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Juan (nombre ficticio) abre el libro de reservas. Es martes y, como cada día, da un vistazo rápido para repasar la carga de trabajo y ver si reconoce a algún comensal. Nada destacable, salvo un cliente que comerá solo. Ahí se enciende la primera alarma. No es una certeza, pero sí un indicio. Lleva muchos años en el oficio como para saber que podría estar delante de un inspector de la guía Michelin. Tras su llegada al restaurante ya sólo queda observarlo; ver qué pide de la carta, si presenta una curiosidad excesiva por los platos o si su mirada no para de viajar por el local. Toda pista sirve para intentar desenmascarar a uno de los personajes más enigmáticos dentro de la gastronomía.
Esta sería la primera pista, un hilo del que tirar, pero no siempre es así. «Ahora reservan para dos personas y luego, lógicamente se presenta uno solo. Y a ver quién tiene agallas de cobrar ese cubierto que no se ha presentado», explica un cocinero que ha preferido permanecer en el anonimato. Y es que no hay reglas escritas. El anonimato es una obligación de los inspectores y se las tienen que apañar como pueden. «Una vez tuve una reserva a la que no le di mayor importancia, pero al tiempo volvió a aparecer por el restaurante con otro nombre y otros datos de contacto, pero cuando se sentó y nos miramos supe que era la misma persona. Ya sabía que era un inspector».
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No verán a un individuo con gabardina, gafas de sol y aire circunspecto propio de la película Ratatouille. Sólo un comensal corriente que pide su comanda, evita valorar los plato delante del personal de sala y paga su cuenta.
Pero, ¿quiénes son esos individuos que se comportan como espías de la guerra fría? Pues, sencillamente, son personas de lo más normales, pero se han convertido en un quebradero de cabeza para los restaurantes con ínfulas. Cocineros y personal de sala intentan desenmascararlos, algunas veces con más éxito que otras. Hay incluso restaurantes que guardan celosamente una lista con los probables nombres de inspectores de la Guía Roja, que van actualizando conforme pasan los años. Y es que cada vez estos 'espías' de mesa y mantel se las ingenian más para pasar desapercibidos. «Hemos notado que ya no vienen sólo españoles, sino también belgas y francesas. Cada vez cuesta más pillarlos», explica un jefe de sala que también ha preferido permanecer en el anonimato.
A veces un gesto, una mirada son suficientes para atar cabos. Otras, en cambio, lo descubren cuando ha cruzado la puerta para salir y ya es tarde. «Lo que nos da pie a sospechar puede ser que pregunte más de lo normal, que no pare de mirar la sala o que en una mesa compartida ves que la conversación no fluye. Todos sabemos la diferencia entre venir a un restaurante a disfrutar o a trabajar», explica. Lo de la mesa grupal es otra de las argucias para que el inspector pueda pasar desapercibido: reservan para tres o cuatro y sólo uno de ellos es el 'espía Michelin'.
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Pero, sin lugar a dudas, ocultar la identidad está siendo la artimaña más utilizada. «Cambian el nombre o el apellido y también el teléfono de contacto para que no podamos localizarlos en nuestra base de datos. Ahí tenemos que estar despiertos y fijarnos bien en las caras con rapidez para no darnos cuenta cuando poco o nada se puede hacer», explica este jefe de sala, que señala que cuando un restaurante localiza a un inspector en la ciudad se solidariza con el resto y difunde la información para que estén alerta.
Michelin mantiene ocultos a los 12 inspectores que 'espían' en España. Forma parte del juego, del misterio. Se trata de personas instruidas en escuelas de hostelería y con una gran experiencia en el sector. Pero antes de formar parte de lo que algunos dirían el mejor trabajo del mundo tienen que pasar unos meses de formación para asimilar los criterios que debe poseer un restaurante para ostentar una estrella. O lo que es lo mismo, el Santo Grial, porque esa información se guarda con tanto celo como la receta de la Coca-Cola. Además, la Guía Roja se jacta de que esos criterios son los mismos que se exigen en todos los países del mundo, sin excepción.
Cierto es que comen gratis todo el año, pero durante ese periodo de tiempo recorren unos 30.000 kilómetros para sentarse a la mesa de más de 200 restaurantes. Y de todos ellos tiene que hacer un detallado informe. No pueden revelar su identidad para ser tratados como cualquier comensal y siempre pagan la cuenta a través de la guía, lo cual les otorga independencia. Pese a ese ocultismo, Michelin sí que les permite, una vez abonada la cuenta, desvelar su identidad para conocer más detalles del local. Pocos lo hacen para seguir estando en la sombra.
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Una vez sentado en la mesa, en qué se fija un inspector. Pues como todo en esta vida, los criterios van adaptándose. Ahora ya observan con más detenimiento el local y el servicio de sala, pero sobre todo lo que hay dentro del plato. Ahí es donde está lo importante. Buscan la creatividad del cocinero y su capacidad para dar la vuelta a una receta sin perder su esencia y, por supuesto, el sabor. Una buena selección de productos y el dominio de técnicas culinarias para clavar los puntos de cocción también son otros de los criterios que se valoran.
Para que un restaurante consiga una estrella Michelin son necesarias cuatro visitas de los inspectores. Para la Guía Roja, esa distinción reconoce una cocina de gran fineza por la que compensa pararse. Para lograr dos, los 'espías' tienen que haber acudido hasta diez veces al local para premiar una cocina excepcional por la que vale la pena desviarse. Sin embargo, si están en juego las tres estrellas la cosa se pone seria, porque se trata de galardonar platos únicos que justifiquen planear únicamente el viaje para degustarlos. En este caso, son necesarios inspectores de otros países para corroborar la decisión. Con que uno sólo discrepe la propuesta no sale adelante.
Las leyendas también forman parte de este circo. Las hay de todo tipo y para todos los gustos, pero son sólo eso, fábulas. Como esa en la que ningún inspector daría una estrella a un restaurante que no ponga manteles en las mesas o que en su carta tenga platos para comer en el centro. También aquella que asegura que ningún local alcanzaría las tres estrellas Michelin si no tiene agua caliente en el baño o párking propio. De la misma forma, hay quien comenta que en ocasiones los inspectores dejan un cuchillo en el suelo para comprobar si el servicio de sala lo recoge. Pero lo dicho, cuentos que no hacen más provocar hilaridad entre quienes los recuerdan.
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