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Hay una rara belleza en la desnudez con que se despliega la arquitectura por la trama urbana de El Realengo, la localidad alicantina perteneciente al ... municipio de Crevillente, cuya austera fisonomía tiene también un componente hipnótico: la viviendas forman una secuencia que se repite según una caligrafía ordenada y pulcra, cuyo mayor encanto consiste en la ausencia de ambiciones decorativas. El Realengo ejerce una seductora impresión desde las imágenes de una publicación recién editada, destinada a retratar ese acabado ejemplo de los llamados pueblos de colonización, la ambición de ocupar el vacío de la España profunda del siglo pasado, los parajes semidesérticos donde sólo habitaba la auténtica nada, que impulsó un movimiento arquitectónico y urbanístico (también sociológico) muy interesante, que merece la atención de los expertos y la curiosidad del profano: el interés que distingue por ejemplo la desconcertante estampa, como si fuera urbanismo de laboratorio, de tantos enclaves repartidos por toda la Comunitat con aquel mismo propósito: devolver la vida a rincones que carecían de ella.
Un objetivo que movilizó a la maquinaria del Estado según el código propio de toda dictadura pero que, paradójicamente, reclutó para materializarse a la crema de la intelectualidad del momento. Arquitectos, pintores, escultores y otros profesionales, en las antípodas del régimen franquista, que se alistaron para alumbrar El Realengo, Marines, Loriguilla y cientos de núcleos habitados por toda España de acuerdo con el mismo espíritu con que se colonizó el Lejano Oeste en aquellas películas de indios y vaqueros. ¿De qué prestigiosos profesionales estamos hablando? Por ejemplo, de arquitectos como José Luis Fernández del Amo, Carlos Arniches, Alejandro de la Sota, Antonio Fernández Alba (fallecido por cierto ayer, a los 98 años) y unos cuantos más, cimas de su profesión en aquel momento. O de escultores como Juana Francés, Rafael Canogar, Manolo Millares, Pablo Serrano... Artistas cuyos servicios se reclaman para proveer de un atractivo adicional a las obras que firmaban sus compañeros arquitectos y que dejaron la muestra de su talento en las creaciones que ornamentaban, sobre todo, piezas como las inevitables iglesias que acompañaban todo el programa arquitectónico.
En el caso concreto de El Realengo, el arquitecto que prácticamente se inventó de la nada esta localidad enclavada en un desierto de secano y cereal fue precisamente Fernández del Amo, cumbre de la arquitectura moderna española. De su tablero salieron otras creaciones de parecida índole, que sirven ahora como material para una exposición que se ha podido visitar en la sede del ICO en Madrid hasta el 12 de mayo con una nomenclatura que en efecto apela a la condición inexistente de todos estos pueblos hasta la fecha de su nacimiento: «Miradas a un paisaje inventado'. Aunque los comisarios de la exposición, y autores del primoroso catálogo, Ana Amado y Andrés Patiño rastrean entre la historiografía de la España de los albores del siglo XX que se empeñaba en promover una reforma agraria que acabara con la pobreza inherente a la población rural, su estudio fija este movimiento colonizador en una fecha concreta. Concreta más o menos: porque aunque el momento clave se vincula a la creación del Instituto Nacional de Colonización (INC), una criatura alumbrada por el franquismo en temprana hora (octubre de 1939, nada menos: recién concluida la Guerra Civil), sus objetivos sólo se empiezan a materializar a partir del aparato legal que desarrolla la dictadura para que sirva como coartada para sus propósitos. En 1940 promulga la primera ley al respecto, dos años después se autoriza al INC (que tuvo en Valencia su sede en la calle Salamanca y más tarde en San Vicente), a adquirir mediante decretos las fincas voluntariamente ofrecidas por sus propietarios. Un desarrollo legislativo que el régimen dictatorial perfeccionaría años después: en 1946, con la Ley de Expropiación de fincas rústicas consideradas de interés social, y en 1949 con la Ley de Colonización y Distribución de la Propiedad de las Zonas Regables.
