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RAFA LAHUERTA YÚFERA | Socio del Valencia CF
Viernes, 22 de abril 2022, 00:37
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Sólo al otro lado del Turia, en la Valencia flambeada, Agapito Bermúdez pasaba desapercibido. En su finca todos los vecinos sabían que era un sonado. En el barrio nadie le dirigía la palabra. Amigos, no tenía. Familia, la justa: mujer, hija, suegros. Padecía un mal atípico, un síndrome poco común, una enfermedad que él mismo había inventado sin poder evitarlo. Le encantaba que el Valencia CF jugara finales pero al mismo tiempo no soportaba la presión. Un mes antes de cada gran cita empezaba a hiperventilar ante cualquier comentario, aproximación o guiño. Si alguien le preguntaba por la final, la tensión arterial se le disparaba. Los más guasones le llamaban Tensiometrín, porque iba con el tensiómetro a todas partes. Per si les mosques, decía para justificarse.
En secreto envidiaba el tono festivo de la gran mayoría de sus paisanos, esa manera lúdica y desenfrenada de vivir las vísperas, saborear el viaje con los amigachos, encender tracas en lugares sagrados, disfrazarse de fallera mayor, de Papa Luna, de tatuaje andante, ponerse hasta el culo de lo que fuera al ritmo de Paquito el Chocolatero en cualquier callejón con vistas a una catedral bañada por un río navegable y no esa parodia ajardinada de su ciudad natal.
En las vísperas de todas las grandes citas, Agapito Bermúdez pensaba en su padre, tan genuino, tan valencianot, tan dispuesto a la jarana. Le recordaba subido en la valla de la antigua numerada entonando aquel salmo que hacía temblar los cimientos del viejo Mestalla en tiempos del gol de Forment: ¿SOM VALENCIANS? ¡¡SÍ!!, ¿SOM VALENCIANS? ¡¡SÍ!!, ¿SOM VALENCIANS? ¡¡SÍ!!, ¡VISCA EL PA, VISCA EL VI, VISCA LA MARE QUE MOS HA PARIT!!
Ese fervor que su padre abanderaba le llenaba de orgullo infantil. Algún día yo seré como él, pensaba en silencio Agapito Bermúdez, mientras mordisqueaba un palitroque de regaliz que un vendedor callejero le había ofrecido justo después de echar un pis en la esquina de la Confederación hidrográfica del Xúquer. ¿Se había lavado las manos el vendedor de regaliz? Juraría que no.
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Ese día llegó, la tarde en que Agapito Bermúdez intentó emular a su padre en los albores de 1986, con Muñoz Pérez 'Paquiqui' de lateral izquierdo y Sánchez Torres de extremo derecho en la alineación de un equipo que nunca jugaría una final, un equipo diseñado para poner a prueba la fe de sus irreductibles. Había que estar allí entonces, en aquel Mestalla de sorteo de coches en los descansos y lanzamiento de naranjas al árbitro. Más que un club de fútbol aquello era una feria ambulante: el vendedor de regaliz, Gonzalo el de las banderas, la señora Amparo en los bajos de la tribuna, el fotógrafo con un monito vestido de blanco delante del bar Penalty, los reventas con gafas de culo de botella, las bocas masacradas por décadas de higiene precaria, la estética ya pasada de moda de pantalones de campana y peluquines dejados caer en la testa al más puro estilo «ara voràs», el abuelete desdentado que gritaba ¡¡ORSAY!! como si llevara años estudiando inglés con el método Vaughan. El valencianismo más irredento pugnaba por encontrar su lugar bajo el sol. Dos horas antes de cada partido la avenida de Suecia parecía una caravana circense, casi un capítulo de 'Carnivale'.
