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Germán Carrizo, en el restaurante Fierro, junto a la figura del astronauta, que ya se ha convertido en todo un icono. damián torres

Germán Carrizo: «Cuando dejamos a Quique Dacosta mucha gente nos hizo el vacío»

cocinero y copropietario de Fierro ·

Después de años a la sombra de grandes cocineros, ganarlo todo y quedarse sin nada, ha logrado estabilizarse por fin y ser feliz

VICENTE AGUDO

VALENCIA.

Viernes, 9 de julio 2021, 00:45

Miro el móvil y compruebo que le queda un 56% de batería. Delante de mí está Germán Carrizo, copropietario junto a Carito Lourenço del ... restaurante Fierro y un argentino con una locuacidad sin parangón. No sé si habrá suficiente para grabarlo todo. Porque Carrizo, pese a que sólo cuenta con casi 40 años, lleva un trasiego a sus espaldas que le ha llevado a tocar lo más alto y a hundirse en la ciénaga. A reír a carcajadas y a llorar con amargura. Se ha llenado los bolsillos de dinero y lo ha perdido todo, pero siempre ha logrado salir adelante. «Tres semanas antes de la boda sólo tenía en la cuenta corriente 13 céntimos. Perder dinero es lo más importante para aprender en la vida», afirma con una sonrisa.

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Hoy en día cuenta con cuatro negocios, pero no siempre ha sido así. No olvida de dónde viene ni cómo llegó a España. «Acabé la última asignatura que me quedaba de mis estudios de cocina y con el dinero que me dieron por el coche me compré un billete de ida a Madrid», explica. Tres días estuvo allí, ni uno más. Los 500 euros que llevaba en el bolsillo no se podían estirar mucho. Enseguida puso rumbo a Valencia, donde trabajó en dos restaurantes hasta que llegó al Submarino con Vicente Torres. Medio año después se sumó al equipo Carito y ahí comienza su verdadera historia. Su inicio.

Allí aprendieron mucho, pero también pagaron un precio elevado. Jornadas interminables, exigencia extrema, gritos y alguna que otra colleja. Todo por mil euros. «Allí nos pusieron la semilla de que la excelencia va mucho más allá de si eres feliz o no. Aprendimos la constancia y que cada día es una nueva aventura en la cocina. Fueron años extremadamente duros, pero a la vez enriquecedores», afirma este argentino de la eterna sonrisa.

Su siguiente parada, tras un breve paso por Menorca, fue el restaurante de Quique Dacosta en Dénia. Allí comenzó como stagier, aunque en una semana ya estaba al frente de la partida de pastelería, de donde pasó a carnes tras la llegada de Carito, que se encargó de la parte dulce. Su estancia en la capital de la Marina tampoco estuvo exenta de dureza. «Trabajábamos en un dos estrellas y siempre anteponíamos la vida profesional a la personal», relata. Sin embargo, se impregaron bien de todas las técnicas mediterráneas que se ponían en práctica y de los excelentes productos que cada día llegaban.

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Los anodinos inviernos en Dénia les animaron a dejar el restaurante a los dos años tras recibir una llamada para poner en marcha dos locales en Valencia. Pero a los seis meses Dacosta se cruzó de nuevo en sus vidas y les puso delante el proyecto de Vuelve Carolina para que lo emprendieran ellos. «Fue un antes y un después en nuestra vida, como hacer un máster intensivo de gestión en cuatro años». El triestrellado chef confió en Germán y Carito y ellos no le defraudaron, aunque en esta ocasión la factura que pagaron vació su cuerpo y su alma.

En su cabeza no había otra cosa que no fuera trabajo. Al poco tiempo de abrir sus puertas el restaurante, un veterano camarero le dijo: «Germán, tú no puedes ir a 150 kilómetros por hora todos los días, porque llegará un momento que el motor explote». Sin duda, unas palabras premonitorias que aún siguen rondando por la cabeza de Germán, que seguía sin aflojar el acelerador.

