FERNANDO MIÑANA
VALENCIA.
Domingo, 26 de mayo 2019
Esta historia hay que descorcharla como una botella de sidra y comenzar a escanciarla en Careñes, un bonita aldea que se asoma al Cantábrico por playa España. Allí, en el litoral asturiano, en el concejo de Villaviciosa, nació Marcelino García Toral un 14 de agosto de 1965. Desde allí iba ilusionado a Gijón para formarse como futbolista en Mareo, cuna de grandes talentos. Rompió varios pares de botas hasta que, en 1985, debutó con el Sporting.
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En el Molinón vivió noches mágicas, como aquel triunfo ante el Milán o un memorable 0-4 en el Camp Nou. O en la selección sub 19, donde llegó a ser subcampeón del mundo tras perder la final ante Brasil. En aquel campeonato compartió habitación con Fernando, el 'Catedrático' del Valencia. Aquello fue en 1985 y a Fernando le cuesta remontarse tanto en el tiempo. «Buf, hace mucho. No sé por qué pero siempre nos ponían juntos en la habitación. Solo recuerdo que nos entendíamos en el campo y fuera. Los dos llevábamos el mismo ritmo de descanso. Me acuerdo también de un partido contra Bulgaria, en Armenia, que ganamos 2-1. Él metió un gol y yo el otro. Nos llevábamos bien, pero perdimos el contacto y ahora tiene un estatus en el que es mejor mantener la distancia...».
Su carrera no dio mucho más de sí. De Gijón se fue al Racing. Y de Santander, a Valencia, al Levante. Raimon, el histórico jardinero granota, conserva la ficha de Marcelino colgada de la pared del 'raconet', su conocido santuario levantinista. «Le aprecio mucho; se portó muy bien conmigo y se merece lo mejor», indica Raimon. Su singladura acabó en Elche, en 1994, por una pertinaz lesión en la rodilla.
Después se apuntó al curso de entrenador nacional con el exvalencianista Eloy Olaya, un hombre providencial en su vida. En 1987 ya era entrenador del Lealtad, el equipo de Villaviciosa. Desde la casilla de salida como técnico ha ido cumpliendo sus objetivos, como demostró subiendo al Lealtad a Segunda B con lo que en su día fue un récord de puntos.
En cuanto Eloy recaló en el Sporting fue deslizándole oportunidades con la cadencia de un crupier. «Primero pedí llevármelo del Lealtad para cambiar la filosofía de Mareo», recuerda el gijonés, un año más joven que Marcelino. Después le dio el volante del filial. El primer año jugó la promoción de ascenso, pero al siguiente el equipo cayó a Tercera. Un duro traspié para una carrera incipiente como la suya. El club estaba en serios aprietos económicos y, para sorpresa de toda la afición, Eloy lo puso al frente del Sporting. «Las hostias fueron grandes», se ríe ahora. «Por suerte entonces no existían las redes sociales, porque me hubieran crujido. Pero no veas los correos que llegaban... Nadie lo entendía».
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Pero Eloy lo tenía claro. «Aposté por él por su idea futbolística y su capacidad de trabajo. Es un hombre que vive las 24 horas por el fútbol». Dio en el clavo. Aquella temporada (2003-2004) es recordada en Gijón como 'la del casi ascenso' a Primera. Marcelino, pese a que llegó el año que tuvieron que vender a David Villa al Zaragoza, mantuvo al equipo en los primeros puestos durante meses y, lo más importante, con muchos jugadores pulidos en Mareo, volvió a llenar las gradas del Molinón de aficionados que, agradecidos, rendidos a su ojo clínico, gustaban de entonar un cántico recurrente: «Marcelino es mi entrenador, Marcelino García Toral».
El de Careñes había despegado. El siguiente año fue más flojo y al otro se marchó al Recreativo, logrando ascender al decano. Ya en Primera lo dejó octavo en una gran temporada en la que golearon al Real Madrid en el Bernabéu (0-3). Después, pese a que había negociado con Lopera para el Betis y con el Valencia, se marchó a Santander. Otro éxito. Marcelino clasificó al Racing para la Copa de la UEFA por primera vez en su historia y lo metió, otro hito inédito, en las semifinales de la Copa del Rey. Luego vino el Zaragoza. Y otro ascenso que acabó con los jugadores manteándole. Iba dejando huella, como corroboró en su día Fabián Ayala, el legendario central del Valencia, que dijo de él, en su momento, que era el mejor entrenador que había tenido.
