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Patente de corso

Una historia de Europa (CI)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 07 de Marzo 2025, 06:59h

Tiempo de lectura: 3 min

A todo esto, mientras el pastel mundial lo cocinaban Inglaterra, Alemania y Francia (y al otro lado del Atlántico los jóvenes Estados Unidos se preparaban para engullir su porción) y se lo repartían entre ellos, los extremos del Viejo Continente, oriental y occidental, Rusia por un lado y la península ibérica por otro, jugaban papeles secundarios en el cogollo europeo, al margen del negocio principal. Lo que no quita que Rusia se convirtiera en gran potencia, pues tal era la ambición de sus zares e iba realmente camino de eso, extendiéndose por Asia hasta las costas mismas del Pacífico. Pero a esa pujanza exterior no correspondía una felicidad interior. De una parte, el imperio estaba formado por nacionalidades mal avenidas entre sí (rusos, polacos, fineses, lituanos, letones, estonios, bielorrusos y otros más). Por otro lado, el régimen seguía siendo despótico y feudal en manos de la monarquía, la aristocracia y la iglesia, no había clase media que industrializara un carajo, y se daba la paradoja de que, en un país que vivía de la agricultura, con masivas exportaciones de trigo como principal riqueza nacional, los mujiks, los campesinos, palmaban en la más cruda miseria. Tampoco la clase intelectual era numerosa, y los brotes de oposición nihilistas y anarquistas, así como las revueltas de campesinos hambrientos, fueron aplastados con fácil crueldad, primero bajo el zar Alejandro III y luego, a caballo entre los dos siglos, por Nicolás II (que acabaría pagando la factura, con su familia, dos décadas más tarde). La guerra de Crimea, librada contra Turquía (a la que apoyaban las potencias occidentales), puso de manifiesto las muchas deficiencias de Rusia; y las clamorosas derrotas navales y terrestres sufridas en otra guerra contra el Japón (1904), con el que chocaban los intereses rusos en Asia, aumentó el descrédito internacional de los zares. Pero lo más grave fueron las consecuencias internas de ese último desastre militar, con protestas y revueltas que acabarían cambiando no sólo la faz de Rusia, sino la del mundo (trifulcas en San Petersburgo, socialistas, Lenin, etcétera). Y mientras eso ocurría en la parte oriental de Europa, en la otra punta, la ibérica, Portugal y España progresaban a trancas y barrancas, muy lejos ya de los grandes imperios que habían sido, con papeles secundarios en el nuevo concierto mundial. Entre los portugueses, después de casi medio siglo de monarquía parlamentaria, la tensión de corona y república se había disparado. Con Luis I (que reinó entre 1861 y 1889) hubo un momento chachi en lo económico gracias a la gestión patriótica del eficaz ministro Saldanha; pero la cosa se descuajeringó en la última década del siglo, bajo el reinado del sucesor Carlos I, a quien todo se le fue de las manos: progresistas y regeneradores (los dos partidos que se turnaban en el poder) iban a lo suyo y emputecían un ambiente agravado por campañas de los más destacados escritores, periodistas e intelectuales (Herculano, Martins, Quental), que sacudían fuerte a la monarquía, en plan republicano e incluso revolucionario. Para completar el pifostio, que iba a más, en Brasil se proclamó la república; y en los territorios coloniales de África, la omnipresente Inglaterra (que seguía siendo conspicuo macarra internacional) procuraba incordiar cuanto podía, que era mucho. El caso es que, entre pitos y flautas, el Portugal monárquico se fue yendo al garete en un caos político y social que reventaba las costuras. Acojonado con el panorama, el nuevo rey (Carlos I se llamaba la criatura) inauguró el siglo XX clausurando el parlamento, que ya era un gallinero ingobernable, y se puso en manos de un dictador inteligente y moderado, razonable para el momento, Julián Franco, quien puso buena voluntad en democratizar la monarquía; pero todo se descompuso con un atentado (anarquistas y revolucionarios habían puesto de moda el magnicidio en Europa) que en 1908 se llevó por delante, dos al precio de uno, al rey y al príncipe heredero. Eso llevó al trono al segundón de la familia, Manuel II: un tiñalpa blandito y obtuso que se confió a otro dictador, el almirante Ferreira de Amaral. Pero aquello no había ya quien lo salvara, y una revolución en la que participaron el ejército y la armada estalló en Lisboa. Con la sublevación de las dotaciones de los cruceros San Rafael y Adamastor y la pajarraca callejera subsiguiente, el rey puso pies en polvorosa y se proclamó una república que incluía separación de iglesia y estado, abolición de títulos de nobleza, divorcio y sufragio universal. Mientras tanto, la España monárquica (lo veremos en el siguiente episodio) miraba de reojo, enfrentada a sus propios y muchos problemas. Que en realidad eran casi los mismos.  

[Continuará].