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El Valencia, José Bordalás, sus futbolistas y también sus aficionados vuelven a respirar. Por fin entra aire a sus pulmones. Y lo hacen gracias sobre todo a una nueva pócima que se ha sacado de la manga el entrenador. Ni es el Valencia de principio de curso, aquel que era alegre con el balón, atrevido con o sin él y mordaz con el rival al que casi asfixiaba en el rellano de su casa; ni el anodino que en las últimas siete jornadas había despertado tantas dudas como miedo a caer en la depresión del pasado más inmediato. Contra un Villarreal con más empaque de nombres que de fútbol, Bordalás reinventó con éxito al Valencia, dándole una fisionomía totalmente desconocida hasta la fecha, con la misma carga emotiva del principio pero con unos fundamentos futbolísticos que resultaron tremendamente efectivos. Es verdad que los goles llegaron de sendos saques de banda, esa acción para la que Benito Floro desplegaba poco menos que una tesis doctoral, pero en ningún momento del partido el Villarreal dio muestras de saber cómo hincarle el diente a un grupo concienciado en salir de la hambruna a golpe de esfuerzo.
¿Qué fue lo que pasó realmente para que el Valencia se transformara de esa manera? Pues con nueve goles encajados en los últimos tres partidos, ya hubo bastante. Bordalás tiró de pizarra. Metió a Foulquier casi como tercer central en acciones defensivas; a Hélder Costa como lateral derecho; a Marcos André en banda siempre pendiente de Gayà, y a Guillamón, a Wass y a Racic para repartirse el paste en el centro del campo. ¿Y arriba quién? Pues Guedes, si se puede considerar al portugués como delantero porque el primer tiempo casi lo pasó más como un centrocampista avanzado que como un hombre en busca del gol. Así, y por mucho balón que manejó el equipo de Emery en esa fase inicial del encuentro (el porcentaje de posesión llegó a estar 30-70), nunca supieron buscarle las cosquillas a Cillessen. Bueno, una vez. El saque de esquina de Parejo -tan peligroso como siempre- fue golpeado por Aurier obligado al meta holandés a salvar con su guante izquierdo una situación prácticamente imposible. Salvo eso, poco más que anotar en la cuenta de méritos del Villarreal, pero no sólo en ese primero tiempo sino en todo el resto del juego. Y es ahí el verdadero mérito del Valencia. Porque para ganar los partidos, tan válido es saber defender bien como manejar las diferentes variaciones de ataque que se pueden producir a lo largo del juego.
El Valencia cierto es que se refugió demasiado cerca de su área en muchos minutos, y que ver a Guedes corretear hacia delante era poco menos que una misión suicida por la falta de acompañamiento y la cantidad de metros que había hasta Rulli. Pero fue la lectura de partido de Bordalás la que empezó a meter a Emery en un callejón sin salida.
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Mestalla no las tenía consigo en esa fase de la tarde, cuando el escenario pintaba más de amarillo que de otra cosa. Pero sólo en apariencia porque la realidad era que se estaba cumpliendo el plan tan maligno trazado por Bordalás. Quizás de no haber llegado ese golazo de Hugo Guillamón los planes pudieran haberse torcido un tanto, pero la cuestión es que el gol provocó también un nuevo clic en el vestuario blanquinegro al descanso. Lejos de echarse todavía un poco más para atrás (cosa difícil ya), el equipo maniobró para dar otro matiz el desarrollo del juego. Ya no fue lo del principio. Se vio un Valencia tan convencido como antes a la hora de proteger a Cillessen pero con los centrocampistas más desenganchados y con algo más de dedicación, Sobre todo Wass, porque Hugo ya tuvo bastante con esa muestra de ingenio y calidad para hacer el 1-0 tras el saque de banda de Foulquier (se la elevó a Rulli con una maestría propia de delantero centro), y porque Racic anduvo casi influenciado por la tarascada de Coquelin a los quince segundos de partido. Esa es otra, el francés volvió a un Mestalla con público como Parejo pero lo hizo repartiendo estopa como si no hubiera un mañana. Seis faltas hizo y ninguna amarilla. Eso es también maestría o cierta dejadez arbitral, según se mire.
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El caso es que cuando ambos banquillos empezaron a moverse, lo bueno también de la tarde-noche es que el Valencia no bajón ni un peldaño en merecimientos. Cada uno que salió cumplió con su cometido anteponiendo siempre el beneficio colectivo. Y eso no hizo que el Valencia se descabalgara en ningún momento de su cometido. El penalti tontuno pero clarísimo de Alberto Moreno a Foulquier permitió inyectar algo más de aire al marcador sin que el Villarreal supiera cómo ponerlo en duda. Había tantas ganas de sonreír que ni las posibles críticas a un planteamiento tan austero llegaron a plantearse. Tres puntos de inflexión.
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