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Pequeñas infamias

Siembra vientos

Carmen Posadas

Viernes, 07 de Marzo 2025, 06:56h

Tiempo de lectura: 3 min

Cada vez estoy más convencida de que nosotros, felices terrícolas hijos y nietos de la Guerra Fría, hemos sido víctimas de un feliz espejismo. Fue tal el trauma de la Segunda Guerra Mundial, y la consecuente amenaza nuclear, que el mundo occidental comprendió que había que aprender de errores pasados para no repetirlos. Y no solo eso. Comprendió, además, que para evitar futuros horrores era necesario sentar unas bases comunes, crear una serie de organismos y acordar leyes internacionales y contrapesos que propiciaran no solo la paz, sino también un pragmático ten con ten con respecto a sus antagonistas.

¿De verdad Trump, saltándose todas las leyes y a espaldas de sus hasta ahora aliados, va a regalarle a Putin buena parte de Ucrania?

Amparados por este deseo general de hacer buena letra –y en el marco de un mundo bipolar, es decir, conscientes de que cualquier ardor guerrero que enfrentara a los dos bloques supondría el aniquilamiento general–, vivimos durante lustros una de las etapas más florecientes y pacíficas que recuerda la historia. Eran tiempos de pactar, no de confrontar; de sumar, no de restar; de pensar en grande, no de ser ombliguista, proteccionista o nacionalista. Las líneas rojas no se traspasaban, las leyes se respetaban y a ningún mandatario de un país avanzado se le ocurría conculcarlas. Hacerlo era solo cosa de los sátrapas, mandatarios de países atrasados y/o repúblicas bananeras.

¿Qué ha cambiado para que poco después de entrar en el siglo XXI aquel paréntesis de estabilidad y contención haya dado paso a tics autoritarios y al ocaso de las democracias tal como las hemos conocido? Las razones son muchas, pero una evidente es que las generaciones que vivieron las confrontaciones del siglo anterior están desapareciendo y, con ellas, el efecto preventivo del dolor y el horror vividos décadas atrás. El mundo es ahora otro y en él renacen viejas derivas autoritarias e imperialistas. Rasgos y sesgos que siempre han formado parte de la naturaleza humana, pero que para nosotros, moradores de uno de los periodos más prósperos y equilibrados que ha vivido el mundo, eran impensables. Tan impensables que nos dejan inermes ante las transgresiones que estamos viendo últimamente.

¿De verdad que Donald Trump, saltándose todas las leyes internacionales y a espaldas de sus hasta ahora aliados, va a regalarle a Putin buena parte de Ucrania? ¿Y de verdad que Pedro Sánchez, después de retorcer las leyes para conceder la amnistía a los convictos del procés, va a volver a contorsionarlas para crear una normativa que libre de toda responsabilidad penal a su señora y al fiscal del Estado? Muy probablemente sí, porque los tiempos han cambiado, mientras que nosotros, estupefactos espectadores (y sufridores) de la actualidad, seguimos pensando como siempre hemos pensado que ciertas cosas en el mundo civilizado no pasan. Pero hete aquí que sí ocurren, y lo más grave es que da la impresión de que no tienen consecuencias.

El cielo no se desplomará sobre nuestras cabezas cuando Trump le regale Ucrania a Putin y tampoco ha pasado nada en España después de que Sánchez concediera la amnistía a los del procés. Y eso es lo que ellos proclamarán sacando pecho: Sánchez, que la amnistía ha pacificado Cataluña, y Trump, que su política de apaciguamiento es una gran jugada geopolítica que devuelve el orgullo a Rusia y, por tanto, la estabilidad en la zona. Y mientras tanto nosotros, hijos del feliz espejismo antes mencionado, nos contentaremos pensando que tal vez tengan razón ellos porque, en efecto, a corto plazo, el retorcer las leyes y saltarse todos los principios ha acabado con ambos conflictos. Qué brillantes son, qué bien lo han hecho; al fin y al cabo, Cataluña y Ucrania bien valen una misa (o una bajada de pantalones).

Escribió Javier Marías hace años que uno de los momentos más temibles de la historia es cuando a la gente empiezan a parecerles aceptables e incluso deseables medidas que son anómalas o de todo punto injustas. Porque, como también apuntaba él, al principio nada cambia. Es más adelante, dentro de tres, cinco o más años, que transgresiones e injusticias muestran sus consecuencias. Porque quien siembra vientos (o injusticias o, directamente, errores garrafales), tarde o temprano, cosecha tempestades. Pero lo malo es que quienes las cosecharán no serán ellos, que posiblemente para entonces ya no estarán en el poder. Las cosecharemos nosotros, felices  beneficiarios de aquel paréntesis de sensatez que fueron los lustros posteriores a los horrores de la primera mitad del siglo XX. Sensato paréntesis que creíamos era norma y no era más que un espejismo.