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La primera vez que Maribel vio a Luis él estaba en un rincón del bar, nada más entrar a la izquierda, en el ángulo muerto que deja el marco de la puerta. El sitio ideal para estar tranquilo, apoyado en la barra, con vistas a la calle. Han pasado cincuenta y seis años desde entonces, si se cuentan los cuatro de noviazgo y los cincuenta y dos de matrimonio. Ella acababa de cumplir los dieciocho, una cría en aquellos tiempos, cuando el bar Júcar, como se llama ahora, al lado del siempre bullicioso mercado del Cabanyal, era más pequeño y el fondo de la barra estaba repleto de toneles.
El inevitable transcurso de los años ha modificado la piel de nuestros protagonistas y también la del paisaje, pero el lugar sigue siendo el mismo, la mesa, la número uno, en la que cada mañana desde hace más de medio siglo Maribel y Luis se sientan a almorzar. En ella él le declaró su amor y a ella vuelven cada día. Maribel toma siempre una tostada con tomate y anchoas y un café con leche. Luis prefiere los bocadillos, en especial el de sepia. En la mesa contigua acaba de dejar (casi habría que emplear el verbo descargar) el camarero uno compuesto por una barra entera de pan, patatas, alioli, ajitos tiernos y entrecot; en su interior también bailan y brillan tres huevos fritos.
El trasiego de personas y la algarabía son constantes y evidencian la buena salud del negocio. Las paredes están decoradas con fotos antiguas, una de ellas de cuando la pareja comenzaba su relación, «creo que es una boda a la que fuimos cuando éramos novio» dice Maribel. También cuelga de los muros un antiguo traje de fallera enmarcado y portadas de Las Provincias dando cuenta de los daños causados por la riada del 57, el suceso que marcó un antes y un después en la vida de este barrio. Luis recuerda que el anterior bar estaba cerca del otro mercado, en la calle San Pedro, y que tras la catástrofe se abrió el de ahora. Se llamaba bar Julián, como su propietario, y con los años se alquiló a otros que cambiaron su nombre por el actual. Pero para este hombre de mirada bondadosa sigue siendo lo mismo, el espacio en el que han transcurrido los mejores momentos de su vida.
Cuenta las cosas a pinceladas, tiene un hablar impresionista y ochenta y dos años. «Empecé de fontanero a los catorce, después me fui a reparar ferrocarriles y ya después de casado, como todos en mi familia eran portuarios empecé a trabajar de estibador hasta que un día me caí de un contenedor y me jubilaron, con 55 años. Me partí la tibia y el peroné y me tuvieron que poner catorce tornillos», dice bajo la atenta mirada de su hija mayor, Julia, que ha venido a tomarse el café con leche. Tienen otros dos, Marisa y José Manuel. También está su cuñado, y un sobrino que se asoma por la ventana a saludar. O un vecino que pasa. Es como si estuviera sentado en el salón de su casa porque, a fin de cuentas, explica «yo estoy en este bar desde el día que se abrió».
Se vacían las mesas y se vuelven a llenar enseguida. Julia se vuelve al trabajo y Luis espera a Maribel, que ha ido a hacerse las mechas a la peluquería. Cuando llega se sienta frente a él y le toma la mano. Siempre se están riendo. Ella y su hermana, Josefa, nacieron en el teatro Talía, que es un sitio precioso para venir al mundo «si es por una buena razón», precisa, «porque nuestros padres eran los porteros».
Mientras, Luis intenta reproducir aquel lejano momento en el que, por primera vez, le dijo que la quería. Y lo hace mientras la mira con cariño. Ella recibe las palabras como un regalo inesperado, «no hemos discutido nunca, pocos matrimonios hay así, y nunca hemos salido de este bar, toda nuestra vida la hemos pasado aquí», explica. Y, casi sin querer, mira al rincón en el que estaba Luis aquel día, cuando le echó el ojo por primera vez. Tiene una memoria precisa, «era Viernes Santo y en la tele del bar estaban poniendo Bernadette de Lourdes». Después de aquellos primeros encuentros, «porque soy muy bromista, le dije que me quería meter a monja de clausura y él se lo creyó; luego me supo mal y un día le conté que me había arrepentido. Era muy joven y tenía un poco de miedo...pero ya empezó a buscarme, venía con los amigos y con la Vespa, a darme una vuelta por ahí y siempre pasábamos por el bar, siempre nos sentamos en la misma mesa».
Los años fueron discurriendo como en cualquier otra familia. Maribel dejó el bar en el que comenzó a trabajar y se fue al colegio del Pilar, donde estuvo veinticinco años. De allí a una farmacia en la avenida del Puerto, hasta el día de la jubilación. Pero siempre con el hilo conductor de este espacio al que cada mañana llegan seres humanos con ganas de llenar el estómago, una monotonía que lejos de ser motivo de hastío parece ser causa de alegría. Todo fluye, como dice Luis, «porque ella manda pero yo hago lo que quiero. Vamos, que nos llevamos de puta madre». Maribel recoge el carro de la compra y de camino al coche saludan a la peluquera y a otro par de vecinos. Se van a Algimia de Alfara, donde tienen una casa en la que hallaron refugio durante los meses de confinamiento por la pandemia. Y donde tienen una perrita, Luna, que espera para dar su paseo. Cruzan hacia la calle Santos Justo y Pastor y se pierden tras la esquina.
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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