Urgente Óscar Puente anuncia un AVE regional que unirá toda la Comunitat en 2027

Ocurre casi de improviso, como suceden a veces las grandes historias, gracias a la generosidad de Pepe González y su familia. En plena semana de felicidad deportiva derivada de la clasificación para la final de la Copa surge la posibilidad de utilizar dos de los ... abonos de mi amigo para llevar por primera vez a mi hijo mayor a un partido del Valencia. A José Enrique, que ha crecido rodeado de balones y libros coronados por el murciélago, no le parece, en principio, una mala idea. Tampoco a su madre, reticente retrospectivamente a causa del horario, la humedad y la extrema facilidad del niño para pescar al vuelo los catarros. Ayuda, claro está, el ambiente de euforia que se respira en casa tras la eliminación del Athletic. Y, sobre todo, comprender que cada visita a Mestalla (y, en especial, la primera de ellas) forma parte de un valioso patrimonio familiar que nos liga al club desde hace casi un siglo.

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Experiencia comparada. Para calibrar el posible éxito del primer partido de mi hijo me da por pensar tanto en mi propia vivencia como visitante primerizo a Mestalla –hace más de treinta años, en compañía paterna, en un insulso partido de fin de temporada trufado de silbidos (¡ay!) a Víctor Espárrago– como en los pasos dados hasta el momento para familiarizar al niño no solo con el fútbol, sino también con la mística valencianista: en su primer contacto con el estadio, relatado en estas mismas páginas, echó a correr por la tribuna vacía mientras coreaba, jubiloso, un gol inexistente. Y la atención a los partidos televisados ha derivado de la indiferencia inicial a la curiosidad actual. La evaluación de riesgos parece dibujar, pues, un panorama óptimo. Solo el viernes, apalabrados ya los abonos, se nubla mínimamente el panorama al espetarme el niño, con la ingenuidad propia de la infancia, una demoledora predicción: «No sé si seré capaz de aguantar todo el partido, papi».

Bufandas y banderas. Sin embargo, ya no hay vuelta atrás. Llega, por fin, el sábado y nos encaminamos a Mestalla siguiendo cuidadosamente el recorrido marcado de antemano: paseo, metro, paseo, torre. En el puesto de Aragón con Joan Reglà repetimos la misma parada de hace tres décadas, de emocionante recuerdo: la elección y compra de la primera bufanda. Saludamos a los Rosique Navarro, que vienen, todo afecto y cordialidad, a darnos un abrazo, y a Javi González. Subimos hacia las sillas gol, muy cerca de donde me senté por primera vez en Mestalla, en compañía de Migue y otros nuevos amigos. Hay decenas de incentivos visuales para el niño, pero es el parsimonioso ondear de las banderas, allá en la lejanía, lo que capta su atención. El partido empieza inmediatamente. A pesar del turbulento juego, del mareo de las pantallas, del vaivén de la cámara, aguanta perfectamente, aplaude y corea («Hemos cantado para que el señor que maltrata al Valencia se vaya», contará luego a su madre). Se permite una breve siesta, agarrado a la bufanda, en el descanso, de la que despierta, gozosamente, para celebrar los tres goles del Valencia. Y al filo de las ocho y media, mientras caminamos de la mano de vuelta a casa, con sendas sonrisas dibujadas en los rostros, certifica, con una nueva frase para el recuerdo, el éxito de la misión: «Volveremos el sábado que viene, ¿verdad?».

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