La historia de Cristina Forner habla de raíces y de exilio, de renuncias y privilegios, de maletas siempre listas y un lugar al que volver. La empresaria es una de las mujeres más influyentes en el mundo del vino y, a pesar de sus apellidos, Forner González, nació en un lugar del centro de Francia llamado Saint-Aignan-sur-Cher, tiene un suave acento francés y una exquisita educación forjada entre París y los 'chateaux' de Burdeos. Pero si ahondamos más en sus orígenes, viajamos mucho más cerca, hasta Sagunto, donde su bisabuelo y su abuelo se dedicaban a la comercialización y exportación de vinos. Décadas después, en un viaje de ida y vuelta que parece completar el círculo de la familia Forner, la bodega Marqués de Cáceres se creó con una fuerte vinculación valenciana y Cristina todavía mantiene bellos y añorados recuerdos en un Benicàssim que ya no reconoce. Hablamos varias veces, por videoconferencia y por teléfono, completando el puzzle de una vida apasionante ligada siempre a los viñedos, a la uva y al vino.
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-¿Por qué su abuelo se instaló en Francia?
-Mi abuelo regentaba un negocio de vinos que se llamaba Vinícola Forner en Sagunto, ciudad en la que vivía con sus tres hijos. Él era un hombre culto, un intelectual que tenía una visión adelantada a los tiempos, que se involucró en política y cuando llegó la Guerra Civil tuvo que exiliarse a Francia. ¿Qué iba a hacer allí? Vinos, claro. Volvieron a empezar, pero mis abuelos murieron muy pronto y mi padre, que era el mayor de los hermanos, se convirtió en el cabeza de familia. Compró viñedos, porquería hacer el mejor vino, pero siempre soñó con la idea de volver a su país, España. Mi hermano ya se había incorporado al negocio y se quedó en Francia, mientras que mi padre se instaló en La Rioja.
-¿Qué vínculos valencianos tiene la bodega?
-Mi padre, a pesar de que era pequeño cuando emigró a Francia, siempre conservó las relaciones con familias importantes de Valencia, como los Carpi, que se dedicaban al cemento, o los Simó, que tenían mantas y cartonajes. Otro amigo valenciano, Vicente Noguera, le propuso que la bodega se llamara como su título nobiliario, Marqués de Cáceres. El año pasado cumplimos cincuenta años y todavía las familias valencianas que apoyaron a mi padre, que fueron cofundadores, se mantienen vinculadas a la bodega a través de hijos y nietos, algunos de ellos están presentes en el consejo de administración, aportando un valor innegable con consejos y experiencia.
-¿Usted quería meterse en este mundo?
-Estudié Empresariales y cursos de Enología, empecé en nuestras fincas de Burdeos y posteriormente trabajé en un negocio inmobiliario. Yo ya tenía mi vida, vivía en París. A mí me gustaba mi forma de vida, pero llegó un punto que mi padre empezó a presionarme. Me decía: «Qué pena que ninguno de mis hijos se interese en las bodegas, que venga a instalarse aquí en La Rioja». Así que pensé: «Voy a probar».
-París es muy distinto a Logroño.
-Las diferencias entre el París y el Logroño de hace treinta y siete años era abismal, pero me autoconvencí de que era un nuevo modelo de vida que también tenía su atractivo. El paisaje de La Rioja era otra visión, una dimensión natural que me dejaba imaginar lo que se podía transmitir a través de los vinos y esto fue una fotografía que siempre tengo en el recuerdo. Además de la historia de mi familia, fue la segunda impresión más fuerte que tuve.
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-Primero se dedicó a la exportación.
-Me di cuenta de que lo tenía todo por aprender y me dediqué un año a observar, con mucha humildad. Después, mi padre me dijo: «Ahora hay que salir a vender, empujar y desarrollar nuevos mercados». Durante catorce años he estado viajando seis meses al año. Para mí fue una gran experiencia. En noviembre de 2007 mi padre se jubiló y me tocó coger la presidencia de la compañía.
-¿Cuánto le ha costado?