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Entonces llegaron sus años más oscuros. El despido en Zaragoza, un regreso fugaz a Santander y su fichaje por el Sevilla, donde no llegó a la Feria de Abril. Aunque Monchi, el reputado director técnico del Sevilla, salió, en un arrebato caballeroso, a defender su reputación. «Me siento responsable de su fracaso en el Sevilla. No fui capaz de hacer una plantilla acorde a los perfiles que él necesitaba», esgrimió.
En 2013 irrumpió en el Villarreal, donde relanzó su carrera. En el Madrigal consiguió su tercer ascenso a Primera. Al año siguiente ya lo había colocado en la Europa League. Y en 2016, tras caer ante el Liverpool, Submarino Amarillo contra Yellow Submarine, en las semifinales de la Europa Legue, encumbró al Villarreal hasta la Champions tras acabar la Liga en cuarta posición. El mundo del fútbol, además, elogió su obra. El Villarreal, vestido por Marcelino, era un equipo con estilo.
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Entonces pagó su ímpetu. Marcelino quiere controlarlo todo, es impulsivo -aunque ha ido domando su carácter- y puntilloso hasta el punto de reprocharle a un jugador que su índice de masa corporal ha flojeado una pizca. Así, después de discutir con sus jugadores, de hacerle un feo a Musacchio, con quien tuvo un rifirrafe, le echó un pulso a Fernando Roig y el dueño del club le señaló la puerta.
No se marchó muy lejos. Mestalla le abrió las brazos y, aunque hubo momentos críticos, ha vuelto a cumplir. Un título en la Copa del Rey, el regreso a la Champions por segunda temporada consecutiva y las semifinales, solo frenado por el Arsenal de Unai Emery, de la segunda competición del continente. Otro 'check' en su historial.
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Aquí ha vivido de todo. Momentos exultantes y otros de gran crispación. Los dos tactos de Mestalla. Lija y terciopelo. Pero ha tenido sangre fría y el nada desdeñable e incondicional apoyo de Mateu Alemany, como una fe ciega en su método, el innegociable 4-4-2, su obsesión por la báscula, por los hábitos saludables, el entrenamiento silencioso. La fijación, en definitiva, por apurar todo lo que está en tu mano, en la mano del deportista, porque a su alcance no está tener el talento de Messi.
En Paterna ha hablado claro. Y ese estilo directo, franco, como hizo con Murillo o Nacho Vidal para decirles que no contaba con ellos, se aprecia. También sabe a quién exprimir, como a Gonçalo Guedes, a quien no duda en reclamar los galones de quien costó 40 millones de euros -el fichaje más caro de la historia del club-.
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Pero también sabe que muy de vez en cuando hay que saber parar. Como en Navidad o en vacaciones. Entonces enfila hacia Asturias. Antes a Cereñes. Ahora a su vivienda en Gijón, en el barrio de La Guía, muy cerca del Molinón. Y allí nadie se extraña de verlo pasear tranquilamente por la calle. O cuando coge y se va con los amigos a Villaviciosa a comer productos típicos de Asturias, su tierra del alma, y a beber sidra.
En Valencia es más sibarita. Le gusta el pescado fresco, el que le llevan del Mercado Central a casa, en Cortes Valencianas, donde vive puerta con puerta con Rubén Uría, su ayudante y confidente. O los buenos restaurantes. Es una de sus pocas debilidades. Aunque cuando el estrés aprieta, el estómago se cierra. Como en este excitante tramo final del curso, enhebrando un partido trascendental con otro. Marcelino está ahora afilado como una navaja. Un esqueleto con traje.
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El resto, fútbol, fútbol y más fútbol. Hasta el empacho. Salvo cuando abre un paréntesis y vuelve al Cantábrico a relajarse. La excepción fue aquel viaje, la víspera de la Nochebuena de 2017, cuando circulaba con su mujer y su madre, de 81 años -la muerte de su padre fue uno de los peores golpes encajados en los últimos años-, por la AP-68, una autopista de peaje, y el coche se estampó casi en la medianoche contra un jabalí de 90 kilos que cruzaba por la carretera en mitad de La Rioja. Ahí aprendió que un coche te puede salvar la vida -«Ese día tres personas volvimos a nacer», dijo después-. Por eso el siguiente fue el voluminoso Porsche Cayenne. Toda la vida acelerando. Nadie sabe hasta dónde.
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