas donde duermen niños, hay una sudadera de Consum. Hay un armario lleno de pasta y leche desnatada, hay unos globos encima de una tienda de campaña, hay tres niños que corretean seguidos de su madre. O su tía. O su abuela. Porque donde no hay vida, ni ciudad, las etiquetas desaparecen.

Aquí un grupo de 55 personas ha tenido que reconstruir su vida desde cero. Otra vez. Lo hicieron cuando vinieron de Rumanía y lo han tenido que hacer ahora, después de ver, hace quince días, cómo lenguas de fuego saltaban sobre sus casas y les echaban de ellas. Casas, por supuesto, por decir algo. Para ustedes, o para mí, llamar a cuatro paredes de chapa 'casa' en, en el mejor de los casos, una exageración. Pero para esa mujer que te cuenta, enfadada, que en el incendio perdió «hasta las zapatillas» mientras se señala las zapatillas de estar por casa con las que camina por un solar lleno de malas hierbas, aquello era su casa.

Son quienes huyeron y ahora, ante la falta de alternativas, han vuelto. Porque no se engañen: no tuvieron que desbrozar el solar, ni duermen con sus niños en tiendas de campaña, por voluntad propia. «Nos gustaría irnos de aquí, pero nadie nos ofrece ningún alquiler. No podemos pagar 1.300 euros», dice Daniel, con un español más que correcto. La inmensa mayoría de quienes viven en este asentamiento trabajan. De hecho, en esta nublada mañana de miércoles (como el cielo se abra, dormir en esas tiendas de campaña va a ser una tortura), en el asentamiento no hay más de 12 personas. «El resto están todas trabajando, en la obra o recogiendo chatarra», cuentan.

Una de ellas, una mujer vestida con chándal, explica que su hermano trabaja en una empresa de recogida de chatarra. «El jefe se ha ofrecido a ayudarle a buscar un piso pero ha visto que no le ofrecen nada, y menos lo que podemos pagar», cuenta. Una de estas mujeres se llama Maria. Sin acento, porque es un rumano. Maria Tarano. No dice la edad, pero cobra una pensión y tiene la frente surcada de arrugas como cicatrices y grietas y vetas. Es ella la que se encarga de la comida. Tiene la cocina muy bien organizada, y la muestra entre orgullosa y enfadada.

«Mira, aquí tengo el agua, y aquí la pasta, y aquí... mira», dice, y abre un diminuto armario. «Esto lo hemos levantado en tres días», explica mientras señala a su alrededor. Son tres paredes tras las que esconde una diminuta cocina con dos fuegos. En sus frases con los verbos mal conjugados subyace una pátina de enfado, casi de vergüenza por tener que vivir en esas condiciones. Y, por supuesto, por haber tenido que reinventar su vida por enésima vez.

En el olvido

Porque aquí, lejos de todo y de todos, donde el castellano se habla con acento rumano, las malas hierbas crecen por doquier y un gato juguetea entre las ramas de los árboles, se sienten olvidados. Parece complicado decirles que no cuando te agradecen que vayas a visitarles y cuando, cabreados, te dicen que nadie del Ayuntamiento ha ido. «Antes venían las chicas de Alana, pero ahora...», lamenta Daniel.

Esa falta de atención alimenta teorías que en el grupo son dogma. Como la que dice que el incendio fue provocado. «No fue como si se quemara un sofá», cuenta Maria. Otra de sus conciudadanas explica que una compañera fue a visitarla a su casa, con los niños, que se quedaron jugando fuera, y que entonces no había fuego. «Diez minutos después, salí a ver a mis hijos y había una lengua de fuego de aquí a ahí», dice mientras señala una distancia de unos cinco metros.

«Los de la obra nos dijeron que nos íbamos por las buenas o por las malas», aseguran. Se refiere a los operarios de Adif que están trabajando en la zona en las obras de ampliación del túnel de alta velocidad que pasa justo junto al poblado chabolista. Ellos niegan la acusación. Las personas que viven en este asentamiento aseguran que tenían la luz contratada de forma legal gracias a la cesión de un vecino y descartan un cortocircuito. Además, se preguntan por qué el incendio rebrotó tres veces días después. Cuando se les explica que eso ocurre a veces con los incendios, porque el fuego queda latente, fruncen el ceño: «Bueno, bueno...».

Aquí, dicen, no viene nadie. Nadie del Ayuntamiento, nadie de Alana. Ni la Policía Local, aunque lo agradecen. «Cuando viene la Policía Local te hablan mal», dice Maria. Quien sí vienen son las redes que se tejen de formas misteriosas, como ese jefe del hermano de una de las mujeres que intentó ayudar a la familia de su trabajador a encontrar domicilio, o Sara, una joven española de ascendencia china que les entrega todas las semanas lo que puede. En el barrio son conocidos y aseguran que no generan problemas. Tanto es así que la comunidad china, los chinos, como ellos dicen, sin ápice de racismo, les ayuda de forma habitual. «Antes nos daban poquito, lo que podían: un saquito de pasta, un brick de leche... pero ahora, tras el incendio, se han volcado. No sé si sólo ayudan los chinos o es todo el barrio, pero nos han traído muchas cosas», cuenta Maria. Y el chófer del Higienebús, que es «buenísima persona», explica Daniel. Enseña la foto del whatsapp de este hombre, un conductor de la EMT que en su tiempo libre lleva el vehículo en el que estas personas se duchan, se cortan el pelo o se afeitan. Cuando le digo que no lo conozco, Daniel se decepciona. «Buenísima persona. La mejor», dice. No es mala definición de alguien.

Pero, ¿y el Ayuntamiento? «No, no. No viene nadie», dicen. Desde el Consistorio difieren. La misma concejala, Marta Torrado, acudió la semana de antes del incendio. Ella pudo ver el interior de las casas donde viven las familias, con alfombras o televisiones. Daniel lo confirma. Maria dice que llevaba 13 años viviendo ahí. Y Daniel lo confirma porque dice que días después del incendio, tres personas accedieron al poblado y se lo llevaron todo ante la pasividad policial. «Tenían hasta las llaves», critica.

Nos despedimos. Les decimos que van a salir en LAS PROVINCIAS. «Ah, muy bueno ese», dice Daniel, y su rostro se ilumina con una sonrisa como golpe de timón que cambia el rumbo de una cara triste hasta el momento. «Contadlo todo bien, por favor», pide. Lo hemos intentado. «Que sirva para algo», desea Maria, con la intención de que no tengan que reinventarse una vida de entre los escombros por penúltima vez.

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