Clóchinas en La Pilareta: sabor local, sabor a mar
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Arranca el momento cumbre del castizo bar en el comienzo de la temporada del popular moluscode barra en barra ·
Arranca el momento cumbre del castizo bar en el comienzo de la temporada del popular moluscoMayo explota en la plaza del Tossal: arrecia el perfume del hermoso lilero y entra en ebullición otro de los iconos de este castizo rincón del ombligo valenciano. Su célebre bar La Pilareta, en la esquina entre las calles Conquista y Moro Zeit, icono de la hostelería local por sus diversos y reconocidos méritos. Entre ellos, un atributo mayúsculo: la dedicada entrega de su cocina a la preparación de clóchinas al vapor, ese manjar que sale de sus fogones perfecto de punto, bañándose felices los moluscos en el caldo que también llena de dicha a sus incondicionales. Es temporada alta en La Pilareta y lo atestigua un dato científico: son las doce y media de la mañana del sábado, horario de apertura, y una breve multitud ya se apiña ante sus puertas. Cuando se abren, en un parpadeo se llenan los veladores del interior y se abarrota la terraza. No, no hay reserva previa, como amablemente se informa desde la barra al guiri de turno que acude al amor de sus raciones fetén y la caña tirada con mucha clase. Ese vaso intermedio que aquí tiene nombre propio: se llama Pilar.
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Cuenta Arturo Cervellera en su recomendable guía '101 cafés históricos de Valencia' que esta fama que distingue a tan longevo negocio viene de antiguo. La Pilareta nació en 1911, defendido entonces por Pilar Contell Marcelino, quien aprovechó el cese del negocio que ocupaba en su origen ese mismo local (una tienda de coloniales, hermosa voz de otro tiempo) para abrir un bar «donde ofrecerían bebidas y tapas a unos precios razonables». ¿De qué néctares estamos hablando? Cervellera cita un rico catálogo de licores, cafés, vinos y refrescos, además de agregar una panoplia de jugosas golosinas que reforzaban el flanco culinario: colas de rape, anchoas, habas, caracoles y, en efecto, las famosas clóchinas, que ejercen como bandera.
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Sentencia que se puede comprobar hoy también de manera científica: apostado ante su barra, veo salir raciones y más raciones, que se mezclan con otros platos también muy demandados, como sus suculentos calamares. Y anoto a continuación otra nómina de atributos que configuran la fisonomía de un bar nacido para seducir a toda alma sensible: su hermoso estribo de latón, el coqueto botellero tan camp, las paredes forradas de azulejos… Su mobiliario, exuberante de maderamen, el mostrador de hermoso mármol, la radio de galerna espiando en una esquina, el majetuoso reloj vigilando desde una pared... Y ese artesonado del techo, la deliciosa escayola bicolor, el simpático alambique casero que duerme junto a la puerta… Detalle menores (si se quiere) pero que ayudan a crear el tipo de atmósfera que convierte a estos bares en un imán para la parroquia que hoy se arremolina en las mesas corridas del interior y los soleados veladores del exterior: una clientela fetén por intergeneracional y festiva, atendida por una tropa de camareros sucinta que garantiza ese modelo de servicio de alta profesionalidad tan grato para todo parroquiano.
Y, por supuesto, las clóchinas. Que aseguran el toque local a ese otro sabor de fondo: el del mar. Porque estas delicadas piezas «saben a mar» como resume el camarero a la salida.
Sabor local, sabor a mar. El eslogan perfecto para La Pilareta.
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