Laia sonríe en el centro de salud. Jordi y Marta, en el círculo. IRENE MARSILLA

La risa de Laia ilumina el barro en Picanya

Nueva vida ·

Marta, Jordi y su hija de 14 meses se hacen a las rutinas recién estrenadas en una Picanya, en plena zona cero de la DANA, que lucha por salir adelante

Domingo, 8 de diciembre 2024, 00:14

Pocas cosas iluminan tanto como la risa de un bebé. En la sala de espera del primer piso del centro de salud de Picanya, con la planta baja arrasada, en esta triste mañana de miércoles, cuatro personas esperan su turno. Miran al suelo, en ... silencio. En el fondo de sus ojos se adivina la barrancada que nos partió el alma el 29 de octubre. Pero entonces se abre una puerta y de una consulta sale Laia, que tira de su madre Marta. Ella, que tiene unos tiernos 14 meses, estira su manita y saluda, y cuatro personas cansadas, hartas del lodo y del frío, devuelven el saludo. «Bon dia», le dicen, alargando mucho la letra a. El río se desvanece por un segundo de sus miradas. En la nueva vida de la zona cero de la DANA, cualquier pequeña brizna de color sirve para iluminar el día. Como el azul de los ojos de Laia, iguales a los de su padre Jordi. LAS PROVINCIAS pasa un día con esta joven familia, que se ha acostumbrado a rutinas inéditas entre el barro mientras lucha por sacar adelante la vida en un pueblo al que se sienten muy unidos y que recorremos en la estela de la luz de Laia.

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Instantes antes, a las 8.35 horas, la joven familia baja de casa. Los pájaros cantan y sería un buen día si no fuera porque su trino se entremezcla con las chuponas que vacían garajes. Ha llovido y ya no hay polvo, pero el barro ha vuelto a las calles que parecían limpias. «Teníamos que haber sacado las botas de agua otra vez», mascullará Marta en varias ocasiones a lo largo del día. Ella es profesora de Infantil en un colegio de Mislata. Jordi, su marido (en su boda lanzaron fuegos artificiales desde un puente sobre el barranco; los invitados los vieron desde otro; ambos han desaparecido) trabaja en una aseguradora. Laia no hace nada porque tiene 14 meses. Mira con el ceño fruncido a la cámara, bajo varias capas de ropa, pero en un ratito estará posando como si fuera modelo.

Bueno, no es justo decir que Laia no hace nada. Laia ilumina. En el paseo hacia el puente del ejército recién instalado para despedirnos de Jordi, varios transeúntes se paran a saludar al bebé, que se despide de todos agitando una manita en la que cabe el mundo. La llevaremos, ahora en un ratito, a casa de sus abuelos, porque la escoleta fue arrasada y la temporal que abrió Andrea en la biblioteca ha tenido que cerrar por obras urgentes en la sala de lectura.

Varias escenas del reportaje: Laia, con sus padres; su bisabuela, Carmen y su abuela Imma. IRENE MARSILLA

Pero antes, toca ir al médico, donde Marta renueva su baja. «En el colegio no me han puesto ningún problema, todo lo contrario, pero de la Generalitat no nos ha llamado nadie», lamenta. Su marido insistirá, en varias ocasiones a lo largo del día, en pedir responsabilidades al presidente de la Generalitat, Carlos Mazón. También lo harán sus padres, Imma y Carles. En la cara de Marta, al fondo de esos ojos oscuros, se ve el río de aquella tarde. Mientras en la sala de espera del médico juega con Laia, explica que teme no poder volver a trabajar en el futuro próximo. Se acuerda del barranco, de esas horas en las que sabía que Jordi estaba intentando entrar a Picanya para recoger a Laia de casa de sus abuelos, ya después de que el vídeo de una de las pasarelas siendo arrastrada por el agua volara por whatsapp. Ella se quedó en Alaquàs en casa de una prima. Al día siguiente, fue andando a Picanya para reencontrarse con su familia. No tiene palabras para describir lo que sintió al ver a su bebé.

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Luego, ya saben. La tristeza en la sala de espera, la tormenta fuera, la manita de Laia saludando, sus vecinos que aguardaban tras las mascarillas sonriendo hasta con las comisuras de los ojos. De ahí, recorremos Picanya para ir a ver a la bisabuela de Laia, Carmen, y a su tía, Pepa. De nuevo, ahí, en un adosado cerca de la Primavera, las dos mujeres son todo sonrisas para recibir a Laia, que intenta bajar unas escaleras que el día de la riada sirvieron para evitar que el chalet se inundara. Tienen una caja con muñecas para la bebé. Pero cuando no le están sonriendo, como en el resto de Picanya, el rictus cambia y los rostros se vuelven adustos y serios.