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-Me ha costado muchísimo. Primero, porque desembarqué en un país con un acento extranjero, que sonaba a exótico, puede que no necesariamente serio o profesional. Segundo, por ser mujer, y tercero, porque no era más que la hija del fundador de la bodega, la hija de Forner. También fue muy duro estar siempre viajando, dos y tres semanas seguidas, siempre sola y con mucha exigencia, con desfases horarios, comidas a deshoras, aviones, hoteles, presentaciones, degustaciones, visitas...
-¿Ha sido más duro por el hecho de ser mujer? No hay muchas en el sector vinícola.
-Ser una mujer ha sido más duro, qué duda cabe, porque la presencia de la mujer en este sector en aquel momento era casi revolucionario. Pero se trataba de nuestra bodega y el desembarco de mi padre en La Rioja también había sido muy innovador y en cierta forma tenía cierta coherencia el mensaje. Fue un esfuerzo también el hecho de integrarse, siempre con humildad. Creo que las mujeres tenemos que tener más paciencia y más tesón para que nos tomen en serio y muchas veces somos las que tenemos que cuidar de nuestros padres, nuestros hijos, de la casa… Había años que el equilibrio era absolutamente milimétrico.
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-Usted sí tiene hijos, ¿verdad?
-Tengo una hija. Hubo un momento en que me desperté y dije: «Me tengo que poner a ello porque si no se me va a pasar la fecha de caducidad». He tenido la suerte de que cuando me iba a Europa me podía llevar a mi hija, estaba en el hotel con una cuidadora que yo reservaba antes, se ha educado viajando. Y una y punto (ríe). Así es la vida y lo bonito es el balance: ha habido muchas cosas positivas, mientras que las negativas tengo la facilidad de olvidarlas o archivarlas.
-Su padre confió en usted, ¿qué cualidades vio?
-Vio que tenía empuje. Yo arrimaba el hombro y al principio ganaba lo que me querían pagar, hasta un día en que me planté (ríe). Toda empresa familiar conlleva sus sacrificios. Dar el paso de venirme a La Rioja ha sido en reconocimiento a la historia de mi familia, que merecía tener una continuidad.
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-Él murió y usted ya lleva unos años al frente del negocio. ¿Ha tenido sensación de orfandad?
-Teníamos caracteres bastante fuertes, discutíamos, pertenecíamos a diferentes generaciones, pero al final llegábamos a un entendimiento. Creo que hacíamos buen binomio, porque él, al intentar disimular que me quería frenar, conseguía que yo reflexionara más para argumentarle mejor. Siempre he tenido una gran admiración por mi padre, desde pequeña, sobre todo por su recorrido, pero veía que le tenía que aportar esa savia nueva que todo negocio requiere. Cuando me tocó tomar las riendas… Obviamente, ante las decisiones he asumido la soledad.
-¿Su hija quiere seguir?
-Mi hija todavía está estudiando, pero ya le está entrando el gusanillo, y espero que pronto se decante por el negocio familiar, pero yo quiero que sea voluntad de ella, porque es un trabajo muy absorbente.
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-¿Qué le diría?
-Que hay muchas renuncias. Muchísimas. Pero también que es una apuesta, en la que no he contado el tiempo, ni el esfuerzo ni las dificultades. Me quedo con los resultados, que en realidad han llegado poco a poco, porque esto no se hace en tres días, ni mucho menos. Es una carrera de fondo en la que nunca puedes tirar la toalla, donde hay momentos muy difíciles y es ahí cuando tienes que sacar la cabeza y seguir nadando.
-Tuvo vinculación con Benicàssim de pequeña. ¿Ha vuelto?
-Durante nuestra niñez veraneábamos en Benicàssim, donde mi padre tuvo inversiones inmobiliarias. Siempre me gustó la forma de vida y las costumbres, y volví no hace demasiado, cuando él falleció, porque está enterrado en Castellón. Tuve sentimientos encontrados, porque el recuerdo que conservo ya no tiene nada que ver con el Benicàssim que me encontré. No voy a decir ni a mejor ni a peor. Simplemente era distinto. En realidad, todo cambia, como lo hacemos nosotros también. Pero todavía tengo familia en Castellón, así que he vuelto a mis orígenes y volveré a hacerlo en el futuro.
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