M. GUADALAJARA
Sábado, 15 de mayo 2021, 00:28
A las diez de la noche, ya a oscuras, la ciudad estaba como antes, habitada; sorprendía incluso el trasiego en las calles, el ambiente en las terrazas y ese murmullo de una noche de viernes. Hace una semana que esas mismas calles estaban desiertas, apenas había tráfico y las luces de la policía destacaban sobre todo lo demás.
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«Volvías a casa siempre con prisas, estabas con amigos, mirando el reloj y pensando en que no te ha dado tiempo a nada, sobre todo los viernes, que salía de trabajar y tenía una horita para estar con ellos», comentó Cristina bajo la mirada atenta de sus amigos, sentados en una terraza en el barrio de Cánovas.
Los camareros no daban a basto. Entraban y salían del local sosteniendo las bandejas con una mano, en perfecta coreografía, casi bailando en una función a la que por fin podía asistir el público, así empezaba la del viernes. «Es increíble, hacía tiempo que no llevábamos este ritmo, por fin podemos servir cenas como Dios manda, desde luego se agradece», comentó uno de los empleados más jóvenes.
En el antiguo cauce, la gente cruzaba en ambas direcciones el puente de Aragón. En la esquina con Jacinto Benavente se apreciaba esa tranquilidad de la que hablaba Cristina, la de no tener que volver corriendo a casa. «Hemos picado algo en un bar antes y ahora hemos cambiado de sitio para tomar algo, aún nos queda un rato y luego pues igual seguimos en casa», decía Rodrigo que estaba con otros cuatro amigos tomando cervezas.
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«No se dan cuenta de que esto si no lo haces en la terraza de un bar al final lo acabas haciendo en casa o en apartamentos que te invita la gente a hacer copas y amigos de amigos, al final siempre tienes algún sitio donde seguir», se justificaba Pablo, otro de la misma mesa. Coincidían en que aún se podría haber alargado el toque de queda hasta la una o las dos de la madrugada.
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La temperatura suave recordaba a cualquier noche de verano. A las once en las mesas del paseo de la Alameda aún tenían platos de comida por terminar. Un par de camareros comentaban: «Es que esto no tiene nada que ver, hemos hecho el doble de trabajo que en todo este tiempo cerrando a las seis».
Un grupo de chicas discutía porque habían pedido mucha comida, cuando ya pasaban de las once de la noche se planteaban pasar del postre directamente a las copas. «Hacía tanto tiempo que no salíamos a cenar que mira, nos hemos emocionado», decía entre risas una de ellas, Paula. Belén, añadía: «Y ahora toca unas copas, que nos da tiempo antes de que cierren». Al oirles la camarera les informó de que a las once y media cerraban. «Os quedan veinte minutos, yo os las saco si queréis, pero después os las tendréis que llevar en un vaso de plástico chicas», les advirtió.
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Si la ciudad había recuperado el ambiente nocturno era algo que sólo se podía comprobar en la zona universitaria. En la plaza del Cedro era complicado encontrar una mesa libre. En uno de los pubs el dueño atendía él sólo a los clientes de la terraza. El interior estaba vacío. «Está siendo un respiro, la gente tiene ganas de salir pero la verdad es que el ocio seguimos muy castigados: al final donde cenan es donde se queda tomando copas que encima se las venden más baratas que en los pubs... pero bueno, ahora toca trabajar», decía el dueño de Matryoshka Rock-Café. Allí en la terraza había una mesa grande, nueve amigos de poco más de veinte años que reconocían que «las imágenes de Madrid y Barcelona el otro día daba vergüenza, no me gustaría que eso pasara aquí», decía una de las chicas.
Se juntaban unas mesas con otras y mientras se levantaban para fumar seguían bebiendo y hablando de pie. Después algunos cambiaban de sitio, se ponían en la mesa de al lado o iba a hablar con los que estaban sentados en otra enfrente.
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Las once y media, la hora más peligrosa de la noche. Mientras los bares y pubs recogían mesas y sillas o limpiaban el local, la gente empezó a reunirse en pequeños grupos, se sentaban en bancos, buscaban los parques y con las bebidas en la mano seguían la quedada apurando la media hora hasta el toque de queda. «Estamos de exámenes, así que nos viene genial, a ver si para verano lo alargan», decían unas chicas. Un par de extranjeros, empezaron a preguntarles cosas. «No lleváis mascarilla», les reprochaban ellas a lo que contestaron que en su país no era obligatorio. «Pero aquí sí», les gritaron, no eran los únicos, muchos no la llevaban. Y bebían o fumaban; también pusieron música para poder «disfrutar un poco más de la noche».
Conforme se acercaba la medianoche se empezaron a dispersar, poco a poco iban desapareciendo. En uno de los locales que aún tenía la luz encendida, unas chicas preguntaron si hacían bocadillos. En ese momento pasó una patrulla de la policía.
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A las doce y diez las calles volvieron a vaciarse pero Valencia ya había recuperado la noche.
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