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Esa tarde, insisto, Agapito Bermúdez se subió a la valla y gritó aquello que tantas veces le había visto hacer a su padre en los tiempos gloriosos de Sol, Valdez y Claramunt. Agapito se alzó valiente, decidido, heredero de un rumor ancestral que le convertía en eslabón de un sentimiento eterno. Con el primer ¿SOM VALENCIANS? sólo encontró la respuesta unánime del silencio. Con el segundo ¿SOM VALENCIANS? el silencio se volvió indistinguible del silencio de los cementerios. Subido en la valla, Agapito Bermúdez sintió el peso abrumador del amor propio magullado, y medio segundo antes de que un pozal de silencio le respondiera con un silencio aún más cruel, Agapito Bermúdez desapareció por el vomitorio de la Numerada de Mar y empezó a convulsionar en las escaleras que daban a la avenida de Aragón preso del eco del silencio en su cabeza, un silencio que advertía de la profecía de un silencio cada vez más profundo. El silencio como manantial de silencio. Para Agapito, fue muy duro comprender que él no estaba hecho de la misma pasta que su padre. Entre convulsiones supo que respondía a otro perfil, acaso al de un Pagamirindas de casal fallero dispuesto a perder toda su dignidad ofreciendo Mirindas sin freno, Mirindas a cambio de un poco de atención y cariño.
Esa misma noche le diagnosticaron la enfermedad: usted padece un mal infrecuente que además no tiene cura, El Síndrome Idiota del Hincha Solitario y Melancólico, el SIHSM.
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Agapito Bermúdez visitó a los mejores especialistas en enfermedades de hinchas y forofos. Recorrió el mundo entero. O sea, no salió de València. Ganó fama de excéntrico y solitario, de pobre muchacho. En el traslado de la Maredeueta intentó curar su mal, pero cada vez que asomaba su temible voz de pito entre la multitud, un silencio atronador inundaba la plaza de la Virgen. No había consuelo para él. En el casal de la falla intimó con la única chica que le hizo caso, Agapita. Fue un flechazo léxico. Compartieron la última Mirinda que quedaba y a las tres semanas se casaron. Agapito era un emprendedor, así que abrió una boutique para indumentaristas, esto es, una mercería. Coincidió con la época en que las comisiones fallas arrinconaron la vestimenta masculina de metre con fajín, y eso le ayudó a prosperar. Como indumentarista, Agapito vivió su momento de gloria cuando inventó el forro polar para falleros, posiblemente el día más feliz de su vida. Mira Agapita, le dijo a su mujer, acabo de inventar el forro polar para falleros. Nos vamos a forrar. Y esa noche, mientras forraban sin parar, Agapita se quedó embarazada de su única hija, Agapitita, Pitita para los amigos.
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En paralelo a su éxito como empresario indumentarista, el malestar futbolístico y neuronal de Agapito crecía. Ya no era capaz de ir a Mestalla, pero tampoco podía ver un partido por televisión. Las convulsiones iban a más. En su cabeza resonaba un silencio cada vez más atronador. Por las noches se despertaba agitado al grito de ¿SOM VALENCIANS? y el posterior vacio de las masas ausentes. Era un sinvivir. La pesadilla era recurrente. Muchas noches se asomaba al balcón del ayuntamiento con un micro en la mano. La plaza estaba a rebosar, pero cuando él lanzaba la pregunta de ¿SOM VALENCIANS?, nadie respondía. Agapito insistía, pero el silencio le golpeaba con saña.
Al final, y tras ir de consulta en consulta, un camarero de Sant Bult que se hacía pasar por psicoanalista argentino le pautó un manual de conducta para salir del bucle. La solución era traumática: no pasar por delante de Mestalla bajo ningún concepto, encerrarse en casa durante los partidos sin más contacto con el exterior que la compañía del Teletexto y ver El Chiringuito todas las noches para crear un nuevo foco disruptivo que le ayudara a focalizar la fobia en un objetivo más tangible.
