Para mí las croquetas son un asunto serio que admite pocas bromas. Las primeras croquetas que recuerdo las comí en casa de mis padres a los cuatro o cinco años y desde el principio sentí fascinación por ellas. Las croquetas que cocina mi madre ... tienen el punto crujiente perfecto por fuera, la cremosidad justa por dentro y poco o nada de tropezón. Al cogerlas detectas una consistencia suave pero firme, nada de chorreos ni cataplasmas sobre el plato. Esto se nota cuando las sostienes entre los dedos y percibes el equilibrio sutil entre brío y destreza constructiva. El color es lo que yo defino como tostado besado por el sol, un dorado suave con matices ocres.
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El sabor merece mención aparte. El pollo está presente sin abusar. El toque de sal del jamón serrano no compite sino que suma. La bechamel suave suavecita, como el tema de Luis Fonsi, de fondo una brisa de nuez moscada. El bocado es entero, la vida, el clímax, una estrella fugaz, la boca colmada, relamerse, chuparse los dedos.
Hace ahora diez años, cuando hacía poco que acababa de estrenarme en la maternidad, vi que era el momento. Le consulté a mi madre los ingredientes por teléfono, en la misma llamada me dio las indicaciones necesarias que escuché atentamente mientras caminaba rumbo al supermercado. Llegué a casa, saqué la sartén grande, el cucharón de madera que hoy es fetiche y los ingredientes y me puse manos a la obra.
La primera bechamel nunca se olvida. La harina es como los perros, o le muestras autoridad desde el inicio o te planta cara. La inexperiencia me hizo encoger el brazo y por mucha mantequilla y mucho aceite no fui capaz de mantener a raya los grumos. Aún así continué, incorporé la leche a poco a poco, sin dejar de remover. Soy consciente de que la mayoría de personas hubieran desechado esa pasta coagulada, pero yo confié y seguí. Justo cuando estaba a punto tirar la toalla vi la luz en forma de salsa más o menos homogénea. En ese momento incorporé el pollo y el jamón dándole una consistencia demasiado densa. Añadí un poco más de leche y mantequilla, la dejé enfriar, hice la forma, enhuevé, empané y cociné. A esas primeras croquetas hoy les pondría un 5 pero mi ilusión fue tal, y tuvieron tan buena acogida, que me propuse perseverar sin tener un objetivo concreto.
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Llegó la fase de ensayo. Mi intuición me llevó a ir probando con distintas cantidades de harina, pasé de tres cucharadas a seis hasta dar con la consistencia deseada. Para obtener la cremosidad que me gusta tuve que aumentar la dosis de leche, mantequilla y aceite, además de calibrar cuál sería la densidad final de la masa al incorporar el pollo y el jamón. Probé haciendo las pechugas de pollo a la plancha y también usando pollo asado, usé taquitos de jamón serrano envasados y más tarde incorporé virutas de jamón ibérico.
En una ocasión me lancé con un pollo a la barbacoa con resultado fallido. Ajusté la sal, la nuez moscada, la intensidad del fuego, cambié de sartén y coqueteé con diferentes espátulas para luego volver a mi cucharón. Di a probar a mi familia, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Me quemé la lengua en repetidas ocasiones por querer catarlas antes de tiempo. Pasé horas haciendo ránkings con otros apasionados del tema, como el periodista y amigo Juan Lagardera. Probé opciones congeladas, refrigeradas, de casa de comidas, del mercado. Año tras año fui subiendo mi marca personal hasta dar con el 8,5 que creo ostentar hoy.
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Son muchas las personas que me dicen que a ellas no les salen, que se les rompen o les quedan blandas. Solo hay una verdad. Para hacer el relleno hay que tener paciencia, esperanza y perseverancia. También intuición, empatía y sentido del ritmo. Es como bailar y estar de guardia a la vez. La sartén no se abandona en ningún momento hasta que la masa está lista. El brazo es un disco que nunca deja de girar, con 'soul', pues uno debe de fluir con los ingredientes sin interferencias, porque de lo contrario se rompería la magia. La bechamel es una polilla perfecta, la crisálida es la masa vibrante y la croqueta una mariposa magnífica. Volemos.
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