Arroz al horno a lo Sofía Loren

La vida (des) madre de Elena Meléndez ·

Me descargo la receta de Karlos Arguiñano porque, aunque un par de amigas me han detallado su versión, yo siempre me fío del criterio del cocinero vasco

Elena Meléndez

Valencia

Domingo, 19 de diciembre 2021, 00:47

Me considero una cocinera común, con algunas especialidades como las croquetas y los huevos rellenos, pero ajena a elaboraciones más complejas como la paella o el gazpacho manchego. El arroz al horno tenía para mi fama de medianamente accesible, aunque nunca me había lanzado. Siempre he considerado que cocinar arroz, más allá de los minutos de cocción y del tipo de grano, es un acto de fe. Una mañana de sábado me levanto y siento que ha llegado el día. Compro diligente lo necesario y me descargo la receta de Karlos Arguiñano porque, aunque un par de amigas me han detallado su versión, yo siempre me fío del criterio del cocinero vasco. Sigo los pasos obediente.

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A la hora de echar el arroz, como era de esperar, me acojono, pues sé que aquí no hay medias tintas y, o me voy a por un pollo asado porque he hecho corto o me voy a por dos pollos porque la cataplasma es incomible. Así que trato de calibrar. Lo mismo con el azafrán, la sal y el colorante, la inseguridad es mi verdad. El resultado es un 8 para la foto pero un 5 en boca. Porque el arroz al horno tiene algo de Photoshop, funciona muy bien sobre el papel pero el desafío está en el sabor.

La semana siguiente contraataco. Me siento más suelta y segura, ya no soy una novata y conozco el terreno que piso. Abro en Spotify una carpeta de Ludovico Einaudi y me pongo en modo psicópata, los ingredientes alineados a un lado, la utillería al otro, el aceite y la sal en su lugar, mi sartén favorita, el paño de cocina. Respiro, suelto lo hombros. Deslizo medio dedo de aceite en la sartén, deposito en el centro una cabeza de ajos reluciente, dejo que se dore mientras salo las costillas, la panceta y las morcillas. Cuando el aceite está ambientado, coloco las rodajas de patata de grosor preciso, las paso por ambos lados, sin prisa. Las retiro y repito la operación con rodajas de tomate. A continuación la carne, cocino todo en ese aceite que va tomando el estatus de concentrado. Tras dorar todos los ingredientes en la misma sartén, incorporo el azafrán y los garbanzos.

Llega el momento. No titubeo y pongo un vaso de arroz por cada tres personas, lo incluyo en la sartén con los garbanzos, al azafrán, un toque de color y ese aceite ya ancestral. Encuentro placer en el gesto de remover el arroz crudo en la sartén, bautizándolo de sabor, marcándolo pero no tostándolo, templando su carácter indomable. Incorporo el conjunto a la cazuela de barro, coloco con detalle la carne, la patata y el tomate proyectando, ahora sí, esa perspectiva cenital objeto de pornografía para 'foodieadictos'. Añado el caldo que hice el día anterior y hago cima con la cabeza de ajos.

Bebo vino durante esa espera pausada pero expectante, aguardando la fumata blanca, la señal divina de una culminación, el grito vibrante del recién nacido que celebra la vida, los pasos a ciegas en la oscuridad que nos conducen a un paraíso frondoso y colorido. El horno tiene algo de mágico, es como una máquina del tiempo que nos traslada del país de los ingredientes en el exilio a la ciudad de las pasiones colectivas en forma de recetas. En su interior se producen transformaciones de ciencia ficción, las masas se elevan, las superficies de broncean, los elementos pasan del líquido al sólido y los condimentos se anexionan con lujuria.

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Abro la puerta, coloco la cazuela sobre la bancada y la dejo reposar unos diez minutos. Entonces la saco a la mesa sintiéndome como Sofía Loren, la 'mamma' contundente y sabia que elabora recetas tradicionales para los suyos sin despeinarse. La platea aplaude y yo sirvo cucharón de madera en mano. Cada plato es como un traje a medida, reparto elementos de manera equitativa atendiendo a las peticiones específicas, «sin morcilla, con muchos garbanzos, una patata y solo costillas».

El buen maestro de ceremonias no escarba con el cucharón, sino que lo usa como un florete. Me sirvo la última y miro mi ración con orgullo maternal. Al poco alaban el sabor y la textura, hablan de un 9, yo agacho la mirada en un gesto de humildad contenida. Mi corazón palpita como una patata frita.

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