Todo esto era campo. La frase, tan canónica como manoseada, sirve estupendamente para entender que si bien estas líneas nacen bajo tierra, en el corazón del barrio del Carmen, exigen de quien las lea un esfuerzo de imaginación para transportarnos al siglo XIII. Allá ... al fondo, desde la calle Baja se observa algún resto de la muralla: es decir, que el enclave donde Proava gestiona la bodega más antigua de Valencia se encontraba extramuros en aquel siglo. Una antigua casa de labranza, reconstruido en los dibujos que se enseñan a los visitantes, que se encontraba rodeada de un vergel. «El paraíso», en palabras de Rosa Vázquez, directora técnica de la entidad, que esta tarde de primavera abre las puertas del tesoro que custodia: accedemos por la plaza del Centenar de la Ploma, salvamos unas escaleras e ingresamos en un viaje siete siglos más atrás. Cuando en este rincón de las afueras de Valencia prevalecía la huerta y el arbolado (almendros, olivos, viñas por la calle Roteros y también hacia la Zaidia) y la ciudad era la auténtica ciudad del Turia, porque el río se podía divisar desde la finca donde antaño se elaboraba vino y hoy se ha convertido en un apacible rincón donde juegan los escolares de algún colegio cercano bajo la sombra de unos monumentales ficus.
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En el interior de la bodega, que Proava enseña previa cita concertada y ofrece catas y otras actividades, sorprende la enorme capacidad del lago donde se alumbró durante siglos el rico vino de Valencia. Blanco, en su mayoría, según revelaron las catas arqueológicas que se ejecutaron cuando, durante la construcción del aparcamiento adyacente, salió a la luz esta joya de nuestro patrimonio. Esos estudios también descubrieron que la familia propietaria de la bodega y resto de la construcción, de origen ignoto e identidad desconocida, debía ser de origen cristiano. Una de tantas desplazadas hasta Valencia tras el séquito de Jaume I, que se instaló en esta privilegiada esquina de la ciudad, cerca del antiguo cementerio árabe, cuando ni siquiera pertenecía a ella. «Debían ser de alto poder adquisitivo», sostiene Vázquez mientras enseña el muy bien conservado lagar, con su pendiente concéntrica para que la ley de la gravedad oficiara el milagro de producir vino a partir de la uva que aquí se concentraba, lebrillo mediante. El mismo método, más o menos, con que hoy todavía se elabora ese néctar, que en el caso de esta bodega del Carmen manejaba cantidades elevadas para la época: todo apunta a que no sólo abastecía a los dueños de la finca, sino que también se comerciaba con sus cántaras y que incluso la edificación ejercía de taberna, porque con el paso del tiempo acabó ocupando un enclave estratégico en el camino hacia las afueras de la ciudad y era además común que por entonces se diera de beber al sediento, según el mandato bíblico… previo pago por supuesto. En monedas o en especies. «Esta calle en el siglo XV era como la calle Colón, todo el mundo pasaba por aquí», dice Vázquez.
La responsable de Proava relata esta emocionante historia mientras da cuenta de la formidable edificación que nos rodea bajo el suelo. Sobre nuestras cabezas vemos a través de un cristal transparente la sala de catas donde Proava divulga las bondades de los vinos de Valencia, con acceso por la calle Baja número 29, y nos alerta de que en realidad en la fecha fundacional de la casa este enclave subterráneo que ahora nos acoge era la cota cero de Valencia. El progreso ha ido añadiendo capas al enclave original, lo cual explica alguna de las aportaciones que la mano del hombre introdujo para que la casa dispusiera de un acceso independiente hacia la zona de esta cueva que protege el lagar: unos espacios de almacenaje donde guardar los utensilios agrícolas y también las cosechas de grano, olivas, uvas… Estamos metro y medio por debajo de donde antaño correteaban los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos, que se valían por cierto para sus faenas en el campo para el consumo doméstico de un pozo cuya boca también se ha conservado… milagrosamente. Sólo la construcción de aquel parking, allá por 1997, permitió que aflorase esta maravilla, bastante desconocida para los habitantes de Valencia como observa Vázquez.
«Cuando la gente visita la bodega y la conoce, se queda admirada», nos cuenta, mientras rememora aquel momento casi mágico, cuando los arqueólogos del Ayuntamiento, con especial dedicación de Carmen Marín, hallaron esta bodega casi íntegra, más o menos en su estado natural: se había beneficiado para conservarse tan bien de que estuvo abandonada durante siglos y siglos, hasta que se obró en efecto ese milagro mencionado. Los restos salieron a la luz y… Nuevo milagro. Eduardo Mestres, comerciante de vinos y fundador de Proava, recientemente fallecido pasó un día por este rincón del Carmen, se enamoró de esta belleza de ruinas y negoció con el Ayuntamiento para que la entidad instalara allí su sede, cuidara del legado patrimonial que encierra la bodega más antigua de Valencia y desde entonces se persevere en su conservación, gracias a los cuidados que prestan Rosa y el resto de miembros de la entidad.
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Era el año 2009. Desde entonces, Proava, como entidad que es sin ánimo de lucro, ha erigido en su sede un auténtico centro de interpretación de los vinos valencianos, a menudo tan invisibles para el consumidor dentro de la Comunitat como poco conocida es esta bodega para la ciudadanía de Valencia. Es un espacio protegido, de singular encanto, cuya fama ha ido creciendo como lugar de encuentro vinícola sobre todo a raíz de la pandemia, que favoreció que aumentara su visibilidad entre el público local y se ampliara el número de visitantes que recorre este cuidado rincón, conoce mejor nuestra historia, echa tal vez en falta el arco gemelo del que aún resiste que se perdería quién sabe cuándo y brinda luego con uno de los ricos vinos de Proava. Es el mismo itinerario que seguimos nosotros esta tarde. Cuando volvemos a la luz de sol desde las catacumbas de Valencia tropezamos de nuevo con las criaturas que corretean por la plaza, ignorantes de que bajo sus pies se encuentra un hermoso pasado de nuestra historia. Un recuerdo de la ciudad medieval con sabor a moscatel.
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