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El cocinero Enrique Medina sostiene uno de sus cuchillos. jesús signes

El cocinero obsesivo que no quiso ponerse la bata de farmacéutico

Enrique Medina se embarcó en una aventura que acabó convirtiéndose en Apicius, un restaurante que se asienta sobre el producto, el sabor y la temporalidad

Vicente Agudo

Valencia

Viernes, 2 de diciembre 2022, 00:21

No cumple con el estereotipo de cocinero. Detrás de él no había una abuela a la que acompañó durante años para fijarse en las recetas que cocinaba. Tampoco una madre que, pese a que sí que guisaba bien, no tenía entre sus prioridades que su ... hijo se dedicara al mundo de la hostelería. Allí se respiraba otro ambiente: el de los medicamentos y recetas. El padre, sus hermanos e, incluso, sus cuñados, eran farmacéuticos, así que parecía que su destino ya estaba escrito y así fueron sus primero pasos. Pero lo que nadie sabía en casa es que dentro de Enrique Medina ya crecía la semilla de la cocina.

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Con nueve años se quedaba obnubilado con un señor con barba y un gorro alto de chef, que salía cada día en la televisión preparando recetas para las madres con un lenguaje alejado de las exquisiteces Michelin. Pronto llegarían a sus manos las revistas de karlos Arguiñano sobre ese programa que Medina veía y comenzó a recortar y a guardar las recetas. Eran un tesoro para él, al igual que los primeros libros de cocina que fueron agrandando cada vez más su deseo de enfundarse un delantal y ponerse a los mandos de una cocina.

Por el momento, su afición iba por dentro, ya que sus estudios iban dirigidos a ponerse la bata blanca de farmacéutico. De hecho, ya tenía plaza en la Universidad de Pamplona. Ahí fue cuando vio que tenía que armarse de valor y cruzar el Rubicón: debía anunciar en casa que lo suyo no era despachar nolotiles y apiretal, sino preparar guisos de esos que necesitan tiempo y poco lumbre. La noticia cayó como una bomba de cien megatones, sobre todo porque la decisión la tomó a última hora, cuando iba a comenzar los estudios. «Lo asumieron porque no les quedaba otro remedio, pero no les pareció muy bien. Al final, lo respetaron y no hubo problemas», explica Medina.

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Cambió Zaragoza por Barcelona, y de ahí a Francia, las Islas Baleares, a Sevilla...En su cocina se respira lo que ha aprendido en los restaurantes en los que ha trabajado sobre técnicas y producto, pero sobre todo esa rectitud y disciplina férrea que sólo transmiten los chefs franceses. No en vano, pasó por las prestigiosas cocinas de Les Jardins de l'Opera y La Bastide de Saint Antoine, ambos con dos estrellas Michelin. Rigor, jerarquía y orden son palabras que lleva en su ADN y que aplica en su día a día, aunque no de forma tan severa. O sí. Todo eso se aprende a base de limpiar campanas cuando el jefe de cocina considera que se le ha socavado su autoridad. «Allí el chef, el jefe de cocina y el jefe de partida son como Dios. El ambiente es diferente; no te pones a contar un chiste en mitad del servicio. Todo es 'oui chef'», rememora Medina.

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Pero su estancia en las islas no fue todo una sobredosis de disciplina. Allí aprendió a tratar mucho producto de la mano de cocineros franceses de la zona mediterránea, de esos que no inundan los platos con mantequilla y muchas salsas. Se empapó de un academicismo que le ha llevado a convertirse en el cocinero que es hoy en día: meticuloso y perfeccionista. Pero allí, entre sol y playa, conoció a la persona con la que planearía un proyecto de vida y profesional: la alemana Yvonne Arcidiacono.

Juntos soñaron con un restaurante y materializaron su idea en Valencia, concretamente en el local que tenía Óscar Torrijos. Dos años más tarde apuntaron más alto y se puso a tiro un inmueble en la calle Eolo. No se lo pensaron. Corría el año 2009 y la crisis apretaba con fuerza, pero la plantilla era corta y suplían cada obstáculo con una ilusión imparable. Paso a paso, la historia que iban escribiendo a golpe de esfuerzo se hizo cada vez más grande, y lo que hace diez años anhelaban es ahora una realidad palpable y se llama Apicius.

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Enrique Medina es de esas personas a las que no le gustan los artificios. Sabe perfectamente que la decoración de su restaurante adolece de esa territorialidad de la cual mucho abusan. A él lo que le interesa es lo que hay dentro del plato y que el comensal sepa la zona que pisa a través del producto. Este es el verdadero espíritu de Apicius, su esencia. Aquí, este cocinero maño se vuelve obsesivo, implacable. Su menú es una sucesión de recetas en las que el Mediterráneo está muy presente, pero no da la espalda a esos guisos de interior que le acompañan desde pequeño. Adora el mar y montaña y no duda en combinar un pulpo con una molleja o utilizar una grasa animal para ensalzar el sabor de un pescado.

Otra de la obsesiones de Medina es la temporalidad. Su carta cambia conforme los productos entran en su cocina. Por su cabeza no pasa servir guisantes en noviembre o alcachofas en agosto. Además, necesita que los ingredientes con los que guisa sean lo más cercanos posible y de una excelente calidad. El sabor completa la santísima trinidad de la cocina de Apicius. Aquí es donde derrocha en conocimientos técnicos aprendidos por todo el mundo para que sus recetas sean sápidas pero que caminen en un equilibrio perfecto de matices.

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Pese a los orígenes maños de Medina, su carácter parece más alemán que el de su mujer. Uno en la cocina y la otra en la sala llevan desde 2003 juntos las 24 horas del día. Para cualquier ser humano este sería un obstáculo, pero para ellos es un acicate. Él lo tiene claro. Cuando cruza la puerta del restaurante Enrique se convierte en chef e Yvonne en jefa de sala. «Si hay que abroncar al maitre, que es ella, no estoy riñendo a Yvonne», afirma. Durante el trabajo no hay carantoñas ni miradas furtivas, sólo profesionalidad. «No hay momentos de distracción, en eso soy muy estricto, al igual que ella», explica.

La rigidez y disciplina con las que comanda su restaurante se quedan atrás en cuanto cruza de nuevo la puerta tras el servicio de comidas y corre al colegio a recoger a sus dos hijos. Con ellos, tanto él como Yvonne sueltan cuerda. Se transforman y nunca perdonan una cena con ellos. Les dan esa energía que necesitan para seguir alimentado el sueño de Apicius.

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Posiblemente, el mundo farmacéutico haya perdido a un gran profesional, pero la gastronomía siempre estará agradecida a ese cocinero vasco que todos los días salía a cocinar en la televisión y que obsesionó a Enrique Medina.

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