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RUBÉN GARCÍA BASTIDA
Domingo, 22 de mayo 2022, 02:11
A primera vista, el último bebé nacido en Quatretondeta debe calzar unas zapatillas de, al menos, la talla 42. Viste pantalones deportivos y una camiseta negra de AC/DC de manga corta que deja ver un tatuaje de gran tamaño en su brazo derecho. No es el aspecto que uno espera de un niño, pero el último 'niño' de Quatretondeta está a punto de cumplir 17. Lo hará en julio, cuando el pueblo recupere un año más, de forma transitoria, el bullicio que la llegada de los propietarios de viviendas de segunda residencia trae cada verano. El resto del tiempo, la localidad permanece sumida en un letargo dictado por un agujero demográfico que parece no tener fin y que está poniendo en jaque su futuro. Las calles quedan entonces, al igual que se encuentran ahora, casi vacías, el silencio se extiende a través de los adoquines y las cuatro mesas metálicas que el sol hace brillar en la puerta del bar Casa Cañares, el único abierto, se mantienen solícitas como taxis a la espera de pasajeros que no llegan.
No es la única población en esta situación en la Comunitat Valenciana. La natalidad agoniza de forma dramática en decenas de localidades repartidas por varias comarcas. En total, 40 municipios han registrado diez o menos nacimientos entre 2000 y 2020, según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) analizados por este periódico. De ellos, 19 cuentan con menos de tres alumbramientos en el mismo periodo, mientras que tres ni siquiera han tenido natalidad en 20 años: se trata de Famorca, Castell de Cabres y Villamalur, donde hace ya más de 25 años que no se escucha el llanto de un nuevo vecino, que nadie pregunta cuántos meses tiene, ni se oye a un pequeño pronunciar su primera palabra. Así lo refleja la estadística del INE, que no contabiliza nacimiento alguno en estas tres localidades desde al menos 1996, la fecha más antigua a la que se puede llegar rastreando los datos oficiales por municipios. Revisar la veintena de localidades con menos de tres nacimientos desde el año 2000 deja claro dónde se sitúan los principales polos de la despoblación en la Comunitat, con las comarcas de Alto Mijares, en Castellón, con siete municipios en esta situación, y Condado de Cocentaina, en Alicante, con cinco, como dos de las más destacadas.
En estas zonas, las amistades que no se pueden hacer en el pueblo, se hacen siguiendo la carretera. Ferrán, que así se llama el habitante más joven de Quatretondeta, juega como defensa en un equipo de fútbol sala, un deporte que le ha servido para tejer una red de amigos que se extiende por toda la comarca. Solo así o a través de los encuentros en las aulas del colegio público de Benilloba, la población donde estudian todos los menores de la zona, podía estrechar relaciones con otros chicos de su edad. A esta localidad acude aún para cursar 4º de la ESO, en un autobús que recorre las intrincadas carreteras de la zona recogiendo a los menores de cada pueblo. Congregarlos en un único lugar es la única manera de dar forma a clases completas.
Ferrán ha crecido correteando entre una veintena de calles donde los únicos niños con los que jugar entre semana eran sus hermanos mayores: Andreu y Carles. Pronunciar los nombres de estos tres hermanos resume toda la natalidad de Quatretondeta desde mediados de los años 80. Ningún otro niño ha nacido en casi cuarenta años en este emplazamiento de la comarca alicantina de Condado de Cocentaina, entre las montañas del valle de Seta, un lugar rodeado de paisajes de postal donde la vida no germina y el envejecimiento inexorable de la población secuestra un futuro del que ya nadie espera noticias.
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Así, todo el peso de la renovación demográfica del pueblo ha recaído durante décadas en un único matrimonio: Rolando y Silvia. Los últimos en atreverse a ser padres allí. Antes de la llegada de Ferrán, tuvieron a Andreu en 2002, y a Carles en 1999. Cuando llegó su primer hijo, «ya hacía más de 15 años que no nacía nadie, como pasa ahora», cuenta Rolando.
A principios del siglo XX, esta localidad contaba con cerca de 450 habitantes. La despoblación comenzó en los 50. Desde entonces Quatretondeta ha visto menguar su población en más de un 70%. Caídas similares se han producido en otras localidades de la Comunitat. Solo en las últimas dos décadas cerca de 200 municipios han perdido población, y 17 de ellos han visto desaparecer hasta a un tercio de sus vecinos.
