Nadie sabía nada
Plaza redonda ·
Acaba el año más triste de nuestras vidas, en el que batallamos impotentes en una contienda en la que la única defensa útil es la vacunaPlaza redonda ·
Acaba el año más triste de nuestras vidas, en el que batallamos impotentes en una contienda en la que la única defensa útil es la vacunaEl año agoniza. Se desdibuja en el calendario. Lo hace después de habernos zarandeado, incluso vapuleado. Y lo hace tras meternos en lo más parecido a una guerra que hemos podido vivir muchos de nosotros: estado de alarma, toque de queda, racionamiento de medicamentos, colas para comprar, confinamientos por real decreto, salvoconductos para moverse por la ciudad, hospitales de campaña, crueles recuentos de fallecidos y morgues desoladoras. Diez meses densos y extraños, corrosivos por momentos y siempre conmovedores. Casi un año salpicado por hechos angustiosos: setenta mayores fallecidos en una residencia y los contagios disparándose de un centro a otro; decenas de médicos infectados, algunos ingresados e, incluso, perdiendo la vida; la falta de equipos de protección adecuados, cuando todo empezaba y el personal sanitario recurría a bolsas de plástico y gafas de buceo para evitar el contacto; las contradicciones que llegaban desde arriba a los de abajo, transmitiendo la sensación de que nadie sabía qué ocurría, cómo controlar a ese virus desbocado o cómo frenar su agresividad, que por instantes llegó a parecer apocalíptica.
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El mundo se convirtió en una especie de jaula en la que los ciudadanos éramos como conejillos de indias en manos de comités de expertos -o inexpertos- que iban tomando medidas. La sensación era -sigue siendo- que nadie sabía nada, ni parece que aún lo sepan. Todas las dudas permanecen sobre el ambiente: cómo comenzó el virus, qué lo desencadenó, qué puede frenarlo, cómo afrontar las nuevas cepas...
Ha sido un tiempo duro, durísimo; pero, sobre todo, ha sido triste. Posiblemente, el año más triste de nuestras vidas. Ese en el que ni los éxitos particulares han podido saborearse porque el pesar colectivo ha caído sobre nosotros como una losa. Un año en el que la vida parecía ser un poema empapado de melancolía que lo impregnaba todo, hasta la asfixia.
El periodismo, que siempre debe estar metido en alguna trinchera para hacer bien su labor de informar, denunciar o investigar lo que sucede, se metió de lleno en ese campo de batalla que ha sido la lucha contra el Covid-19. Una vez allí, miró a los ojos a sus protagonistas: los que han estado y están gestionando la pandemia, los que dieron la cara para frenar su expansión y sus efectos devastadores y los que cayeron en este combate. Centenares y centenares de familiares, amigos o ciudadanos, no sólo de nuestra ciudad o barrio, también de otros lugares cercanos y lejanos. De todo este planeta al que el virus puso en jaque. De hecho, más de un millón y medio de personas han fallecido por su culpa. Imposible asimilar el horror del dato. La terrible realidad que hay detrás de él. Esa realidad impregnada de nombres propios: Francisco, Amparo o Manuel, símbolo y alma de la banda 'El litro' de Buñol; Carmelo, sor Amelia o Ángela, que se fue un 31 de marzo a los 58 años dejando atrás a sus hijas y un nieto que era todo para ella; Esther, Juan o Salvador Torres, uno de los héroes de la Quinta del Barro, aquellos soldados que limpiaron Valencia de fango y lodo tras la gran riada de 1957; Ana María Catalán, Miquel Just, José Noguera, Juan Serrano… Un deprimente goteo de historias personales que han sido quebradas. Historias de un tiempo en el que la palabra se convirtió en necesaria para hacer llegar a cada casa o ciudadano qué pasaba, a quién y por qué. Un tiempo en el que este periódico y los medios de comunicación en general se hicieron más imprescindibles que nunca. Porque nuestra gente necesitaba saber.
