Teletrabajar no es conciliar

La vida (des)madre de Elena Meléndez ·

Lo bueno, poder trabajar comiendo papas o contestar llamadas sentada en el váter. La cara B es que los niños llevan tres horas pegados a la videoconsola

Elena Meléndez

Valencia

Domingo, 26 de diciembre 2021, 18:00

El acto de teletrabajar es en sí mismo una paradoja. La idea es buena. De hecho, en 2018 se puso de moda en Estados Unidos el 'Work From Home Wednesdays'. Esta iniciativa surgió de la experiencia de una empresaria que probó a trabajar varios miércoles desde casa para poder acudir a un voluntariado en el colegio de su hija, lo que le hizo descubrir cómo su rendimiento general mejoraba y su estrés disminuía. Con el Covid-19 se impuso el teletrabajo y, desde entonces, vivimos en la alternancia pasando del estado presencial al estado online dependiendo del momento.

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La parte buena, como ya he introducido antes, es la concentración que se alcanza en casa sin interrupciones de jefes y compañeros ni cafetitos a media mañana, poder trabajar en la cama o comiéndote un bol de papas con las piernas encima de la mesa, contestar llamadas sentada en el váter o hacer un informe con una mascarilla hidratante puesta en el rostro. El cielo. Pero, como en todo, hay una cara B que tiene que ver la con conciliación a la que yo lo llamo ‘ir de puto culo cerrando un proyecto al teléfono mientras preparas macarrones para tus hijos’. Trabajando en casa trabajas más. Esa es la trampa. El motivo es que empiezas antes y acabas más tarde porque, aunque mentalmente sabes que dispones de todo un día por delante, de un vis a vis tántrico con el ordenador en la intimidad de tu habitación, la realidad es que en casa concilias y además te entregas a otras distracciones.

Para empezar, yo asedio la nevera cada hora más o menos. En las pausas saludables cojo palitos de zanahoria y humus. En las terrenales una loncha de jamón serrano. Y en los arrebatos ansiosos arramblo con aceitunas o Doritos. Luego están las visitas al cuarto de baño y el momento ‘me quito este pelo de la ceja (o de cualquier otro lugar) que sobra’. Levanto la vista del ordenador y veo una pila de libros desordenados, las hojas de la impresora que sobresalen, un pañuelo de papel usado en la mesilla de noche. Un impulso me hace levantarme y poner orden. Me siento, miro el libro del seguro médico y me acuerdo de que tengo que pedir cita para el oftalmólogo. Siempre hay un momento en el que me entran muchas ganas de meterme en la web de Zara. Aguanto y sigo porque, ¡coño!, es casi la una. Los niños llevan tres horas pegados a la consola y todavía no se han duchado. Grito. En ese momento me llaman y pongo voz agradable, pero los amenazo con un gesto. Llaman a la puerta. Es Amazon o el del gas. Nadie abre, así que me toca levantarme y abrir mientras sigo escuchando a mis compañeros por los auriculares.

De vuelta a la mesa se me ocurre cocinar pasta para comer y pongo una cazuela con agua a hervir. Busco carne para hacer boloñesa, mientras sigo el curso de la conversación diciendo ‘mmm’, ‘mmm’ de vez en cuando para que sepan que sigo ahí. Solo encuentro tomate frito y un huevo. ‘Mmm’. Le digo a mi hijo en voz baja que saque al perro y él hace como que no me entiende. Me han hecho una pregunta, se hace el silencio. Yo digo ‘sí’. Ellos dicen ‘vale’ y siguen hablando. Justo vamos a comer cuando me vuelven a llamar y sigo hablando alternando ‘mmm’ y macarrones.

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