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La cosa se calmó, pero sólo en apariencia. Cuando el Valencia CF volvió a disputar una final, en mayo de 2019, Agapito Bermúdez revivió todas sus pesadillas. Dos semanas antes del gran día empezó a tener diarreas, a no probar bocado, a pasarse las noches en manos del puro delirio. Con un megáfono en mano recorría la ciudad sin que nadie respondiera a su plegaria. En el sueño las masas enfervorecidas se volvían silenciosas en cuanto Agapito tomaba la palabra. Empezó a oír voces. El parietal izquierdo preguntaba ¿SOM VALENCIANS? y el parietal derecho respondía ¡¡SÍ!! Volvió al curandero. A veces oigo voces, dijo Agapito. El falso psicoanalista argentino le recetó un plan de choque. El miércoles, Agapito se encerró en casa totalmente aislado del mundo. Esa misma tarde, Agapita y Agapitita se fueron con unos familiares, a Vilanova i la Geltrú-Vilanova i la Geltrú. El día del partido, un Agapito desfondado pero histérico, se encerró en el cuarto de baño a primera hora de la mañana. No había internet, no había luz, no había nada que pudiera enviarle una señal. ¿Y qué? En su cabeza jugó varias finales posibles. Vio a Messi celebrando todo tipo de goles, incluso vio a Clares marcando el penalty decisivo en una hipotética tanda que sólo existió en su imaginación enferma. En la soledad atrincherada del cuarto de baño escuchó los dos goles del Valencia gracias al subidón vecinal. Eso le hizo sufrir por partida doble. ¿Y si el vecindario estaba dominado por quintacolumnistas culers adictos als pronoms febles? A duras penas logró asomarse al pasillo de casa cuando dedujo que el partido había terminado. No calculó la opción de una pórroga y eso le hizo dudar. El corazón se le salía por la boca. Entonces escuchó una traca, y dos, y otra más. Intuyó que la pólvora era la señal que necesitaba para sentirse seguro. Arrastrándose hasta el contador volvió a conectar la luz y tapándose el ojo izquierdo puso el Teletexto de TVE en el televisor. Al ver el resultado, 2-1, respiró aliviado. Ni siquiera era felicidad, tan sólo alivio. Ese alivio le hizo pensar en su padre, en los tiempos gloriosos del viejo Mestalla sin tregua, cuando las almohadillas volaban y las tracas explicaban la vida de una forma clara y concisa. Con forro polar color carne, antes blanco, se asomó al balcón de casa dispuesto a todo. Fue un espejismo de entusiasmo, una mala elección. Con un megáfono de IKEA gritó alto y claro aquello de ¿SOM VALENCIANS? Pero como en su pesadilla recurrente, nadie le respondió. ¿SOM VALENCIANS? (silencio), ¿SOM VALENCIANS? (más silencio). No lo intentó más. El alivio por la victoria se volvió desesperación ante el silencio. Intuyó que jamás se curaría.,
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Esta vez es distinto, pero tampoco mejor para la salud de Agapito Bermúdez. Esta vez, esconderse en casa puede ser una trampa doblemente mortal. No sé cuantos béticos hay en la ciudad de València. Sí sé que en la calle Almudaina, en el distrito sur del suburbio ferroviario, existía la peña verdiblanca don Manuel Ruiz de Lopera hasta hace muy poco. Parece un chiste, pero es real. También sé que durante la semifinal Betis Balompié-Rayo Vallecano, Agapito Bermúdez descubrió que su vecino es bético. Fue un mazazo de una contundencia extrema. Un vecino bético, pared con pared. ¿Cabe más mala suerte en la vida? Desde que lo supo comprendió que la estrategia de esconderse en casa para vivir la final sin saber nada de la final resultaría imposible. Si el Betis marcase un gol, Agapito lo sabría por los gritos del vecino. Si el Betis marcara un segundo gol, Agapito Bermúdez entraría en parada cardiaca. Irse de casa no es una alternativa. ¿A dónde? En Vilanova i La Geltrú-Vilanova i La Geltrú, tiene prohibida la entrada. Ir al cine no es una opción. El taquillero es del Valencia. Bastará verle la cara para saber qué pasa. La variable Leopoldo, aquel personaje de Manuel Vicent en 'Desfile de Ciervos' que veía los partidos del Valencia CF en un puticlub llamado El Venado, no la concibe. En los bares de lucecitas se puede entrar con zapatillas de deporte, pero no con forro polar de la falla. El psicoanalista argentino le ha dicho que no puede quitarse el forro polar. Es innegociable.
