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El jueves 31 de octubre, sobre las diez de la mañana, el Falcon del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, aterrizaba en Manises para conocer ... de primera mano la situación que se vivía en Valencia tras la dana. Minutos después, un convoy de vehículos blindados y cristales tintados, bien custodiado por la Guardia Civil con sus sirenas, pedía paso a la altura del polígono de La Reva entre decenas de vehículos que trataban de llegar por primera vez a sus casas para ver a sus familiares después de dos días incomunicados o para llevar la comida que habían podido comprar en supermercados de Valencia. Ese «abran paso» fue un gesto de soberbia y falta de empatía de unos políticos que vivían en una realidad paralela sin saber todavía la magnitud de una catástrofe que ya acumulaba decenas de muertos.
Esa fue la actitud del Gobierno, que no fue diferente a la de algunos cargos de la Generalitat que, ese mismo día, y también mientras se cruzaba como podía el puente sobre la rambla del Poyo, mandaban mensajes de guasap reclamando reportajes y protagonismo del puesto de mando de Emergencias, desde donde según ellos se estaba coordinando un despliegue que a la postre se mostró totalmente ineficaz. La petición generó en los receptores del guasap de todo menos simpatía. Mientras los ciudadanos, la verdaderas víctimas de la dana, se sentían abandonados y desprotegidos, los políticos reclamaban un protagonismo sin darse cuenta de que su reacción fue tardía y deficiente. 48 horas después del drama vivían en una realidad paralela. No eran conscientes de un drama, de un barro con el que no se habían manchado.
A las seis de la mañana del 30 de octubre, un día antes del aterrizaje de Sánchez y del postureo del cargo de Emergencias, el ronroneo de los tractores ya se escuchaba en la plaza de la Constitución de Chiva, que fue uno de los primeros pueblos en activarse porque su destrucción estaba localizada y no era una devastación a manta como en l'Horta Sud.
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El pueblo estaba en la calle listo para iniciar el primer paso de la reconstrucción. Por puro instinto, con una coordinación autodidacta, valorando daños en precario y a simple vista, sin la tecnología ni los medios necesarios para hacer frente a una catástrofe jamás esperada. A las puertas del Ayuntamiento se estableció un punto de mando casi artesanal en el que todo el mundo hizo lo que pudo. Desde los políticos hasta el más pequeño de los vecinos. Durante tres días, hasta el sábado 2 de noviembre, los profesionales de las emergencias, los cuerpos de élite, no dieron señales de vida. Una ausencia presente por tierra, mar y aire –cuando era muy fácil hacer aterrizar helicópteros en los dos campos de fútbol de la población–. Los únicos que aparecieron fueron los del terreno. La Guardia Civil del pueblo, los bomberos del parque de Chiva, la Policía Local, los pocos militares que se quedaron varados en la A-3.
Serafín tiene 51 años. Aquellos días iba con una pala, con su pala, entrando en casas para echar una mano a sus vecinos, para quitar barro a destajo. Un gentío que trabajaba de sol a sol sin botas de agua, sin mascarillas y sin guantes porque nadie puso encima de la mesa un protocolo de actuación. Los capazos para enfriar cervezas los días de fiesta sirvieron para cargar barro durante las jornadas del desastre. Entre los vecinos, un grupo de militares escasos y voluntarios que pedían herramientas. «Perdona, déjame la pala y sigo yo», solicitaba un paracaidista. «No, no, la pala es mía. No te preocupes que ya sigo yo», respondía Serafín. Un Ejército sin armas.
Alberto, un tractorista de Cheste que se desplazó a pueblos vecinos a ayudar, es claro: «En el polígono de La Pahílla, una excavadora de la Unidad Militar de Emergencias de un color blanco impoluto e impoluto permanecía taponando una calle a la espera de recibir órdenes para actuar. La situación era kafkiana. Al final le dije, perdona, si no vas a hacer nada por lo menos aparta y deja trabajar».
El escritor Santiago Posteguillo, desde el altavoz del Senado, hizo retumbar días después las conciencias de los aludidos al describir el panorama que veía desde la ventana de su casa en Paiporta: «En tres días no vino nadie». Un forma de decir «nadie» que helaba la sangre.
La falta de coordinación desde el CECOPI y la ausencia de planes de prevención de todas las administraciones no hizo más que multiplicar el caos.
A las seis de la mañana del día 30 muchos vecinos de l'Horta Sud, la zona cero de la tragedia, se asomaron a sus ventanas para digerir una catástrofe jamás imaginada. Miles de personas llamaban para tratar de localizar a desaparecidos y muchos de los que no se habían podido comunicar con su casa transitaban a pie por autovías y carreteras con el fin de llegar a sus hogares para instaurar la calma, estar vivos ante tanta desgracia.
