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Los primeros peuquitos que calzaron sus pies o los de sus hijos, aquella bufanda de rayas de colores que le libró de los resfriados camino del colegio, el poncho anudado con borlas que admiró a amigas y vecinas. El suéter para que el papá y ... los abuelos vivieran abrigados, esa toquilla para proteger la espalda de los enfriamientos, la rebequita que dejaba caer sobre sus hombros en las amenas veladas de verano. Incluso la chaqueta tejida con hilo de seda y detalles de cuero que tan bien le quedaba cuando se arreglaba para salir. Sí, durante mucho tiempo, la vida se escribió sobre punto tejido en casa con largas agujas de hacer calceta o finos ganchillos para delicadas labores de lana. Hasta ese universo viaja LAS PROVINCIAS. La visita conduce a un emblemático comercio donde miles de valencianos adquirieron la materia con la que se tejieron esas prendas, y quizás muchas más, que abrigaron vidas y que hoy revelan el retrato de una sociedad de lecciones y tardes de labores en los dominios domésticos,
Entramos en Lanas El Vellón, nombre con el que Lucio Aspas después de la guerra rebautizó la que había sido paquetería San Antonio para centrarse en la venta de lanas. Allí, tirando del hilo, pervivió aquel negocio hasta 2008, cuando cerró para siempre un espacio de «lanas selectas» con «especialidad en labores» que había heredado el hijo del fundador, Enrique Aspas. El sucesor y su esposa, Lina Deltell, regentaron el establecimiento durante más de cuarenta años de una casa que se presentaba a clientes y proveedores con bolsa y tarjeta blancas sobre las que en verde se leía el nombre del comercio y la dirección: 'Calabazas, 3 y Flassaders, 4', esquina de las entrañas de la ciudad. Hasta allí nos acompaña Lina, quien acude a la cita junto a Sergio Aspas, uno de sus cuatro hijos.
«Cuando me casé con mi marido, en 1964, era una tienda muy antigua» con nombre de profundas raíces y asentada en un barrio no menos arraigado de la capital del Turia. Lina, que hasta entonces había sido profesora en el colegio de Sana Ana, y Enrique tomaron las riendas del negocio que prontó se entregó a reformar las instalaciones del bajo del edificio de tres plantas propiedad de los titulares del establecimiento en el que aún hoy, a la altura del piso superior, la fachada conserva la polea de la que se servían para bajar el género desde la cambra dedicada a almacén. La tienda, que llegó a contar con cuatro dependientas: Amparo, María José, Mercedes y Paqui, y durante algunos años, también con Pepa Llorca, la abuela, en el equipo que atendía al público. Pepa, al frente de la caja, dando lecciones y sabios consejos a las clientas que los requerían para la artesana labor de tejer lana.
La ilusión de Lina, y el empuje de Enrique, formado en la Escuela de Artesanos y luego en una firma de hilaturas de Tarrasa, alumbraron una nueva manera de concebir el comercio cuando en los años sesenta la sociedad apostaba por el color y los atractivos escaparates desde los que El Vellón mostraba las lanas ovilladas con la faja de marcas como «Katia, Margatita o Pingouin Esmeralda, entre otras. Teníamos perlé de todas las casas, algodón... De las que más nos servíamos era de Katia» y también de firmas de Italia y Alemania, apunta Lina al tiempo que recuerda que vaiajaban a ferias de París y del país germano, donde ella «se ponía morada» comprando género para ponerlo al servicio de los valencianos.
La reforma dio al establecimiento un diseño con aspecto de «anfiteatro. Había como una planta baja y alrededor de esta se levantaba a tres escalones de distancia lo que llamábamos la naya». Sobre ese altillo que circundaba el espacio se distribuían las estanterías en cuyos rectagulares huecos se encajaban los ovillos que ya antes de pasar por las agujas dibujaban un paisaje de color ante el que a cualquiera que mirara se le hacía la boca agua. Por el cuidado de esa disposición Enrique, el dueño de la tienda, mostraba gran empeño. «Mi padre nos decía que nunca quedara hueco, que siempre el estante estuviera lleno de ovillos», recalca Sergio. El orden y la generación de una vista atractiva era la clave. La estética no se podía dejar de la mano.