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Quiso la providencia que el otro día pusieran en Versión Española 'La Trinchera infinita'. Mientras la veía, Agapito Bermúdez tuvo una revelación. A la mañana siguiente empezó la obra. Ladrillo a ladrillo ha cubierto el salón de casa para aislarse completamente del vecino bético. Donde antes había una estancia amplia con sofás, televisor, y la mejor colección de forros polares a pequeña escala de todas las fallas de la ciudad, ahora sólo hay un mazacote de cemento armado de 12 metros y medio de largo por 3 de ancho. Si lo viera Xoan Tallón pensaría que es la escultura perdida de Richard Serra. La comunidad de vecinos ha elevado una protesta. Agapito dice que vale, que pasada la final ya hablarán, que ahora mismo bastante tiene con llegar vivo a la madrugada del 24 de abril. Por primera vez en mucho tiempo se siente eufórico. No come, no bebe, no lee, no se conecta a internet, no ve la tele, pero se siente eufórico. La casa se ha reducido a menos de la mitad, pero es imposible escuchar nada al otro lado del muro. Si el Betis marca un gol y el vecino se viene muy arriba, Agapito no lo sabrá. Si Joaquín cuenta un chiste, Agapito no lo oirá. Si Canales destapa el tarro de las esencias, Agapito no lo sabrá. Si el Betis se parece a un equipo de Pellegrini, Agapito evitará el parraque. Lleva atrincherado en el pasillo desde el lunes 18. Tiene lo necesario: una caja de Mirindas, cinco bolsas de ganchitos, un embalaje de Tigretones, un forro polar idéntico para cada día en cautiverio. Ha cerrado la mercería hasta el día 26. Agapito lo tiene claro. Ni luz, ni internet, ni telefonía móvil, ni contacto con el exterior hasta que suenen tracas o se imponga el silencio de la noche más larga. Agapita y Agapitita han decidido marcharse para siempre a Vilanova i La Geltrú-Vilanova i la Geltrú. Bon vent i barca nova, les ha dicho Agapito.
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Alberto Martínez de la Calle
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El sábado 23 de abril, a primera hora de la mañana, Agapito Bermúdez se encerrará en el cuarto de baño con su forro polar de color naranja cosido para la ocasión. Lleva casi dos meses preparando esta final a conciencia. Es su gran oportunidad. Al otro lado del espejo del cuarto de baño ha construido un zulo. Dentro hay un coro de gamusinos eunucos que con paciencia numantina ha comprado por Wallapop en las últimas semanas. Esta vez no le fallará la coreografía. Desde su trinchera en el pasillo, Agapito entona EOEOEOEOEE y los gamusinos contestan al unísono, EOEOEOEOEE. A veces va más allá y, envalentonado por su puesta en escena, lanza al espejo el cántico por excelencia: ¡AGAPITO SE PREGUNTA! Y los eunucos responden todos a una: ¿QUIENES SOMOS? En ese momento la emoción le embarga. Ha conseguido su gran objetivo, tener un público fiel que le sigue de manera incondicional. Sabe que esta es su final, la que él ganará desde el retrete de su casa. Los gamusinos van todos equipados con un forro polar a juego con el suyo, un forro polar con el logo de la final serigrafiado en el corazón y nueve estrellitas doradas como nueve copas de España.
Cinco minutos antes de que empieze el partido en La Cartuja, Agapito Bermúdez se subirá al pedestal de la bañera. Mirando fijamente al espejo, preguntará a voz en grito aquello que lleva años esperando ser respondido por un coro homogéneo y entregado: ¿SOM VALENCIANS? Por la cuenta que les trae, los gamusinos eunucos que malviven al otro lado del espejo responderán que SÍ, QUE VISCA EL PA I VISCA EL VI, QUE VISCA LA MARE QUE MOS HA PARIT. Y ese será, escrito queda, el primer gol de la final. Puede que el único, el de la victoria.
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