Viernes, 07 de Marzo 2025, 07:01h
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Nieva en Kioto. Caen lentamente grandes copos, de esos que de niños llamábamos 'trapos'. Hay lugares en el mundo que remansan la paz y el espíritu como el meandro de un río. Cada vez que regreso a esta ciudad, mi cuerpo reduce los biorritmos sin pedir permiso y empieza a regalarme trocitos de tiempo para sentir despacio y pensar. Casi nada parece haber cambiado, así hayan pasado más de tres lustros desde aquella primera visita.
Cada vez que regreso a Kioto, mi cuerpo reduce los biorritmos sin pedir permiso y empieza a regalarme trocitos de tiempo para sentir despacio y pensar
Lo había percibido en las siguientes, pero ahora, tras el trecho vital recorrido, ya largo, la sensación aparece mucho más nítida. El gesto de levantar el teléfono todo el rato es más agresivo que el de ocultar la cara tras una cámara de fotos. El barrio de las geishas ya no está accesible a los forasteros. El resto permanece inmutable. Las parejas jóvenes alquilan sus kimonos y posan en los lugares más pintorescos de la ciudad. A los occidentales nos dejan transitar junto a ellos, pero en realidad nos mantienen separados por un cristal imaginario, como en El túnel, de Sábato.
Aunque no entendamos la profundidad de sus símbolos nos emocionamos hasta con la más humilde casita de madera. El otro lado del túnel solo se nos abre a través de la boca. Basta con sentarse a comer en el más ceremonioso restaurante kaiseki o en la más sencilla taberna izakaya. Unas humildes verduras de invierno delicadamente encurtidas, una sopa de miso humeante en un cuenco plástico que deshiela el frío o el estómago de un pez globo con guisantes tiernos nos conectan con ellos y nos abren el camino de la comprensión mutua. Hay pocos pueblos para los que la búsqueda, cuidado y degustación de la comida sea la actividad social comunitaria más relevante. Ahí sí nos sentimos hermanos.
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