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IVÁN ARLANDIS

«Si no trabajo no puedo criar a mi hija»

En la vieja Fe hay más de doscientos ucranianos que día a día luchan por encontrar un empleo y reconstruir sus vidas: «No tenemos amigos ni nada que hacer»

BELÉN HERNÁNDEZ

Domingo, 10 de julio 2022, 00:31

Alina aprovecha mientras su hija está en la escuela de verano para ir a comprar los materiales necesarios para confeccionarle un bolso a la pequeña. ... Hacen más de treinta grados, pero a la mujer no parece importarle. Enseña sonriente en su móvil pequeñas carteras rosas con motivos infantiles: «Quería hacerle algo así». Su rostro se ilumina. Ni las lentes oscuras de sus gafas de sol opacan la ilusión de la madre.

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Lleva tres meses viviendo en la Antigua Escuela de Enfermería junto a su marido y a su niña de cuatro años. «Mi día a día es cuidar de ella y que crezca feliz». Viajaron desde Kiev hasta Valencia para que su hija estuviera a salvo, ajena al sonido de las bombas. Pero cada día le desespera más no poder encontrar un trabajo. «Si no tengo dinero para alquilar un piso no puedo criar en condiciones a mi hija», dice entristecida.

«Al menos estamos a salvo»

Los pocos ahorros que se llevó consigo los destina a que la infancia de su hija se mantenga intacta. Inocente. Alejada de las preocupaciones. «La llevo a clases de baile y se puso muy contenta». Alina, nombre ficticio para preservar la intimidad de la mujer, sonríe y hace un 'bailecito' mientras lo cuenta. No tiene un rumbo fijo al que aferrarse pero «al menos estamos a salvo».

Ella es uno de los más de doscientos refugiados ucranianos que se encuentran varados en la vieja Fe. Sin trabajo ni tampoco un proyecto de futuro a la vista, como este sábado denunció en exclusiva LAS PROVINCIAS. Huyeron de la guerra para salvar sus vidas. Pero ahora carecen de herramientas para reconstruirlas. Su mayor impedimento es que no tienen nociones de español. Hace una semana comenzaron a recibir clases. Alina se anticipó tras ver que su estancia se alargaría: «Empecé a estudiar español de manera 'online'». Pero todavía no lo habla. Chapurrea palabras sueltas que no son capaces de encadenarse en oraciones completas. Se comunica en un inglés fluido, pero necesita conocer la lengua autóctona para desenvolverse en la ciudad. «Sólo tenemos dos horas de clase de español a la semana», confirma.

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Vivir en Valencia, ¿utopía?

«Quiero quedarme aquí. No voy a volver a Ucrania. Pero tengo que encontrar un trabajo porque aquí no tengo un sitio propio para vivir». La madre persigue que su pequeña de cuatro años crezca en un ambiente estable, vaya al colegio y empiece a hacer amigos. Su deseo es que crezca como lo haría cualquier niña de su edad. Que ser refugiada de guerra no condicione su futuro.

«No sabemos cuándo acabará el conflicto pero nos gustaría crear una nueva vida en Valencia». No le preocupa en exceso que la antigua Escuela de Enfermería donde se alberga en una habitación con su hija y su marido cierre sus puertas en septiembre. «¿Dónde voy a ir? Espero que a mi propia vivienda porque lo que quiero es ganarme la vida».

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Vladimir y Diana, de 23 y 21 años, ven lejano encontrar trabajo. «Si no hablamos español, ¿en qué vamos a trabajar», comenta el chico. A él, el estallido de la guerra le pilló cuando estaba en Valencia de vacaciones con su familia. «Menos mal, porque si hubiera estado en mi casa en Kiev no me hubieran dejado abandonar el país y hubiera tenido que combatir».

Su novia Diana sí estaba en Ucrania cuando los bombardeos comenzaron a retumbar los edificios y cada vez más ciudades iban sucumbiendo al ejército ruso. «Cogí un autobús de Cruz Roja hasta la ciudad. Fue un viaje muy duro. Tardamos más de una semana en llegar».

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«Ya lo llamábamos 'casa'»

A los jóvenes les costó mucho integrarse cuando llegaron a la vieja Escuela de Enfermería del hospital la Fe. «Me sentía muy incómodo de vivir con tanta gente desconocida. No estaba nada a gusto aquí», dice Vladimir. Al preguntarle por su nombre, contesta: «como el presidente Zelensky».

Él y su novia comparten una habitación particular. Los padres del joven, que están separados, están en otras estancias de capacidad para tres personas. «En la primera planta conviven hasta diez personas que no son familia» y sólo de pensarlo, Diana frunce el ceño y se abraza el cuerpo con sus manos. «Yo también me sentía muy incómoda de vivir aquí pero ahora está bien. No sabemos qué haremos cuando nos echen de nuestra casa». Se detiene un segundo, ojiplática por lo que acaba de decir. «¡Es que ya lo llamábamos casa!», exclama con resignación.

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Lo único que les han explicado es que en septiembre los reubicarán a otro centro que los pueda acoger. El centro alojamiento temporal que gestiona Cruz Roja para la Conselleria de Justicia e Interior ha recibido más personas de las que esperaban, como confirmó la entidad a este periódico. La vieja Fe iba a darles cobijo durante unos días. Van tres meses. El siguiente paso es que el Ministerio Inclusión, Migraciones y Seguridad Social mueva ficha para incluir a estas personas en el Sistema de Protección Internacional y consigan un hogar permanente. Por ahora, Diana tiene miedo por no saber qué será de ella en los dos próximos meses.

«Aquí no tenemos nada»

Lo único que les queda a Vladimir y a Diana son el uno al otro. «La vida aquí no tiene nada que ver con la que teníamos en Ucrania. Tenía trabajo, salía con mis amigos. En Valencia no tengo nada que hacer».

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El veinteañero sigue con sus estudios de administración a distancia. No tira la toalla. Ella tampoco. «Necesitamos hacer más que salir a pasear a la playa».

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