¿Cómo volver a las aulas y pedir a los niños que no tengan contacto físico? ¿Podrán aguantar la mascarilla? ¿Cómo pensar algo casi impensable? ¿Qué solución se puede dar a lo imposible? Difícil, ¿verdad? Se está hablando de las aulas burbuja como una manera de vuelta a la escuela. Los niños necesitan volver, recuperar su rutina, sus amigos, sus espacios donde compartir. A estas alturas esto lo sabemos todos, los padres lo han vivido en primera persona y los profesores están intentando dar viabilidad a esta necesidad. Pero la tarea no es fácil, hay que controlar las posibles transmisiones del virus y es posible que esta idea de aulas burbuja sea una solución. Es decir, que los niños solo se relacionen con sus compañeros siempre en la misma clase, que tengan entradas, salidas y horas de patio con espacios y tiempos diferenciados, y se limite a un solo profesor por aula. Es posible que entre todas las malas posibilidades esta sea la mejor manera de compensar esta necesidad que el niño tiene.
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Profesionales y familias somos conscientes del coste emocional que esta pandemia está teniendo en los más pequeños. Ahora estamos atendiendo lo que se anunciaba que llegaría. Emocionalmente no estamos igual, hay una sensación de estar privados de nuestro día a día.
Me decía un padre; «Casi preferiría estar en casa por la llegada de los alienígenas. ¡A esos sí que se les puede ver!». Y es que es muy difícil estar en alerta de algo que no ves. Y justo por eso tenemos a los niños y los adultos en un espectro que va desde la pura negación, «esto no es para tanto» y por tanto no cumplen las medidas de prevención, y a los muy preocupados que están presentando cuadros de ansiedad, fobia a salir o a ser tocado. Como el niño de 5 años que entró en pánico cuando llegó a un parque lleno de niños y adultos con sus mascarillas. «¿Y si me choco con alguien?, me contagiaré». O la madre que decía, «No sé qué hacer, ¿lo llevo al parque para que se relacione, nos quedamos en casa y nos relacionamos lo mínimo? De verdad, no sé qué es lo mejor, nos vamos a meter los tres en una burbuja y ya pasará».
Pero si lo pensamos un poco ya veníamos de un cambio en el estilo de la vida de los niños y de su familia. Una forma de vida ahora más nuclear que lleva a vivir en la casa solo con los padres, una reducción en los tiempos de las relaciones de los niños con sus iguales, agendas llenas de extraescolares que dificultan los tiempos de familia, o la falta de tiempo para hacer nada con otros niños y dar el paso al aburrimiento, tan necesario para que surja la creatividad. Y si esta surge en compañía de otros niños, más que mejor.
¿No parece que poco a poco estamos caminando hacia un aislamiento voluntario? Esta pandemia ha acelerado, y por supuesto exagerado, el final de un proceso que podría llegar a conducir hacia una burbuja familiar como signo de bienestar.
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Cuando el humano empezó a constituirse en comunidad, los padres junto con sus hijos, compartían espacios con los otros miembros del clan. La crianza era comunitaria, los niños jugaban cerca de los adultos mientras estos realizaban tareas para abastecerse de alimento y proporcionar seguridad.
Como sabemos, los niños a lo largo de la historia no han tenido mucho valor. Formaban parte de intercambios económicos, hacían de mano de obra gratuita o eran cedidos a familias que no tenían hijos en ocasiones por pequeñas retribuciones. Sin olvidar a los niños que se abandonaban si nacían con alguna tara. Por desgracia esto todavía sigue presente en algunos lugares.
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El sentido común nos llegó en el año 1959 cuando se redactaron los derechos de los niños. No se contemplaron como tal en la Declaración Universal de los Derechos Humanos redactados en 1948. No sabemos si por olvido o porque tras la segunda guerra mundial no había mucho espacio mental para pensar en el bienestar psicoemocional de los más pequeños.
A partir de ahí llega un periodo donde el concepto de niño mejora considerablemente. Las familias valoran tener muchos hijos y la familia extensa puede convertirse en todo un clan. Crecer junto con los tíos, primos y abuelos hace que la crianza comunitaria continúe en muchas de las familias. Y eso, para los que lo han vivido, es rico y facilitador.