«Tras la posguerra, cuando aquí ya no había medios, muchos se fueron a Barcelona. Aún hay varias familias que están allí», recuerda Rolando.
Fue en 1946, justo antes de que comenzara a menguar la población de Quatretondeta, cuando los abuelos de Rolando abrieron el bar. «Entonces se le decía El Casino, porque era el lugar donde jugar a las cartas y al dominó y beber algo. Nosotros lo convertimos en restaurante», cuenta él.
Cerca de allí, en una calle contigua, Antonio, un vecino de edad avanzada que camina ayudándose de un andador, hace memoria para revivir aquellos tiempos: «Vivíamos en Gorga y tuvimos que venirnos por el trabajo de mi padre. Recuerdo que aquí todas las casas estaban ocupadas. Ni siquiera encontrábamos dónde vivir. Después de un año en que mi padre estuvo aquí solo, pudimos dar con una casita, la más pequeña del pueblo. Había muchas familias y muchos niños. Ahora, mire». Y al mirar solo se ven viviendas cerradas o abandonadas. Recorrer Quatretondeta un día laborable y fuera de los meses de vacaciones es como hacerlo a través de un decorado. Apenas hay actividad. Por eso gritan cuatro mujeres desde el otro lado de la calle: «Sois las primeras personas vivientes que nos encontramos! ¿Sois de aquí?». Trabajan para una empresa que realiza encuestas y van buscando vecinos para que les respondan unas cuestiones sobre despoblación. Merche, una granadina que llegó a la localidad hace 44 años, sale al portal para ver de quién son las voces desconocidas que resuenan en la calle. Merche no quiere contestar ninguna encuesta, pero no le importa, en cambio, explicar cómo llegó al pueblo del que ya nunca ha salido Ella y su marido eran camareros en Benidorm y se mudaron a la localidad debido al traslado de los padres de él. Entonces se dio de bruces con la realidad laboral del municipio. «Me he dedicado a limpiar casas y a personas mayores con mi marido en el paro».
Las encuestadoras se alejan calle arriba, sin nada que echarse a la libreta. En el camino no encontrarán a los vecinos que buscan. Solo columpios vacíos, gatos callejeros y silencio. La estampa es parecida en muchas de las localidades sin natalidad.
«Aquí hay más gatos que personas», exagera Rolando mientras recorre las calles de Quatretondeta. Una fila de felinos vigila una puerta en una imagen que retrata la falta de servicios en el pueblo. «Se forma una vez por semana», dice este vecino. Es el tiempo exacto que tarda en regresar la carne fresca. «El carnicero viene hoy y ellos le esperan para ver si pillan algo», cuenta entre risas. Lo mismo ocurre con otros productos básicos. El pescadero acude dos veces por semana. El panadero pasaba cada dos días hasta hace poco, y el verdulero lo hace los lunes y los viernes. Hay que estar atento, como los gatos, para no perder la oportunidad, porque «llega a las ocho y a las nueve se va».
Villamalur, uno de los pueblos sin nacimientos en 25 años, situado en otro de los focos de la despoblación valenciana, el norte de Castellón, también cuenta con zona infantil con columpios y tobogán, reyes de ningunos niños, descoloridos por el sol y por el tiempo en mitad de un parque vacío. Nadie los cabalga, no hay a su alrededor carreras alocadas ni rodillas peladas por las caídas; no hay tiritas ni balones; ninguna madre grita nunca que es la hora de la merienda. Al menos en los días laborales. Su alcalde, Juan Bautista Gimeno, estima que en el pueblo residen de forma permanente entre 25 y 30 personas. Una cifra que se multiplica los fines de semana y en verano, cuando cobran sentido esos columpios, utilizados por niños que llegan siempre de fuera. Muchos son de padres vinculados al pueblo que han tenido que salir por falta de oportunidades. Así, tanto la población de Villamalur como de los pequeños pueblos de los alrededores, como Torralba del Pinar, ha ido desplazándose a núcleos mayores como Onda, Villarreal, Burriana o Castellón, «donde hay trabajo».