Hasta El Vellón se acercaban clientes, fundamentalemente mujeres, llegadas de cualquier parte de la ciudad y de numerosos pueblos en busca de la lana y las agujas del número que señalaba el grosor adecuado para la labor a emprender. El género deseado se adquiría tras observar cómo los expertos comerciantes con sumo cuidado extraían el hilo -ya saben por el que se saca el ovillo- permitiendo a la clienta tocarlo para decidir la compra y luego, mostrando envidiable destreza, devolverlo a su sitio sin que el ovillo se desmoronara perdiendo el atractivo.
Lanas El Vellón no se conformó con vender. Lina, con marcada personalidad emprendedora imprimió un valor añadido llevando a los escaparates el resultado de sus propios trabajos. Jerseys, chaquetas, suéters que ella misma tejía no sólo con lana, sino incorporándoles piezas de cuero u otros aderezos que se convertían en reclamo para una clientela interesada en «tener uno como ese. Nos los quitaban de las manos», apunta Lina.
La comerciante desplegaba su carácter didáctico ante señoras interesadas por aprender. Así, llegaban las lecciones que señalaban, por ejemplo, que a tejer una chaqueta se empezaba por la espalda con el cálculo exacto de los puntos, luego se marcaba la sisa, después los delanteros -«la mitad de la espalda más la tira para cada uno»- y al final, las mangas. Todo con matemático cálculo de pasadas y puntos a dar para conseguir que la pieza sentara que ni pintada. «Para una talla media, 40-42, se necesitaban cinco o seis ovillos». También se recomendaban las agujas, ya fueran para calceta o para ganchillo, incluso las «circulares para hacer los cuellos». Tal vez usted guarde, incluso use para sus labores, alguna en casa dentro de uno de aquellos tubos largos que tantas veces vio en manos de su madre o su abuela en tardes que reclamaron su colaboración para que extendiera los brazos hacia delante y en torno a ellos madejaron la lana con la que andaban enfrascadas.
El Vellón vendía y enseñaba. Y, además, innovaba constantemente. El negocio estaba muy vivo. Lina viajaba a las ferias internacionales y no dejaba de introducir nuevos géneros, como aquel que aún recuerda del que salían unas prendas admirables: «De la feria de la malla de París trajimos una cinta que era como de papel ,no tenía tcasi torsión, y una vez tejida quedaba preciosa». Tuvo gran éxito, tanto que Sergio cuenta que «estando en Ibiza mi padre llevaba una chaqueta que le había hecho mi madre con ese punto y se acercó un alemán para intersarse por ella».
Por El Vellón pasaron señoras deseosas de aprender, otras que ya sabían. También «diseñadores como Francis Montesinos, y el dueño de Hollywood», apunta la comerciante. Las clientas anhelaban los jerseys hechos en casa, como se llamaban por aquellos años en los que la mujer todavía no había conquistado al cien por cien el mercado laboral y dedicaba parte de su jornada al arte de manejar las dos agujas colocadas bajos las axilas, o sólo una, y la segunda al aire. Incluso las ha habido y las hay, aunque cada vez menos, que trataban con las dos armas de tejer al aire.
Aquella emblematica tienda de la esquina de Flassaders con Calabazas que antes de vender lanas fue paquetería «cuando todavía Cuba y Filipinas eran españolas», como cuenta Sergio que refería su padre el origen del establecimiento, fue protagonista y testigo del gran cambio social. Desde sus mostradores los dueños del establecimiento contribuyeron a escribir la historia de Valencia en el corazón de uno de sus más entrañables barrios, el del Mercat. Tendieron un largo hilo que enlazó a los valencianos hasta que cambió la manera de vestir la vida.
OTRAS TIENDAS
Laura Garcés
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