Daniel es uno de tantos ancianos que viven en residencias y que, en el mejor de los casos, hace muchos meses que no pueden pisar la calle ni abrazar a sus familiares. Fue pastor y está acostumbrado a la soledad, ahora resiste como puede este cruel encierro
La sala huele a comida. Ese aroma peculiar que brota de las cocinas en las que se guisa para muchas personas y que cualquiera que haya pasado por un colegio reconoce al instante. Acaban de recoger las últimas tazas y las penúltimas migas, algunos ancianos se mueven hacia la gran sala presidida por el televisor, unos dormitan en ese limbo eterno de las dolencias y los fármacos, otros toman una infusión y se acomodan en los sillones a la espera de nada. Más allá de la mujer que gesticula en la pantalla queda poco por hacer hasta la hora de comida y, después, hasta la de la cena. Algunos reciben visitas. Se sientan junto a una ventana que da a un callejón y sus familiares les hablan desde el otro lado de una plancha de metacrilato. Daniel no espera a nadie. Lleva calada su gorra, el bastón en la mano derecha, el bolso cruzado en bandolera con todas sus pertenencias de valor. El dinero, como si lo fuera a necesitar entre estas paredes.
«Calculo que queda un año para poder volver a salir a la calle, ¿cómo no lo voy a echar de menos?»
Se apellida Sánchez López, aunque dice que el segundo en realidad era Cuerda y que por alguna razón que ignora, «cosas de la guerra», lo cambiaron. Aunque él nació unos años después de acabar sin que recuerde muy bien la fecha, porque ha perdido un poco la memoria. Así que pongamos que han pasado setenta y cinco años desde que viniera al mundo en Peñas de San Pedro, por la Sierra de Alcaraz, a poco más de treinta kilómetros de Albacete, pueblo que dejó siendo un adolescente con la intención de no regresar jamás.
Nos sentamos en una de las mesas del comedor ahora vacío. Daniel es serio, fue pastor durante casi toda su vida, independiente, poco amigo de las bromas y ahora triste por no poder pisar la calle, salir, ir al bar a tomar un café, a charlar con sus escasos conocidos de Alzira porque solo lleva un año aquí y lo ha pasado casi todo, como sus compañeros de residencia, encerrado. Le pregunto si sabe leer y escribir y contesta: «No sé más que una miajica de firmar». Me cuenta entonces un episodio brutal, de cuando tenía unos doce años (siempre las fechas son aproximadas), y se animó a acercarse a la escuela con algunos de sus primos, «cuando se enteró mi padre me pegó una paliza que casi me mata». Y a buen seguro no exagera porque el hombre pasó seis meses en la cárcel y Daniel no tuvo otra que ser analfabeto y pastor como quería su progenitor, agricultor de oficio, al que dice que perdonó porque después de pasar por la prisión «iba todo de maravilla», a pesar de aquella vida de pobreza y hambre junto a su madre, «ama de casa, como si no existiera la pobrecica» y de dos hermanas de las que no sabe mucho. En realidad no sabe nada. Su mirada se pierde en dirección a la calle, que está tan solo a unos metros pero es un fantasma desconocido. Daniel es un superviviente de años que ahora parecen imaginarios, de niños criados en el dolor y el desamor, condenados al trabajo duro y el silencio. Está mucho más preparado que nosotros para sobrevivir a la soledad, aunque el aislamiento comienza a hacer mella en su ánimo y a veces su mirada se desvanece en el breve horizonte de estas paredes, una planta baja desde la que se tiene la dolorosa sensación de estar siempre en el exterior.
Daniel Sánchez
Es un hombre acostumbrado a la soledad extrema, la del pastor que ve pasar la vida con la única compañía de animales. También es independiente y siempre dispuesto a salir a la calle, algo que lleva muchos meses sin poder hacer.
Tristeza. Daniel, en la residencia municipal de la tercera edad de Alzira.
TXEMA RODRÍGUEZ
75 años
han pasado desde que Daniel viniera al mundo en Peñas de San Pedro, provincia de Albacete. Aunque bien pudiera ser algún año más o menos porque, a ciencia cierta, no recuerda la fecha exacta. Su vida discurre en esa tenue nebulosa en la que los recuerdos comienzan a esfumarse. Sin embargo, sabe que su primer amor se llamaba Rosita y era de Caudete. Y que no pudo ser porque a la madre de la muchacha no le gustaba su oficio de pastor.
Otro día, acuciado por la necesidad, narra que fue a donde una tía suya a pedir un trozo de pan y en vez de recibirlo se llevó una buena ración de escobazos en la espalda. En esta ocasión no fue tan dócil como en otras y el chaval se tomó venganza dejando el rebaño de cabras en la viña. Vaya vida aquella. Nuestra vida presente parece una tontería. Le pregunto por eso, se recoloca el bolso y se sujeta la cara con las manos con expresión resignada, «y lo que queda, por lo menos un año calculo yo, ¿cómo no voy a echar de menos salir a la calle?». Volvemos al pasado, a su necesidad de huir del pueblo, «a los catorce me fui yo solo y solo volví cuando enterraron a mi padre». Trabajó de pastor en una finca cerca de Chinchilla, dieciocho años, hasta que los propietarios decidieron vender el ganado. Después vino una temporada de dos años en Valencia, vivía, según sus indicaciones, «en las casas baratas donde paraba el trenillo», en Nazaret. Trabajaba en la papelera, mal asunto para la salud, peor cuando llegó la riada y el agua se llevó sus escasas pertenencias dejándole una pulmonía de regalo y la recomendación del médico de abandonar ese trabajo e irse a vivir al aire libre. Se asentó en Villena y allí cuidó del ganado durante otros veintidós años, hasta que lo dejó.
«Mi padre me pegó una paliza que casi me mata por ir un día al colegio»
Y el amor, le digo. Las novias y eso. De chaval hubo una, Rosita, de Caudete, pero a su madre no le gustaba que fuera pastor y, al final, la joven renunció a sus sentimientos. Daniel esboza una sonrisa y canturrea «me han pretendido un pastor y un hortelano, más vale sacar leche que arrancar nabos». No sé qué responder a eso, aunque enseguida vuelve el pastor a su estado de ausencia. Ya de mayor, dice que se juntó con una de la provincia de Valencia «que tenía puticlubs» aunque a él le contaba que trabajaba de cocinera, hasta que con la ayuda de un amigo desenmascaró el engaño porque la contrató para los servicios que sospechaban que en realidad ofrecía, «madre mía, qué ficha más buena era…». Al fondo, una mujer habla con su madre desde la calle. Pero nadie viene a decirle cosas a Daniel ni parece que le importe mucho, aunque como a todos los ancianos de este lugar la falta de libertad le está pasando factura. Se apagan o se ponen nerviosos. Se encierran en sus cosas, en sus recuerdos. Le tomo del brazo mientras se levanta, «es que me pongo tristón, ninguno sabrá nadie por todo lo que yo he pasado y ahora esto de estar encerrado..., pero no se puede hacer otra cosa, qué le vamos a hacer». Le ayudo a acomodarse en el sillón donde les esperan una manzanilla y el programa de Ana Rosa.
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