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«En serio, tías. Ayudadme a buscar la bola del piercing», dice una chica preocupada. Sus amigas beben en un banco de la plaza Honduras mientras le alumbran con la linterna sin muchas ganas. Son las 12 de la noche y el alcohol ya les ha pasado factura. Son jóvenes. Insultantemente jóvenes. Estudiantes universitarias que celebran el inicio de curso. Eufóricas. «Estoy súper a favor del botellón. Yo paso de pagar 13 euros por una copa que soy estudiante, no millonaria», dice una de ellas haciendo aspavientos con los brazos.
Después, su mirada se vuelve seria: «Eso sí, que la gente recoja su basura». Sus amigas la miran con recelo. La chica ríe. «Vale, yo a veces tampoco la recojo». El botellón es ya sinónimo de fiesta y juventud. Los chavales, con la cartera vacía y llenos de ganas de comerse el mundo, apuran en botellas de refresco los combinados. Aunque saben que dentro de poco se les acaba el chollo. A partir de este viernes el Ayuntamiento de Valencia tiene preparado llevar a cabo un refuerzo policial para acabar con las fiestas ilegales. Baldeos de calles incluidas. Pero acabar con un acto social tan arraigado es complicado. «Los echas de un sitio y se reproducen como una plaga», se escucha decir a un agente de Policía.
«Hay mucha gente que sale a marear pero nosotras no. Si eso robamos alguna valla de obras o lo que nos encontremos por la calle. Pero es sin maldad, eh», dicen las chicas entre risas. Acaban de cumplir los 20 y ya están llenas de «batallitas». La pandilla es de un pueblo de cerca de Valencia. «Ahí se lía más», dicen. Y tanto que la lían. Una de ellas se levanta el camal del pantalón. Debajo de la rodilla tiene una cicatriz reciente. «Me caí en una acequia y me pusieron cuatro puntos», cuenta riéndose.
La chica de la Ribera enseña vídeos subiéndose a hombros de un amigo suyo robando las flores de un cuadro de la Mare de Déu. No fue la única de sus adquisiciones tras una noche de borrachera. La joven simula con las manos ondear una bandera. «Nos llevamos la bandera de España del Ayuntamiento». Y sus amigas rompen a reír. Tras contar cada una de sus hazañas repite la frase: «Es sin maldad». Y lo dice de verdad. Canalladas inocentes fruto del subidón tras una buena fiesta. Recuerdos que atesorar cuando el cuerpo no aguante pasar siete horas de fiesta.
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«Tías, ¡he encontrado la bola del piercing!», exclama la primera joven escarbando debajo del banco. Luego, victoriosa, se lo vuelve a colocar en la nariz. La noche empieza pronto en la ciudad aunque en plaza Honduras prefieren sentarse en los bares que hacer botellón en los bancos. Sólo otro grupo de chicos está en la plaza. No hay demasiado movimiento. Todavía es pronto. Aún se mantienen en pie.
Es una noche importante para los chavales. La primera fiesta de vuelta a la universidad tras un verano sin verse con la mayoría de compañeros. Son las 2 de la mañana y el ambiente empieza a caldearse en el paseo marítimo. «¿Tienes hielos? ¡Te pago!» le dice un chico a un desconocido. «¡No hombre, no! ¡Toma!», dice mientras mete la mano en la bolsa que empieza a chorrear. Cualquier excusa es buena para crear amistades eternas que duran hasta que el sol se pone. Un universitario se acerca, curioso al ver la cámara fotográfica. «Me llamo Óscar». Sentado en el banco del paseo, otro chico grita: «¡Ey, yo también!» Y se abrazan dándose una palmadita en la espalda. Como si se conocieran de toda la vida.
Los grupos de chavales se mezclan entre sí. Todavía no han entrado a la discoteca. Esperan a llegar a un punto de embriaguez que les permita no gastarse todo el dinero que les han dado sus padres en dos copas. Dos amigas llegan al botellón a las 2:20. Cada una sujeta el asa de una bolsa de plástico. Las botellas, tintineantes, desvelan su interior. Y no tardan en incorporarse a la fiesta.
El ambiente en la playa de la Malvarrosa es tranquilo. Los chavales, que desconocen lo que es cargar a cuestas con un radiocasete, ponen música desde sus móviles. «Baby hellooooo. Es por la historia que subiste a tu 'clooose'», canta un grupo de colegas, desentonando la nueva canción del productor de música de moda Bizarrap y el cantante Rauw Alejandro. Pero las predicciones meteorológicas que indicaban que el cielo estaría despejado hasta primera hora de la mañana fallan y sobre las 2:40 comienza la lluvia. Y los universitarios se apresuran a la puerta de la discoteca con sus vasos en mano. Sin renunciar a pegar otro trago a sus bebidas aunque eso implique mojarse un poco.
