Ver 17 fotos

Manzana interior de la Finca Ferca, con zonas comunes PAULA HERNÁNDEZ

Vivir como en un pueblo dentro de una gran ciudad como Valencia

Decenas de construcciones de la capital de la Comunitat superan el millar de vecinos, lo que concede a quienes comparten espacio un sentimiento de comunidad muy arraigado

M. Hortelano

Valencia

Lunes, 29 de julio 2024, 00:22

Valencia es la tercera ciudad de España más poblada, con 830.606 vecinos, repartidos en 19 distritos. Pero, en esos barrios hay edificios que concentran vecindarios singulares de más de un millar de personas, que comparten algo más que ascensor o patio. Son las grandes ... urbanizaciones históricas de la ciudad, más allá de la nuevas promociones con pádel y piscina. Edificaciones pensadas y construidas en origen para ser sociales. Para generar un sentimiento de pertenencia, de comunidad. Y por qué no, para compartir los gastos de zonas comunes en las que imperan las manzanas interiores, las piscinas o la vegetación. Pero, ¿cómo es vivir casi dentro de un pueblo, sin salir de una gran ciudad como Valencia?

Publicidad

Entre las grandes promociones de la ciudad encontramos media docena de inmuebles o grupos muy particulares. Desde los dos de Emilio Artal, el del Grupo Residencial Agentes Comerciales de Gran Vía Germanías (228 viviendas) y la Finca Ferca (320 viviendas), pasando por la Finca Roja de Enrique Viedma (400 inmuebles), el edificio Iturbi de Joaquín Hernández (333 casas), el grupo Antonio Rueda (1.001 viviendas) firmado por Vicente Valls, Joaquín García y Luis Mares, o el Espai Verd de Antonio Cortes (108 pisos). Cada uno a su manera, es un pequeño municipio dentro de la ciudad. Así lo viven sus vecinos y así lo evidencia el modo de vida de estas mini urbes con características comunes.

El profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia Enrique Giménez cita tres etapas que definen la aparición de este tipo de construcciones. La primera, la llegada de la cultura de la vivienda obrera del periodo de entreguerras en la que se buscaba aprovechar el espacio como un lugar comunitario. «Era el ideal obrero de la colectividad», cuenta. En una segunda etapa, después de la guerra civil, se buscó el aprovechamiento económico del terciario de los edificios, con sus locales comerciales y pasajes. En una tercera, se utilizaron las dotaciones para compensar la competencia con la periferia y el auge de adosados, con zonas verdes y comunes.

Y de todas las de Valencia, la primera gran manzana ejemplar fue la Finca Roja, basada en un concepto de organización urbana en una manzana equipada y unos espacios comunes a la imagen de las 'hof vienesas' de entreguerras. Eran el ideal de vivienda obrera de la colectividad. Y se cumplió en gran medida. Porque la Finca Roja y sus 1.400 habitantes acabaron funcionando como una comunidad solidaria con un Ateneo, una pequeña tienda, jardín y hasta un refugio. «Esa idea de manzana se abandono, salvo por ejemplo en la Finca Ferca, que imitó en buena medida el modelo». A cambio, no estaba céntrica, pero tenía la novedad de tener piscina y generó un carácter propio en la población, que adquirió un sentimiento de pertenencia y contó con espacio exterior explotado por terceros.

Publicidad

Clara Montesinos ha sido vecina de la Finca Ferca desde 1981 y reconoce que el edificio genera un sentimiento de comunidad fuerte. Además, le atribuye a esta gran manzana en la que viven más de 1.200 personas un poder en la conformación del barrio, en su día, porque muchos de los vecinos montaron en su día los negocios alrededor. Desde el bar Ricardo, al kiosco de Isi, el ultramarinos de Juan Carlos o la droguería de Jose. «Salíamos poco porque todas las necesidades las teníamos cubiertas a un paso». Siempre ha habido un sentimiento de protección y de formación de las pandillas y las amistades.

En el grupo de viviendas Antonio Rueda no hay piscina. Ni ninguna dotación de uso exclusivo para vecinos. Pero como explica Mari Carmen García, la presidenta de la asociación de vecinos, vivir ahí «es prácticamente como hacerlo en un pueblo. Nos conocemos todos, hemos ido al colegio juntos, nuestros hijos son amigos. Somos una gran familia», dice. «Somos vecinos, pero muchos somos amigos». Algo que se percibe igual en el resto de grandes inmuebles. «Los niños pueden bajar a jugar sin que tengas que preocuparte y la gente más mayor puede pasear sin tener que salir a la calle», cuenta Pedro, uno de los vecinos de Iturbi. Juan, vecino de la Finca Roja, ahonda en la misma idea de comunidad, que lleva a los habitantes del mítico edificio a tener su propio gentilicio, como si de un verdadero pueblo se tratara. «Se llaman fincarrojeños», cuenta y revela que incluso existe reuniones anuales entre algunos de los vecinos más antiguos, incluso los que ya no viven ni siquiera en Valencia. Y es que aquí casi todos se conocen, hasta el punto de que cuando alguien fallece, se avisa a toda la comunidad.

Publicidad

Pero, vivir en estas manzanas, algunas con más población que muchos pueblos, tiene sus derivadas psicosociales. Lo explica la psicóloga Beatriz González, de Somos Psicólogos, que asegura que este tipo de edificaciones «promueven la socialización y el sentimiento de pertenencias, además de facilitar las interacciones sociales en las áreas comunes de la piscina, parques o zonas deportivas. Esa presencia de zonas comunes, precisamente, puede aumentar el sentimiento de seguridad, ya que los residentes se familiarizan con los vecinos y están más dispuestos a vigilar y cuidar el entorno compartido. Esto, explica la experta, acaba generando unos valores compartidos y se llegan a conformar unos valores de grupo. «Todo esto es incluso más evidente en los casos en los que hay niños, porque tienen más oportunidades de jugar con otros, desarrollar habilidades sociales y aprender a trabajar en equipo».

Pero no todo es positivo, porque, por contra, vivir en urbanizaciones cerradas puede suponer una falta de privacidad y un exceso de cercanía que puede llevar a conflictos. Además, esa homogenización muchas veces de renta o estilo de vida puede tener «un efecto de sesgo social y puede limitar la exposición a diferentes realidades y perspectivas». «La sensación de vivir en un pueblo dentro de la ciudad puede fomentar una vida más tranquila y conectada, pero también reducir la diversidad de experiencias y contactos sociales», concluye.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€

Publicidad