Según el registro oficial, Victoria, que vino al mundo en marzo de 2021, es la última niña nacida en Torralba del Pinar. Pero la realidad es que nació y reside en Villarreal, donde sus padres María Pilar y Víctor se tuvieron que trasladar por motivos laborales y en busca de servicios. «La registramos en el pueblo porque su padre es de allí y sigue empadronado. Vamos los fines de semana y, si hace la comunión, la hará allí», asegura su madre. «Es muy querida en el pueblo». Antes de Victoria, el único nacimiento había sido el de Bárbara. Fue 21 años antes.
Bárbara, de 21 años, es la última vecina nacida en Torralba. Pese a ser una enamorada del pueblo, esta joven ha tenido que mudarse a Castellón para cursar sus estudios en higiene bucodental, un paso para el que sabe que ya no hay vuelta atrás. «No se puede trabajar allí», lamenta.
Su vinculación con el pueblo, pese a todo, sigue siendo fuerte. Este año su rostro fue la imagen de Torralba del Pinar en la campaña de promoción turística impulsada por la Generalitat 'Ruta 99', una iniciativa presentada en enero para intentar atraer a visitantes a los pueblos afectados por la despoblación a través de un recorrido por las 24 localidades con menos de cien habitantes de la Comunitat Valenciana. De ellos, solo dos han logrado superar la decena de nacimientos desde el año 2000: Fuentes de Ayódar, con 17, y Benillup, con 12.
Sin embargo, como tantas otras medidas en busca de insuflar actividad a la Valencia vaciada, su impacto ha quedado lejos de las expectativas de los vecinos. Al menos en el apartado económico. Bárbara, hija de la dueña del bar de la localidad, como ocurre en Quatretondeta con Carles, Andreu y Ferrán, señala que «mucha gente solo quiere el sello que diga que ha pasado por allí». «Al final, si tratas de fomentar el turismo para dar vida al pueblo pero quien viene no consume, no se consigue mucho».
Varios han sido los proyectos que podían haber impulsado la actividad en Quatretondeta en los últimos años. Algunos muy clásicos, como el hotel que afrontaba una ampliación cuando la crisis de 2008 espantó a los touroperadores que trabajaban con él y lo llevaron al cierre; otros más cerca de la excentricidad, como el del neozelandés que se enamoró del cuartel de la Guardia Civil, abandonado durante cerca de 25 años. «Lo compró porque quería montar un centro de entrenamiento de lucha libre. Era un tipo muy raro. Trajo un cañón y lo puso en el centro del patio. Quería darle un aire de entrenamiento militar. Luego desapareció y dejó el cañón ahí», cuentan los vecinos. Luego unos holandeses quisieron reconvertirlo en alojamiento. Entonces llegó la pandemia. Sigue a la venta.
Los jóvenes tampoco ven cómo acabar con la situación. «Vivir ahí es muy difícil: cualquier proyecto que tengas, cualquier cosa que quieras hacer no la puedes desarrollar», dice Bárbara. Tiene una hermana un año mayor que ella que también se ha ido ya de Torralba del Pinar. Ella reside en Onda. Las dos regresan los fines de semana el pueblo, punto de encuentro de todos los que han tenido que buscarse la vida fuera. «En realidad, somos una cuadrilla grande, de 20 o 25 personas», dice. Ninguno amanece allí los lunes.
Carles, el mayor de los hermanos de Quatretondeta, ha encontrado un empleo como mecánico en Alcoy, al que tiene que desplazarse en coche cada día. Él resiste de momento. Tanto a él como a Ferrán no les gusta la idea de abandonar la localidad que les ha visto crecer. Andreu, el segundo, estudia informática. Es el único de los tres al que no le importaría irse para trabajar si fuera necesario. A los otros dos «les gusta mucho el pueblo y parece que querrían quedarse. A ver qué pasa en el futuro», aseguran sus padres.
En su misma situación se han visto muchos otros antes. Son años de lenta degradación. «La despoblación es una cuestión muy complicada de arreglar. Llevamos 60 o 70 años despoblando y querer repoblar en dos años no tiene ningún recorrido», afirma Fernando Barrachina, alcalde de Torralba del Pinar. «También yo me tuve que ir fuera a trabajar en su momento», reconoce el primer edil, funcionario jubilado del departamento de Salud de Sagunto.
