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Pasajeros en la Estación del Norte I. Arlandis

La odisea de viajar en cercanías en pleno agosto

Los retrasos son ya costumbre para muchos viajeros, que deben esperar impacientes para poder resguardarse de las altas temperaturas

Gonzalo Escrig Molina

Valencia

Sábado, 12 de agosto 2023, 19:24

La tarde comienza a desvanecerse en tonos naranjas y morados en el horizonte, mientras el cansancio del trabajo se entrelaza con la anticipación del retorno ... a casa. Las manecillas del reloj se arrastran con una cadencia obstinada mientras los pasajeros, impacientes, buscan señales del cercanías en la estación a las 18:15. La espera del retraso no sorprende; como un ritual familiar, el tren llega con cinco minutos de retraso. Agosto trae consigo una retirada de trenes, según Renfe, debido a la supuesta disminución de demanda en medio del resplandor turístico. Una perspectiva frustrante para quienes seguimos trabajando durante el verano.

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El calor del día se adhiere a la piel como una prenda pegajosa, y los abanicos y botellas de agua se convierten en escudos insuficientes contra el bochorno opresivo. De pronto, la megafonía cobra vida con su anuncio: «El tren con destino a Castelló de la Plana y Vinaròs partirá de la vía 6». Como si hubiera resonado un llamado a la batalla, los pasajeros se precipitan hacia la vía como una marea ansiosa, compitiendo por un asiento que promete un respiro bienvenido. Sin embargo, la suerte es esquiva para algunos, y, mientras los cuerpos encuentran su acomodo, el calor persiste como un fiel acompañante. El aire acondicionado, empeñado en desafiar la comodidad, parece haberse rendido en mi vagón.

Al menos no nos han cancelado el tren, pienso al sentarme. Siempre podría ser peor. ¿Como debe ser el tener que esperar durante quince o veinte minutos al tren para descubrir finalmente que ni si quiera va a llegar? ¿De verdad puede alguien no perder la cabeza al tener que aguantar más de cuarenta minutos al siguiente cercanías mientras el termómetro marca los 40 grados?

Estas preguntas me recuerdan a mi amiga Laura, que vive en Alzira. Es ya tradición recibir mensajes suyos quejándose sobre el servicio de cercanías que, muchas veces, son cancelados sin previo aviso para sorpresa de los viajeros. Debo decir que de momento no he tenido que sufrir ninguna cancelación, aunque Adif avisó a través de su cuenta de Twitter (ahora rebautizado como X) de retrasos de hasta 20 minutos en las líneas C5 y C6 por una incidencia en la infraestructura. No es raro ver tweets de pasajero quejándose de la falta de espacio en lo vagones y la lentitud de los trenes, que pueden llegara a retrasarse hasta 30 minutos.

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El reloj marca las 18:35 y el tren finalmente se pone en movimiento, arrancando un suspiro de alivio de los pasajeros. Pero ese alivio es efímero. Antes de salir completamente de la estación, el tren se detiene, como si la vía fuera demasiado estrecha para el flujo. Aunque los trenes han mermado en número, la congestión persiste, y los pasajeros se ven obligados a detenerse una y otra vez, mientras la espera se prolonga durante el trayecto. Es asombroso que el viaje de regreso a Valencia-Cabanyal parezca más largo que el trayecto hasta Sagunto. A veces, uno parece olvidarse de por qué se subió al tren en primer lugar.

Justo cuando la frustración alcanza su punto máximo y uno de mis compañeros de viaje está a punto de llamar a la puerta del maquinista, el tren reanuda su movimiento. Con la esperanza de que esto no se repita, todos suspiramos. Las ventanillas ofrecen una visión borrosa de campos cediendo ante la urbanidad. La ciudad se desvanece en los suburbios, y las estructuras ceden su lugar a zonas menos densas. Los pasajeros en sus asientos reflejan la dualidad del momento: el alivio de la actividad y el aburrimiento de la espera. El sol se hunde en el horizonte, y el escenario parece tranquilizarse, como si el tren compartiera el deseo de alcanzar su destino.

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Sin embargo, después de un trayecto en su mayoría tranquilo, el tren opta por detenerse nuevamente, esta vez en la estación de Puçol. Los minutos se estiran hasta parecer horas, y el aire se satura con una sensación de impaciencia. Una voz en la multitud pide a alguien que abra una ventana, pero, lamentablemente, la necesidad de una llave convierte esa opción en un sueño inalcanzable. Finalmente, el tren vuelve a avanzar, aunque a paso de tortuga. Aun después de más de una década usando Renfe, me cuesta comprender cómo puede tomar quince minutos llegar de Puçol a Sagunto, cuando la distancia entre ambos no supera los 10km. Un misterio que escapa a mi entendimiento.

El reloj sigue su lento avance, y tras una hora que parece haberse alargado indefinidamente, el tren anuncia su arribo a las 19:35 a Sagunto. Los pasajeros, tal vez un poco más cansados de lo esperado, descienden en una coreografía de movimientos fatigados pero llenos de determinación. La brisa del atardecer les da la bienvenida, disipando el calor asfixiante que los ha acompañado durante todo el trayecto.

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Así culmina esta experiencia de contrastes entre la espera ansiosa y el alivio de llegar al destino. Una odisea en la que el tiempo se desvanece mientras cada pasajero se lleva consigo su propia versión de la historia.

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