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Llevamos después a Laia a casa de su abuela, donde Imma le pregunta si tiene hambre. No sabemos Laia, pero nosotros sí, así que Marta nos lleva al Peamflo, toda una institución en Picanya. Es un bar situado en la plaza Mayor, también muy cerca del barranco, porque en Picanya todo está cerca del barranco. Ahí va Carmen, la bisabuela de Laia, con unos 84 años que parecen 56, que ha quedado con sus amigas de la clase de gimnasia para mayores. La daban en una zona verde de esta Picanya que podía haber sido Capital Verde Europea si hubiera querido, pero ahora no saben cuándo podrán retomarlas. Este miércoles es el primer día que se ven desde la barrancada. El Peamflo, por cierto, está a reventar, entre ellos varios miembros de la UME que han conocido la costumbre del esmorzar y a los que, a buen seguro, cuando vuelvan a casa las tostadas con jamón y tomates les parecerán poco.

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Marta nos lleva al Ayuntamiento, donde nos vemos con Asdrúbal Ferrer, tercer teniente de alcalde. Él, junto al resto de concejales, lleva casi 40 días de trabajo ininterrumpido. «Las cosas van bien pero me gustaría que fueran mejor», dice. Ferrer, junto a Guillem Tortosa, también teniente de alcalde, movilizaron en las primeras horas rescates en las calles anegadas y en la madrugada más oscura de la historia de Picanya, ellos y Jordi recorrieron el pueblo mientras repartían comida y bebida. «Llamábamos desde las calles principales y la gente salía a por cosas», contará Jordi más tarde.

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El Consistorio está centrado en vaciar los garajes pero también empiezan a ser acuciantes cuestiones como la Navidad. «Nosotros no podemos hacer cabalgata de Reyes Magos, pero estamos en coordinación con las cuatro fallas del pueblo para que monten algo para los 'nanos'», cuenta.

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Hay que ir a por Laia. Antes, Marta para en el mercado municipal, donde compra queso. «Aquí tuvimos suerte, los supermercados abrieron pronto», explica. En la charcutería nos piden que no les olvidemos. Les prometemos que no lo haremos. «Saldremos de esta, los valencianos somos muy cabezones», dice la mujer que atiende a Marta, que exige más limpieza y que cese el reparto de comida gratis. Su puesto, aunque han perdido mucho dinero, está lleno de fiambre, jamón y quesos.

Avanza el día. En casa de los padres de Jordi, Imma y Carles juegan con Laia mientras se turnan para llamar a un teléfono que la Generalitat ha puesto a disposición de los afectados. «Lo de los seguros y demás lo lleva mi mujer», dice Carles, como aquella infanta sin ápice de vergüenza. La familia Machancoses es, eminentemente, matriarcal. Le preguntamos a Imma cómo llevó la tarde del 29 de octubre. «Bien, por Laia», cuenta. La bebé estaba con ellos. Se subieron a la buhardilla y fue Carles el que hizo varios viajes para subir cosas del garaje o de la planta baja. En uno de esos, por cierto, se dejó el teléfono en el sótano. Lo ha recuperado. «Él iba subiendo y me decía: 'un escalón más'», explica Imma. El agua se quedó a pocos centímetros de la sala de estar.

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Tras la comida y la siesta, Marta sale a dar un paseo con Laia. Jordi vuelve de trabajar y hace la cena. A eso de las 21 horas, con Laia ya bañada, la meten en la cuna. «Está durmiendo regular», cuenta Jordi. Ella no se ha enterado de nada de lo que ha pasado estos días, pero sí ha notado el ambiente enrarecido y la tensión. Porque por mucho que esta extensísima familia (también están los padres de Marta, que viven en un cuarto piso cerca del barranco y que también cuidan a Laia) se esfuerce en hacer como si nada, el barranco está ahí. El barro, claro. Y el miedo, que no atiende a razones ni al paso del tiempo.

Abandonamos Picanya en la oscuridad del anochecer, rota por los focos de los camiones que vacían garajes las 24 horas del día. Sin Laia, las calles del pueblo parecen desoladas, como salidas de una película mala de ciencia ficción. Sin Laia repartiendo risas, saludos con una manita en la que cabe todo; sin Marta como un tótem que recorre el pueblo con rostro serio pero con la fortaleza de los pilares de los puentes que siguen en pie; y sin Jordi con su risa explosiva y su ira comprensible, Picanya da miedo. Por suerte, ahí están ellos. Y sus vecinos, porque cada ventana del pueblo, y del resto de la zona cero, iluminada en la noche es una llama de esperanza, la balada de quien no se quiere rendir. Aquí estamos acostumbrados a no dejarnos vencer tan fácilmente. Por suerte, en la tierra de las avenidas no sabemos hacer otra cosa.

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