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«Trabajábamos desde muy temprano hasta la madrugada sin mirar absolutamente nada. Carito sufrió una parálisis facial y siguió trabajando, y yo me fui del servicio por una apendicitis aguda, pero estuve al pie del cañón casi hasta el final. Pensábamos que nosotros no éramos lo importantes, sino el proyecto», explica Carrizo con crudeza.

Llenar Vuelve Carolina hasta la bandera y conseguir una estrella Michelin para El Poblet fue su bagaje en estos cuatro años. Pero decidieron decir basta. «Nos dimos cuenta de que no éramos capaces de dar felicidad siendo infelices. No podíamos darle más al proyecto por el que nos habíamos dejado la vida y decidimos probar qué podríamos hacer por nosotros mismos». Así que se armaron de valor y se lo comunicaron a Dacosta, quien no recibió la noticia de buen talante.

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Su determinación también iba a tener consecuencias. «Nos hicimos autónomos y nos encontramos con la pared más grande de nuestra vida y nos rompimos la cara en ella. Pasamos del reconocimiento por estar al lado del mejor cocinero de la Comunitat a ser los gilipollas de turno. Mucha gente nos dejó de lado o nos hizo el vacío, por lo que aprendimos más a valorar a quién teníamos al lado», explica dolido.

Así que pusieron tierra de por medio. Concretamente 11.000 kilómetros hasta Argentina. Necesitaban volver a conectar con aquellos jóvenes con ganas de comerse el mundo. Reencontrarse con la familia y los amigos les insufló la vida. Germán recuerda cómo en Argentina también arañaba horas al reloj para por estudiar y trabajar. Comenzó Derecho, pero al tercer año vio que aquello no le gustaba. En aquel momento, la cocina era más un entretenimiento que no pasaba de preparar algo para los amigos, pero decidió intentarlo y se matriculó. Todo ello mientras empalmaba trabajos en un locutorio, una gasolinera y un casino.

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Volvieron con una nueva energía. La asesoría de Tándem Gastronómico ya había comenzado a andar y surge Fierro, pero más como un local de formación que como el restaurante gastronómico que es ahora. «Hemos madurado personalmente. Cuando nos dieron la estrella me di cuenta de que el camino recorrido no era grato en su mayoría. La alegría era grande, pero había salido lo peor de Germán Carrizo. Hay muchas cosas de las que no estoy muy orgulloso de haber hecho, pero en aquel momento lo importante era el proyecto. Hoy en día ya sé que lo prinero son las personas», explica.

Sin esta percepción, Germán no se habría embarcado junto a Carito en World Central Kitchen, donde dieron 150.000 comidas a gente necesitada durante lo más duro de la pandemia. «Siempre he querido ayudar, pero nunca he tenido tiempo. Fue algo mágico que engancha mucho».

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Toda esta filosofía de vida se ha impregnado en sus almas y se ha transmitido a su restaurante. «En estos momentos damos felicidad en Fierro porque somos felices con lo que hacemos. Con nuestros problemas y limitaciones, pero luchamos por un objetivo en el que creemos y entendemos».

Germán no se ve viviendo en Argentina, aunque sí piensa en abrir allí un restaurante. Aún se acuerda de aquel filete a la plancha que se preparó con ocho años antes de ir al colegio como su primer plato en este mundo de la cocina. Pero ya se siente medio valenciano y sueña con formar una familia aquí. Mientras todo eso llega, sigue yendo al gimnasio para evitar que la cabeza le explote y exprimiendo el reloj para llegar a todos los proyectos que tiene en marcha. Eso sí, con la salvedad de que ya no se siente una máquina robotizada.

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Qué es para ti Carito, le pregunto. Por primera vez en toda la entrevista Germán enmudece. Suspira profundamente. Mira hacia arriba en busca de los adjetivos adecuados. No le salen. Finalmente logra decir: «Lo es todo».

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