La fiesta no se acaba. 20 minutos después el cielo da una tregua a los jóvenes que sólo quieren pasar un buen rato y deja de llover. Rumbo hacia la calle San Vicente Mártir. Ya son las 3 de la mañana pasadas y el alcohol comienza a hacer estragos. Una chica que muy probablemente acabe de cumplir la mayoría de edad está tumbada en la acera de enfrente de la discoteca. Su amiga le abanica con la mano. Al ver la escena, dos jóvenes se apresuran a preguntar si necesitan ayuda pero la chica les dice que está todo «controlado». Por lo que comentan, le ha dado un amarillo (que se ha pasado con los porros, vamos). Las desconocidas no están muy seguras de irse sin llamar a una ambulancia pero la amiga dice: «No os preocupéis. Estudio odontología. Sé lo que me hago». Y las chicas se van ya tranquilas, como si lo que necesitara la joven convaleciente fuera que le arreglaran la sonrisa y no que le viera un médico.
Porque el botellón no sólo implica beber hasta desfallecer si no también intentar desesperadamente que los padres no lo descubran. «Tía no te preocupes que le he dicho a mi hermano que deje abierta la puerta de fuera para no hacer ruido», le dice una veinteañera a su compañera que no se mantiene en pie. Esperemos que no entraran a robarle por evitarse una reprimenda. En las aceras de la calle San Vicente Mártir se amontonan más chavales que los que hay en el interior del local. La mayoría camina haciendo eses. En un instante, dos chicos comienzan a empujarse mientras sus amigos se esfuerzan por separarles. «¡Dímelo a la cara, eh!», chilla uno de ellos mientras saca pecho. Pero el resto de fiesteros consiguen que cada uno se vaya por su camino sin llegar a las manos.
Al lado de la discoteca hay un puesto de comida rápida abierto toda la noche y la cola llega hasta fuera del local. Cansados y hambrientos, los chicos comen trozos de pizza como si se encontraran en estado de inanición. «A las 10.30 estamos en clase dándolo todo. Como me falles me muero», le dice una universitaria a su compañera mientras devoran su porción de pepperoni. Y ambas asienten convencidas de que al día siguiente estudiarán. Una promesa muy difícil de cumplir. Ya son las 4:30 y les quedan pocas horas de sueño. Pero quién sabe si irán.
A medida que las horas pasan, a los jóvenes que se sentaban en corro en la acera poco les importa su seguridad. Unas adolescentes que no habrán cumplido todavía los 18 se tumban con las piernas en la carretera. En ese momento, pasa un coche. Ellas se apartan durante el segundo que el vehículo circula por su lado y luego vuelven a tumbarse. Despreocupadas.
Se hacen las 5 y acudimos a la Creu Coberta. La zona por excelencia de Valencia donde se condensan los altercados. Nada más llegar, un coche nos adelanta por la derecha a toda velocidad. Dentro del vehículo, dos chicos hacen señas para que bajemos las ventanillas. Negativo. Pero a los segundos, uno de las patrullas de la Policía Local se detienen a nuestro lado y preguntan si sabemos en qué dirección se ha dirigido el vehículo gris. «Todo recto». Y consiguen atraparlos.
Nada grave. Unos chiquillos que decidieron hacerse los graciosos derrapando y conduciendo de manera temeraria delante de la Policía. Pero los agentes están preparados para impedir que ocurran altercados. Un fuerte dispositivo policial se condensa a la salida de la Creu Coberta. Pendientes de que ningún fiestero pasado de copas coja el coche y genere algún tipo de accidente.
Los minutos transcurren, y los jóvenes parecen resistirse a irse a sus casas. Los alrededores de la discoteca están repletos de gente. Dos adolescentes, ajenos a todo, se besan en mitad de la rotonda. Una escena que podría parecer romántica sin tener en cuenta que a su alrededor hay personas vomitando, caminando a duras penas y la calle está llena de suciedad fruto del botellón previo a entrar al local de ocio.
Casi son las 6 y ya deciden que es momento de ir a casa (o a seguir la fiesta en otro lugar). Dos mujeres que ya rozarán los 30 (o lo aparentan, nunca se sabe) dan pasos aletargados en busca de un taxi.
«Tía, ve más despacio. Los tacones me están matando», dice una de llevas que lleva unas botas kilométricas. A pesar de llevar tantas horas de fiesta hay a algunos que no se les van las ganas de faltar el respeto. Los mismos individuos del vehículo gris que intentaron chulearse delante de la Policía gritan «guarras» a un grupo de chicas que pasan por delante de ellos una vez que los agentes les dejaron irse. Ellas apresuran su paso, ignorándolos. Por algo siempre se ha dicho que los monstruos salen de noche.
Los jóvenes deciden levantarse por fin e irse de la Creu Coberta. Algunos todavía mantienen la euforia de la noche y otros parecen derrotados. Casi son las 7 de la mañana, lo que significa que las realidades se entremezclan. Los chavales que vuelven de fiesta se cruzan con los más madrugadores. Mientras algunos hacen cola en los bares abiertos 24 horas para desayunar, un hombre sale a correr por en medio de la carretera. Aprovechando el poco tráfico del centro de la ciudad. Pero pronto se da cuenta de que quizá no era tan buena idea y mucho menos llevando auriculares de música y se sube a la acera.
Pocas son las almas que vagan por Valencia tan temprano. Un chico de la misma edad que los fiesteros también parece irse a casa, pero de trabajar. El joven lleva el uniforme de barrendero y la expresión de haber pasado una noche dura. La ciudad comienza a recuperar su luz, pero no para todos los valencianos amanece igual.
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