Nace entonces un empeño homérico, casi una epopeya: recuperar para la vida habitada esos inmensos espacios de la España interior que con tiempo, y gracias al olfato del escritor Sergio del Molino, llamaremos España vacía. La España vacía, y la Valencia no menos vacía, que empezaron a llenar de vida, aunque fuera de esta manera postiza y algo ortopédica, gracias a que la dictadura supo movilizar a todas esas leyendas de la arquitectura de entonces, en compañía de una lujosa escudería de artistas que añadieron su talento en forma de evocadoras piezas escultóricas a las creaciones de sus colegas. Los citados Millares, Francés y compañía participaron de este compromiso colectivo, de fuerte arraigo social e ideológico, para sacar en algunos casos de la miseria más severa a los ocupantes de los pueblos de colonización, en su mayoría agricultores de tierras vecinas o incluso alejadas: más de 70 kilómetros separan por ejemplo el pantano de Benagéber del enclave bautizado como San Antonio de Benagéber, adonde fue trasladada la población allá en 1955 cuando tuvo que renunciar a sus casas anegadas por las aguas del embalse y aceptar que su futuro pasaba desde entonces por el pueblo recién construido para ellos, los llamados 75 colonos. Las familias a quienes el mismísimo general Franco entregó una mañana de 1952 las llaves de sus nuevas casas.
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Fue una suerte de exilio que tuvieron que tolerar porque no había alternativa y que disponía de alguna ventaja: plantar su domicilio en un punto cercano a Valencia, bien comunicado con las poblaciones vecinas, a costa de renunciar a sus antiguos hogares en una arriscada zona de la provincia de Valencia, de complicado acceso. No sería el caso mayoritario de los colonos de San Antonio, pero la exposición y la publicación del ICO anotan ejemplos de colonos para quienes habitar sus nuevas casas, recién construidas, supuso que por fin tuvieran un suelo digno donde albergar sus sueños de un porvenir mejor y un techo que les cobijase a ellos y a su prole. Incluso hubo frecuentes casos de traslados de los nuevos vecinos de todas estas urbanizaciones de nuevo cuño desde puntos muy remotos: una travesía de cientos de kilómetros que se justificaba precisamente por la confianza en un porvenir más luminoso. Era la España que dejaba atrás el blanco y negro y abrazaba ya el color.
La inmensa mayoría de estas poblaciones, como se puede deducir, nacieron en las tierras más olvidadas, en los confines de Extremadura o las dos Castillas. También en Aragón se conocen multitud de experiencias parecidas, más extrañas en la España meridional. De ahí que haya que entender los casos repartidos por la Comunidad como rarezas que obedecen a uno de los factores que entraba en juego durante el proceso de colonización: puesto que se trataba de activar la creación de riqueza a través de la explotación agrícola, aquella odisea necesitaba activar el factor clave que la hiciera posible, el agua. Razón por la cual numerosos pueblos de la colonización nacen vinculados a la explotación de un pantano, como ocurre por ejemplo en Loriguilla: el municipio del Camp de Turia es un caso paradigmático de esta corriente, porque, aunque se trata de una única unidad física, en realidad es la suma de dos enclaves. Uno, el término original ubicado en la comarca de Los Serranos, al que se adhirió luego de la construcción de un pantano otro encave: una especie de Frankestein arquitectónico que cristalizó gracias a la compra, en los primeros años del siglo pasado, de la Masía del Conde de Torrefiel, una casa de campo que junto con los terrenos circundantes permitió que naciera un nuevo Loriguilla adherido al viejo. Un matrimonio de conveniencia con final feliz. Hoy es un dinámico municipio dotado de un valioso patrimonio ambiental: tal vez, el pueblo con más zonas verdes de toda Valencia.
El de Loriguilla es un fenómeno similar al seguido en otro de los pueblos de colonización de la provincia: San Antonio de Benagéber. A media mañana de un día cualquiera de mayo, su vecindario parece recrearse en su suerte, la suerte que empezó a cambiar precisamente cuando fue incluido también en la España que se colonizó. Un octogenario pasea en bici, los comerciantes del mercadillo empiezan a retirar sus tenderetes, hay la fila habitual ante su celebrado horno y también rozan el lleno los bares dedicados al ritmo matinal del almuerzo. Y es también un enclave extraño, con ese aire postizo propio de los pueblos de colonización: aunque en su traza urbanística resisten aún algunos ejemplos de esa clase de arquitectura, como la iglesia que parece sacada de un poblado del Far West y un puñado de encaladas viviendas de planta baja con un piso en algún caso, el paso del tiempo ha ido deteriorando la imagen con que fue concebida por aquellos maestros de la arquitectura. La mayoría, por cierto, alineados en la izquierda: la paradoja de la colonización fue estos profesionales pusiera su talento al servicio de un régimen en sus antípodas. Tal vez fue una lección urbanística o de pura convivencia. El espíritu que aún palpita en San Antonio de Benagéber: el necesario entendimiento entre la mayoría de quienes residen hoy en sus casas antiguas y sobre todo sus urbanizaciones como un enclave dormitorio a unos minutos de Valencia y los descendentes de los antiguos colonos. Los que preservan el material genético de aquella odisea.
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