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José Vicente acude a la cita impecable por fuera. Como un auténtico dandy, viste traje azul, camisa de raya diplomática, bufanda tricolor sin anudar y unos mocasines de rejilla marrones. Sin reloj. Impoluto. Las arrugas del alma y las astillas en el corazón van por dentro. «No puedo ver una película o una noticia en la que la gente sufra. No sé si por el atentado o por qué. Y dormir es un suplicio...». Y mueve la cabeza resignado. Lo hace mientras levanta la vista del coche en el que nos acercamos por Blasco Ibáñez al monolito que conmemora el punto en el que los asesinos de ETA ejecutaron al profesor Manuel Broseta. Sus palabras se traban. Sus ojos se van hacia el lugar en el que vio robar una vida. «Paso mucho por aquí. No sé por qué... A veces no tengo que ir por aquí y doy un rodeo. Necesito estar en este sitio. No sé por qué. No lo sé...». Y cabecea de nuevo.
La vida y el reloj de José Vicente Martos (Linares, 1955) se pararon a la una de la tarde del 15 de enero de 1992. Más que detenerse, saltaron por los aires. Literalmente. «En Jefatura me pidieron presupuesto para reparar el reloj, pero estaba destrozado». Un metro. Eso separó de la muerte al policía nacional, integrante de la Unidad de Intervención Policial. O apenas unos segundos. La distancia que le permitió meterse parcialmente en su vehículo y el tiempo que pasó para evitar estar «apenas a cinco metros» del coche bomba cargado con explosivos y un temporizador. Treinta años después de la trampa mortal que ETA dejó en su huida tras asesinar vilmente de un tiro en la nuca al profesor Manuel Broseta, el agente herido todavía sufre hoy en carne viva el recuerdo de aquel infierno. «Aún me zumba el oído de la explosión». En su primera entrevista concedida a un medio de comunicación, José Vicente («Vicente es apellido, que no veas los problemas que me ha dado con cambios de papeles...», bromea) revive para LAS PROVINCIAS aquella fecha funesta de la que este sábado 15 de enero se cumplen tres décadas. «Soy un superviviente, un privilegiado. No como el pobre profesor. No dejo de recordarlo tirado en el suelo, con su abrigo y su bufanda, abandonado como un perro por los malnacidos de ETA».
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Vicente conducía el coche en el que viajaba el entonces jefe de la UIP, José Luis Garau, hoy comisario provincial en la Jefatura Superior de Valencia. «Entrábamos por la carretera de Barcelona y escuchamos en la emisora policial lo ocurrido. Decían que si lo habían apuñalado. Era todo muy raro. Desconfiamos y nos acercamos a ayudar». La avenida Blasco Ibáñez hervía ya de policías, periodistas y curiosos. «Estuvimos ayudando a buscar los casquillos de bala», rememora el policía mientras otea los jardines en los que los dos pistoleros de ETA se escondieron antes de matar cobardemente por la espalda al catedrático de Derecho Mercantil. «Una señora empezó a decirnos que había visto un coche rojo, con matrícula creo recordar que GD. No lo dudamos. Nos tiramos a por él».
La pareja de policías nacionales enfilaron su coche hacia Mestalla. Pasaron el templo ché, a ritmo lento para detectar vehículos sospechosos. «Vimos uno que encajaba con la descripción de la mujer. Estaba cargado de los bajos». El dato revelador que apuntaba a un posible coche a reventar de explosivos. Y arrancó la operación para acordonar la zona. «Aquello puso ser un desastre. Había una guardería al lado. Con todos los niños dentro. Y gente asomada a los balcones. ¡Aquí, apenas a tres metros del posible peligro!». José Vicente está plantado en medio del asfalto de Amadeo de Saboya. Sus ojos se abren. Gesticula con sus brazos aquí y allá. Revive el lugar en el que ellos aparcaron el vehículo policial y dónde estaba el coche bomba. Por el paso de cebra trasero pasa una niña con mochila. Un familia. Un joven con patinete. No saben que están ante un héroe.
Su labor de protección como policía estuvo a punto de acabar con él. «Sigo vivo por apenas un metro de distancia y unos segundos». José Vicente y su compañero se afanaron en sacar a la gente de la zona de peligro. «Yo andaba de acá para allá con un megáfono, para que la gente se alejara. Cuando lo logramos, volvimos hacia el coche. Garau ya había entrado. Yo estaba cerrando la puerta».
Y su reloj se paró.
El explosivo trampa con el temporizador dejado por los bárbaros de ETA estalló a la una en punto del 15 de enero de 1992. Vicente Martos cerraba en ese instante la puerta del coche policial. La onda expansiva le llenó el brazo de metralla. «Te das cuenta de lo frágil que es el cuerpo humano. Me entró como cuchillo en mantequilla». El impacto le seccionó el índice de su mano izquierda. Aniquiló su muñeca, hoy sin reloj. «¿Pero cómo quieres que señale si no tengo dedo?», bromea en la 'zona cero' de Amadeo de Saboya cuando le pedimos que indique dónde estaba el coche bomba. Ese ánimo que salva tantas vidas.
En su remembranza de aquel 15 de enero introduce incluso un instante al que no sabe dar explicación. «Me da vergüenza hasta decirlo, a ver si piensan que estoy 'chalao'». José Vicente recuerda cómo la explosión le empujó al interior del coche. «Luego, de repente, noté un instante de paz infinita, sin ruido, sin dolor. Creo que si en ese suspiro me dicen, '¿te quieres quedar aquí?', hubiera dicho que sí... Pero luego todo volvió: los espasmos, el ruido... Y me desmayé».
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Se despertó cuando otro policía nacional lo llevaba desesperadamente en un coche patrulla al Hospital Clínico. «Volví en mí con el ruido del vehículo destrozando tres o cuatro retrovisores de turismos aparcados en su ruta». Y José Vicente abre de nuevo la espita liberadora del humor: «Pensé, no me ha asesinado ETA y me acabará matando este al evacuarme». Llegó sano y salvo. Faltaba lo de sufrir los fallos del sistema. En su brazo izquierdo se quedó varios días un trozo de metralla «que casi me causa una gangrena». Muchos meses después, el dolor en el hombro izquierdo siguió siendo insoportable. «Hasta que vieron que tenía la clavícula fuera del lugar». Y se añadieron los errores judiciales. «Por un olvido del juez Baltasar Garzón, que puso el nombre de Broseta pero no el mío al firmar el auto de extradición de Urrusolo Sistiaga (jefe de ETA condenado como autor intelectual del atentado), me quedé sin cobrar los más de 300.000 euros que la investigación me concedía como víctima del atentado. Tras mucho pleitear logró menos de la mitad. Tortazo del sistema.
Los policías están hechos de otra pasta. Lo confirma otro apunte íntimo de José Vicente sobre aquel día. «En la radio dijeron que me habían amputado un brazo». Su hermana Encarnación lo escuchó en su fábrica de confección y quería morirse. José recordó a Isabel. Su niña de siete años en aquel entonces. Pensó en su mujer. «Yo no sufría por mi dolor físico. Padecía por mi entorno, por mi familia y por los que me rodeaban». Como lo hizo aquella otra vez que en Guinea, como escolta policial, un grupo rebelde lo encañonó al intentar robar la valija diplomática a su embajador. O las dos veces herido en acto de servicio en manifestaciones. «Era mi trabajo, por los demás». Y se encoge de hombros José Vicente.
Y su reloj vital aún avanza. Ni eso venció la absurda ETA.
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