El flamante premio Cervantes, Francisco Brines, escribe en un poema -que recordé en la entrega de los galardones de LAS PROVINCIAS-: «No tuve amor a las palabras; / si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca, / fue por necesidad de no perder la vida, / y envejecer con algo de memoria /y alguna claridad». Ellas, esas palabras a las que hace alusión el poeta de Oliva, nos han permitido dar testimonio de lo vivido. Nos han dejado relatar a diario las realidades de este año en el que los periodistas tuvimos que salir a las calles desnudas y cerradas, entrar a hospitales abarrotados y mermados y acercarnos a nuestros vecinos conmovidos y confinados para contar lo que estaba pasando y lo que aún nos está ocurriendo. Y así, como escribe Brines, impregnar de memoria lo que estamos viviendo y de claridad lo que nos acontece.
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La palabra, con vocación de servicio, nos ha servido para contar que la pandemia se expandía, que las Fallas se suspendían, que los contagios se multiplicaban, que las UCI eran el epicentro de la lucha diaria por salvar vidas, que faltaban medios y personal, que el drama era colosal… La palabra nos ha permitido hacer periodismo en estado puro y dar, a través de ella, voz a aquellos que estuvieron en el fango -y aún siguen en él chapoteando con la dura realidad-: celadores, médicos y enfermeras, el tendero y el chófer de la EMT, el reponedor de un supermercado y la dependienta que atendía en los momentos de máxima tensión a los clientes, los farmacéuticos, las fuerzas de seguridad, los investigadores, los profesores, el personal de limpieza, los hosteleros, los empresarios que resistieron, los voluntarios que arroparon a los más vulnerables, nuestros quiosqueros, nuestros mayores... que han sido el eslabón más débil de la cadena. Ellos y todas las víctimas. Las que sobrevivieron a la crueldad del virus y las que no. Las que se fueron sin darles el último beso de despedida. Sin adiós.
Pero 2020 también nos ha dejado corrientes de solidaridad que reconfortan y que han hecho aflorar el lado más humano de este gran vecindario que es el mundo. Aquellos cocineros que se pusieron a elaborar desinteresadamente comidas para los más necesitados cuando sus restaurantes estaban cerrados; los taxistas que se ofrecieron a trasladar a sanitarios tras jornadas maratonianas; la joven que cantaba ópera desde la ventana de su casa para subir el ánimo del barrio; los primeros e improvisados aplausos desde los balcones... Mil historias encadenadas, casi todas anónimas, que posiblemente quedarán con el tiempo en el baúl del olvido. Igual que se desintegró la magia de las ocho de la tarde, los arcos iris de los ventanales o el 'Resistiré' como himno cotidiano.
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Sería injusto no citar que ha habido gente que se ha entregado, desde su responsabilidad más alta -política, me refiero- a intentar paliar los daños de esta pandemia. Igual que sería absurdo cerrar los ojos ante una evidencia: la escala de errores y las carencias de nuestra Sanidad, que quedaron al descubierto con el estallido del virus. Por ejemplo, la angustiosa falta de personal y de material y la discutible coordinación dentro del seno del Botánico -con rifirrafes internos, por momentos esperpénticos- a la hora de gestionar la crisis sanitaria. Aunque, dicho eso, a la consellera Ana Barceló nadie le puede cuestionar la entrega. Ni a ella, ni a su equipo. Otra cosa, insisto, son los errores internos del Botánico. Ese Consell en el que: Ximo Puig se atrincheró y fortaleció con la gestión de la pandemia y frenó todo lo demás; Mònica Oltra se desquició cuando se vio fuera de plano y se reivindicó dentro del gobierno y de su partido con declaraciones incendiarias; Gabriela Bravo se encumbró con el 'aporta o aparta' y Vicent Marzà se apuntó el tanto de una vuelta al cole controlada y consolidó un perfil bajo pensando en el futuro. Del resto, poco. Nada.
Pero eso comienza a formar parte del pasado. Ahora toca abrir ventanas para que la tristeza se airee y se cuele la esperanza. Esa que ya llega a decenas de rincones de nuestra tierra encapsulada en una vacuna. Ella es la que nos ayudará a dar sepultura a esta especie de invierno eterno que ha sido 2020. Una primavera en dosis que nos permita desterrar el escalofrío perpetuo que supone convivir con el virus. Desterrar, pero no olvidar. Como canta el grupo 'La M.O.D.A.': «Marineros del destierro / No dejéis de navegar / Por los que se fueron, pero están».
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Domingo, 27 de diciembre. Mañana se celebra los Santos Inocentes. 2020 ha parecido un camelo, una farsa. Lo triste es que ha sido real.
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