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Quizás los más mayores recuerden cómo los niños de todas las edades jugaban juntos en la calle a modo de una especie de tribu local, con las madres, abuelos y algún que otro padre todos sentados «a la fresca». Los niños se enseñaban unos a otros, gestionaban sus enfados, algunos mejor que otros, pero los iguales servían de modelo para el desarrollo. Los juegos compartidos, físicos, de exploración, de experimentación otorgaban una riqueza de posibilidades. Pero esta experiencia comunitaria también servía para los nuevos padres, con toda la inseguridad que se tiene ante la llegada de un bebé. Habían visto dar de mamar a otras madres y en más de una ocasión habían cogido algún que otro bebe antes de tener el suyo propio. Crianza compartida nuevamente, con sus ventajas y sus desventajas, pero que ayudaba a no sentirse solo durante los tiempos más intensos de la crianza.
Pienso que en las dos últimas décadas en los países, sobre todo del llamado primer mundo, se ha caminado en una dirección más individualista en cuanto a la crianza. Las familias ya no son tan extensas y muchos de los padres actuales son o hijos únicos o, a lo sumo, tiene un hermano más. Las familias extensas se hacen pequeñas, los contactos familiares se reducen a encuentros puntuales y los niños ya no juegan en la calle en grandes grupos y con vigilancia compartida con diferentes adultos. Ahora el parque es el lugar social donde cada padre se ocupa de su hijo. Es difícil ver y aceptar que otro padre pueda reñir a tu hijo de algo que ha hecho, incluso el consuelo o la ayuda ha pasado a ser un espacio privado de los propios padres. No es ni mejor ni peor, es diferente, y constituye una cuestión clave que nos puede ayudar a reflexionar sobre este proceso social de crianza más individualizada y, ¿por qué no pensarlo?, una crianza donde el narcisismo de los padres puesto en el hijo tiene cada vez un peso mayor.
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Algunas familias buscan compensar este sentimiento de soledad en los grupos de crianza, masajes infantiles o se acercan a otros padres a fin de compartir la experiencia que están viviendo y que, como sabemos, genera muchas dudas, angustia y en algunos casos inseguridad. «¿Lo estaré haciendo bien?». «Hemos perdido nuestros referentes», «¿cómo lo hacían nuestros padres?».
En muchas ocasiones empezamos a valorar algo cuando esto deja de estar en nuestra mano. «Somos así», se dice. Los encuentros familiares han estado vetados y en este momento estamos privados de la libertad de interactuar con los demás con contacto físico, besos y abrazos, distancias de seguridad, riesgo de contagio. Demasiado para asumirlo, aceptarlo y normalizarlo. Los niños no ven la cara de los adultos con los que comparten parque, no podemos ayudar de manera espontánea si eso supone un riesgo. Estamos viendo poco a poco un encapsulamiento social, pero esta vez no forma parte de un proyecto familiar elegido, es decir, un solo hijo para que tenga de todo, extraescolares para que disfrute de muchas posibilidades, encuentros familiares contados por falta de tiempo, y falta de tiempo con los niños por tener demasiados frentes abiertos. Proyecto familiar que muchas familias ya se cuestionan una vez pueden parar y pensar. «¿Vale la pena tanto estrés?», «Me estoy perdiendo los primeros años de mis hijos y no voy a tener otra oportunidad».
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Qué rescatamos de todo esto, qué parte de esta burbuja en la que ya nos metimos como proyecto familiar y en la que ahora tenemos que entrar por necesidad es la que verdaderamente nos está privando de lo esencial y, sobre todo, qué es para nosotros aquello realmente esencial que queremos recuperar en cuanto se pueda.
El sentimiento de soledad como padres es una de las frases que he escuchado desde que empezó la pandemia. Soledad por no compartir, soledad por estar padres e hijos solos día a día. En resumen, soledad por no relacionarse. Si conseguimos salir de esta burbuja, está en nuestra mano que podamos volver a pensar en lo comunitario como forma de compartir el largo, intenso pero fascinante camino de la crianza de los hijos.
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