Todos esperaban una respuesta, como la que han visto en miles de películas, donde ante la catástrofe hay un despliegue inmediato de efectivos para, por lo menos, delimitar el tamaño del caos y tomar las primeras medidas. Los políticos no estuvieron a la altura y fueron incapaces de mitigar el dolor de una población que se sintió abandonada.
Una vez superado el shock inicial, un ejército de voluntarios se desplazó a las zonas afectadas para echar una mano a los vecinos de las poblaciones arrasadas por la dana. Un movimiento de solidaridad espontáneo, puerta a puerta, que llevó a miles de valencianos, a los que se unieron gente del resto de España, a desplazarse principalmente a l'Horta Sud para ayudar a quitar barro, enseres y escombros de unas calles bloqueadas por cientos de vehículos amontonados como muros de chatarra.
Entre los voluntarios, miles de jóvenes y adolescentes, entre 16 y 30 años que emergieron por encima de los prejuicios y teorías de que eran una generación perdida. Una camada de cristal que el agua convirtió en acero. Chicos y chicas que dieron una lección a aquellos que fueron incapaces de organizarlos.
En el debe, la descoordinación, alguien que fuera capaz de distribuir las fuerzas, un mando que dirigiera a toda esa masa dispuesta a colaborar.
Hasta varios días después, nadie informó de la posibilidad de que el agua estancada pudiera ser un foco de infecciones como la listeriosis. La información llegó a través del boca-oreja, con el paso de los día, por expertos que salían por televisión cuyas opiniones no llegaban a los afectados por la falta de luz y cobertura en la zona arrasada.
Tres días en los que se construyó el germen del puente de la esperanza, el trayecto de ida y vuelta que cada día hacían miles de voluntarios para echar una mano en los municipios destrozados por el agua.
Los días posteriores a la dana no era extraño ver llegar a un municipio un camión lleno de ropa o de comida sin saber adónde ir, sin tener un punto de destino para descargar la ayuda que llevaban. «Pregunte en la zona del ayuntamiento», era la respuesta más socorrida porque ni los propios afectados sabían dónde se descargaba. En 'la esquina de don Santiago', así se conoce a uno de los puntos del barrio de Los Pitufos de Chiva, un vecino de Ciudad Real llegó con un camión cuba y enchufó una manguera para dar cobertura a la falta de agua potable: «De aquí no me voy hasta que se vacíe el camión».
En los supermercados, lo que seguían abiertos, se organizaba la cola del racionamiento: una persona con un gasto máximo de 30 euros y en metálico. La vida retrocedió: sin luz, lo que impidió mantener la comida en la nevera; sin agua, ni para beber ni para ducharse; sin cobertura para, al menos, informar a familiares y amigos que seguían vivos y bien.
El sábado 2 de noviembre se empezó a ver una presencia más constante de militares, desorganizados pero presentes, aunque todo se había desplegado demasiado tarde. Un caldo de cultivo nada propicio para que Pedro Sánchez y Carlos Mazón se parapetaran detrás los Reyes de España en Paiporta cuando no se habían atrevido días de antes a pisar el barro y el lodo de un gran drama.
En los últimos meses, una vez analizados los acontecimientos, el presidente de la Confederación Hidrográfica del Júcar, Miguel Polo, se ha convertido en un experto escapista ante los medios de comunicación. Ni una buena y ni una mala palabra para dar cuenta de la actuación de su organismo el 29 de octubre, cuando ríos, ramblas y barrancos generaron el caos y la destrucción en media provincia de Valencia.
Polo se ha caracterizado por buscar gateras para evitar a la prensa, bien no compareciendo en las comisiones a las que se le ha llamado o saliendo por puertas traseras cada vez que los medios le han pedido explicaciones. Su testimonio tan sólo se extrae de los informes que firma cuando hay una nueva adjudicación de obra o en el documento definitivo sobre la dana que la CHJ colgó en su portal web el 10 de enero.
A bote pronto, hay muchas respuestas que la población y, especialmente los afectados, necesitan saber y todavía no tienen respuesta por parte de una Confederación que, a través de su departamento de comunicación, defendió que entre sus funciones no está la de «evaluar los riesgos» que puede generar una avenida de agua.
¿Por qué la cuenca hidrográfica del Júcar no contaba con el mejor sistema de alertas cuando es un territorio que se ha caracterizado por sus numerosas avenidas? ¿Se informó aguas abajo, a los pueblos de la ribera del Júcar, de la amenaza de Forata, que ese día absorbió al doble de su capacidad y que llegó a desagüar más de mil metros cúbicos por segundo? ¿Cómo es posible que el aforo de la rambla del Poyo llevará más de 1.600 metros cúbicos por segundo pasadas las seis de la tarde y que en las poblaciones de l'Horta Sud la gente estuviera comprando en el supermercado? ¿Es normal que sobre el barranco de l'Horteta, con un caudal de 3.000 metros cúbicos por segundo, no existiera ningún tipo de control? El silencio de Polo es sin duda el más ruidoso en los tres meses que hoy se cumplen de la dana del 29-0.
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