En Famorca, «el vecino más joven debe tener cerca de 45 años», apunta su alcalde, Vicente Ruiz. La única excepción es un niño de 11 años que no nació allí. Es hijo de una vecina que se empadronó en el pueblo pero trabaja en el hospital de Denia. «En realidad, las últimas niñas nacidas aquí son mis hijas», revela. Se trata de Andrea y Àngela, nacidas en 1994 y 1996. Las dos están ya a muchos kilómetros de allí. Àngela trabaja como protésica dental en Suiza, y Andrea reside en Madrid, donde tiene un empleo relacionado con el marketing. No parece que la sequía de natalidad de Famorca pueda acabar pronto. «La mayoría de nuestros habitantes tienen de 70 años para arriba. Gente en edad de tener hijos no hay. En el momento en que una pareja quiere tenerlos, piensa en irse. Es muy difícil ser padre aquí. Cuando los hijos se hacen mayores y empiezan a necesitar actividades extraescolares, hay que desplazarse para poder darles oportunidades de formación. Al final muchos se tienen que ir, porque estar llevándolos en coche a kilómetros de aquí tres días a la semana es difícil de asumir», explica el alcalde.
Es lo que Silvia y Rolando han tenido que hacer todos estos años, «con mucho esfuerzo», para poder formar una familia en Quatretondeta. «Cuando no teníamos a los chicos teníamos un coche al que le hacíamos 10.000 kilómetros al año. Ahora le hacemos 25.000». La carretera es necesaria para todo: para comprar, para tener ocio, para formarse, para trabajar. Y los recorridos no son sencillos. La carretera que comunica la localidad es sinuosa y cuenta con varios puntos peligrosos, con puentes de un solo sentido, que además se han estrechado tras la última reforma. «Me enfadé mucho con la Diputación –recuerda Silvia, que fue alcaldesa en la legislatura anterior–. Nos van cerrando las puertas. Les dije: '¿Qué queréis, dejarnos más incomunicados?'. Ahora los autobuses grandes no pueden entrar, y se tienen que quedar en Gorga. Al final vamos a tener que ir en una motocicleta». Los autobuses de menor tamaño, como los que llevan a los estudiantes a Benilloba, «ya saben que pasan muy justos y maniobran en las curvas para entrar bien, pero es peligroso».
Los riesgos de la carretera, en cambio, no van acompañados de una atención sanitaria para emergencias suficientemente cerca. Es otro de los motivos que infunden miedo en los padres que terminan escapando de las poblaciones pequeñas para situarse en otras donde puedan contar con la tranquilidad de tener una puerta de Urgencias próxima.
«Si ocurre algo, tengo que salir volando a Alcoy –dice Rolando–. En Benilloba hay un centro de salud que tiene Urgencias, pero una cosa es que te siente mal la cena, que dices 'me acerco a Benilloba a ver si me dan algo', y otra es que te pase algo grave, que tienes que ir al hospital. De hecho, hemos tenido accidentes, huesos rotos, y vas a Benilloba y te dicen que sigas para Alcoy».
Silvia recuerda con angustia el accidente de moto que hace unos años sufrió su hijo mayor. «Tuvo una caída al salir del pueblo. Se desorientó y luego se quedó sin conocimiento. Cuando se despertó, vino solo hasta aquí. Tenía toda la zona del cráneo por detrás de la oreja cortada. Lo llevé a Benilloba y la chica nos dijo: «Cógelo y llévatelo al hospital de Alcoy directo. Imagínate: vas a toda velocidad por esa carretera y vas pensando: 'Al final me la pego yo'».
Muchos han sido los anuncios de medidas para aplacar la lenta muerte de las zonas rurales despobladas. Uno de los más ambiciosos fue el del plan contra la despoblación anunciado por la Generalitat en 2019, dotado con 240 millones de euros en inversiones hasta 2023. Sin embargo, son muchos los alcaldes que ya dan la batalla por perdida. «Nadie va a quedarse en un lugar donde no hay trabajo. Y generar trabajo es muy difícil en sitios que no son atractivos para los empresarios. Al final, muchos de estos pueblos van a quedar como lugares de vacaciones».
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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