A las puertas del polideportivo de Segorbe se arremolinan los habitantes de Montán, horas después de ver los vídeos de cómo las llamas amenazaban con devorar su pueblo. El cansancio se refleja en sus rostros. Y también la pena. Maydole Barrachina, de 27 ... años, camina cabizbaja por las inmediaciones del espacio habilitado por Cruz Roja en compañía de su padre. En sus grandes ojos claros se refleja la lástima que la está devorando por dentro. «Siento impotencia. Ves que el pueblo en el que has vivido toda tu vida se ha convertido en cenizas. Aunque nos den ayudas no nos pueden devolver todo lo que hemos perdido», lamenta. Las oliveras que eran propiedad de su abuelo y de las que ahora se encargaba su padre han quedado calcinadas. Las llamas han arrasado con su herencia familiar en un abrir y cerrar de ojos.
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Al principio, la mujer prefiere no hacer declaraciones a los medios de comunicación, como la mayoría de personas que han encontrado cobijo en el albergue de Segorbe después que tener que abandonar de manera forzosa sus hogares. Tienen las fuerzas mermadas por una catástrofe que no saben cuándo va a terminar. Están cansados de revivir, una y otra vez, el infierno que están atravesando. Tampoco ven clara una salida. La vida que conocían hasta entonces se ha reducido a cenizas. Pero al final, Maydole habla para transmitir las penurias que están sufriendo. Las ganas de volver a sus residencias se entremezclan con el dolor de saber que a su alrededor lo único que van a encontrar es vegetación teñida de negro. Y que a partir de este momento, se convertirá en la realidad con la que les va a tocar convivir día a día. Una imagen totalmente diferente a la que tenían de su tierra natal.
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«Esto es desolador. Te toca la moral. El fuego ha arrasado también con los remolques que teníamos fuera de nuestra propiedad», cuenta la vecina de Montán. Gracias al cortafuegos que se había habilitado en torno a la zona, las llamas no han logrado penetrar dentro de las viviendas, «¿pero todo lo demás que ha quedado calcinado quién nos lo devuelve?, reflexiona Maydole. Los residentes del pueblo afectado sienten rabia e impotencia por no poderse acercar a la zona cercada por las llamas. «Somos nosotros los que conocemos los caminos. Yo por ejemplo he hecho mucho senderismo por la zona. Podríamos ayudar mucho a los bomberos y orientarles, pero no se nos escucha«, se queja la joven.
En Montán se han quedado los nueve perros que para ella «son toda mi vida» y también sus conejos y gallinas. La poca información de la que disponen no les permite hacerse una idea de cómo se encontrarán su tierra. Sus raíces. Iván Corredera tiene 35 años y también es vecino de Montán. Está inquieto, conmocionado. Él está viviendo junto con su mujer y sus hijos en casa de su hermana después de que les hicieran abandonar su vivienda. Pero aun así, todos los días pasa por el polideportivo de Segorbe para hablar con sus vecinos. «Vengo aquí siempre para ver si alguien sabe algo más. Voy buscando información por todas partes porque no nos dicen nada», comenta apenado. La única forma que tienen de saber qué está ocurriendo en su pueblo es a través de los vídeos que les envían los guardias forestales.
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Su mundo se rompió en pedazos cuando vio cómo las llamas se avivaban alrededor de Montán. «Ha sido el peor momento que he vivido. Incluso peor que cuando me desalojaron de mi casa», confiesa Iván. Está impaciente por volver a su pueblo y ver sobre el terreno todos los daños. Pero no les permiten acercarse. «Conozco a un chico que tiene una granja de gallinas y sólo le dejaron ir diez minutos a ponerles pienso. Ni siquiera le dejaron ver si los animales seguían con vida», dice el vecino con resignación. Junto a él están sus hijos pequeños, que trepan a los brazos de su madre. Tienen ganas de jugar. Corretean y ríen, ajenos a la situación devastadora que les ha tocado vivir. Y sin poder ir al colegio para reunirse otra vez con sus amigos. Su infancia ha quedado pausada mientras el incendio siga amenazando Montán.
Marco Sánchez, de 59 años, apura un cigarro de liar detrás de otro a las puertas del polideportivo. El hombre no duda en unirse a la conversación. Tiene ganas de alzar la voz. Él vive en una aldea de Castellón que se llama La Artejuela, a la que también desalojaron. Siente rabia ante una situación que, en su opinión, se podría haber evitado invirtiendo más en prevención de incendios. «Llevamos 20 años pidiendo que limpien los bosques. Estaba todo muy descuidado y toda la maleza se ha convertido en la gasolina que ha prendido el incendio», opina sin tapujos. Ahora, alude que parte de esta situación proviene tras dos décadas en las que llevaban reclamando que la zona se limpiara, sin obtener respuesta. También tuvo que soltar a su gato «para que tuviera una oportunidad de sobrevivir». Llevaba criando al animal prácticamente desde que nació. Le daba el biberón. Ahora no sabe si volverá a verlo a su regreso. Marco se despide. Es la hora de comer. Pero vuelve a repetir: «Esto se debería de haber prevenido». Y se va, cargando con la rabia a cuestas.
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