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Maratón de Valencia | El corredor novato que se enamoró en el maratón
HISTORIAS CON ZAPATILLAS (IV)

El corredor novato que se enamoró en el maratón

La intensa experiencia de culminar los 42,2 kilómetros de Valencia y tener la sensación de que sigues en la carrera

Jesús Trelis

Valencia

Martes, 6 de diciembre 2022

Es posible que todo esto que voy contar suene excesivo. También es cierto que, después de esos 42,2 kilómetros corriendo y un puñado de días de supuesto reposo, la cabeza sigue trotando sin fin por una larga travesía hacia ninguna parte. Sigue trotando feliz. En una nube. Como si, de un cañonazo, me hubiesen devuelto a aquella etapa de la vida en la que estalla dentro de ti la energía de la juventud y el mundo se te hace tremendamente pequeño. A lo Oscar Wilde cuando escribió aquello de: «Todos estamos en el fango, pero algunos miramos las estrellas».

Salí a la carrera de negro discreto (que no de luto). En mis pies, mis zapatillas invencibles dispuestas a convertirse en alas –muy Hermés-, si la fortuna y el ánimo nos acompañaba. En el pecho, un dorsal violeta que delataba que tras el 16369 iba el novato del lugar. Y sí, llevaba auriculares. Buscaba concentrarme y aislarme de todo. Y fue mi primer error. Me metía en mi burbuja cuando la verdadera fuerza del maratón estaba fuera de mí. En esa multitud que iba a arropar a miles de corredores. En cualquier caso, con errores y sin ellos, lo cierto es que ese 4 de diciembre algo cambió dentro de mí para siempre. Ese domingo valenciano, de frío sin estridencias y sol perezoso, ingresé, a fuego, en la tribu de los locos maratonianos. Una especie de comunidad silenciosa –que no secreta - que despierta y adormece a diario las calles de la ciudad a zancadas; que se cita para entrenar cuando sus vecinos observan desde la cama el despertar del fin de semana; que se cruzan miradas en las entrañas del viejo cauce; que conversa entre ellos de proteínas, de geles mágicos y conjuros de cafeína. Una tribu peculiar en la que, quien ingresa, sabe que debe ser sano, leal, sacrificado y auténtico para ser digno de ella. Una tribu de anónimos y diversos que se dedica a devorar con sus pies el asfalto de cualquier ciudad, buscando metas que le llenen de vida. O buscando la vida entre metas. Como si cada travesía ganada fuera un plus para su existencia. Como si cada carrera fuera una victoria contra el tiempo; que quiere correr más rápido que tú, pero tú te niegas. Porque, como Groucho Marx, te dices: «Pienso vivir para siempre, o morir intentándolo».

Ese 4 de diciembre, los sonidos desbocados de una ciudad y su gente se impusieron a mis auriculares. Se impuso la voz de aquellos miles que tomaron la travesía de este maratón que eclosiona como un trepidante evento deportivo, económico –aunque suene menos poético-, social, cultural… diría que hasta psicológico. Porque, como rezaba una pancarta a la altura de calle periodista Azzati: «Running make you free». Te sientes rotundamente libre. Y mucho más. Porque, en mi caso, cuando vi aquel cartel en manos de un espontáneo, recordé de una ráfaga lo vivido hasta llegar allí y que hacía sólo 24 horas estaba rollado en la cama, ocultándome bajo las sábanas y debatiéndome con mis dudas y mis miedos. Porque, tras meses preparando el momento, el sábado previo a la gran cita desperté con mi cuerpo acatarrado, la garganta inflamada, la voz rasgada, los pulmones perezosos, el ánimo tambaleado… Como si el destino quisiera ponerme a prueba con un último entrenamiento más mental que físico. Y, para ello convirtió, lo que el miércoles parecía ser un enfriamiento anecdótico, en un abismo la mañana del sábado.

Salida y meta del Maratón de Valencia. J.T.
Imagen principal - Salida y meta del Maratón de Valencia.
Imagen secundaria 1 - Salida y meta del Maratón de Valencia.
Imagen secundaria 2 - Salida y meta del Maratón de Valencia.

Pero no hay nada como rebuscar en tu interior, aferrarte a tus esperanzas y saltar el muro. Eso y tener fuerza constante a tu alrededor: mi mujer que coge el toro por los cuernos, una amiga médica que te diga tómate esto y aquello, y un puñado inmenso de buena gente que, de pronto, ese sábado comenzó a enviarme mensajes deseándome suerte en el reto maratoniano. Ellos, sin saberlo, fueron mi vitamina C para salir de la cama; mi abrigo, para espantar el catarro; mi mascarilla, para luchar con el virus del pánico que me daba no cruzar la meta… Y ese sábado salí a correr ligero y a sudar 20 minutos cuando el sol abrazaba la ciudad, comí un grandioso plato de pasta con amigos que vinieron de fuera de Valencia a animarme y pasé la tarde preparando hasta el último detalle de la cita: mis corredoras –a las que les debo un altar-; mi ropa de siempre y el dorsal, que saqué del sobre como si fuera el tesoro que buscaban los piratas de la isla de Stevenson.

Durante la noche me desperté cada hora. Tal cual. Veía el reloj y media vuelta. Imaginé la carrera una y otra vez. Pensé en mi padre y mi gente; en que debía correr por mí, pero también por todos aquellos que me han acompañado en la aventura. Y pensé en los geles, en la estrategia, en cómo sería el muro -¡el muro!- del que todos me hablaban. Pensé en tantas cosas que la madrugada se me echó encima sin darme cuenta. Salté de la cama entusiasmado. El catarro seguía pero daba igual. «¡¡¡¡Vamos!!!!», me dije retumbando en mi interior. Horas después -con dos plátanos, una tostada y dos cafés en el estómago- esperaba en la meta que dieran la salida. Y salimos.

Preparativos para el Maratón de Valencia. J. T.

Busqué un compañero de referencia. Me sentí cómodo con la zancada de Garbancín. Eso leí en su dorsal. Me gustó. Transmitía cariño y me recordó al cuento de Garbancito, que mi madre me contaba cuando crío: «¡Pachín, pachín, pachín! ¡Mucho cuidado con lo que hacéis!». Sí. Era una señal. Porque debía tener mucho cuidado con lo que hacía. Cuidar mi energía hasta final. Como me dijo mi buen amigo Roberto Abella: «piensa que tienes 42 euros para ir gastando; no te puedes quedar sin nada para llegar a meta». El paso seguro de mi compañero en ese primer tramo me permitía no salir acelerado. De lo contrario, como a Garbancito se le comió buey, yo podría terminar devorado por el maratón. Kilómetros después, con el ritmo cogido, ya troté solo. O dejándome llevar por tantos corredores y miles de espectadores que se sumaban a la causa. Muchos, conocidos. Amigos. De casa, de mis clases de pilates, del trabajo, de la vida… «¡Vamos Jesús!», me gritó Joaquín Schmidt. Y Javier, y Marta, y Gorka, y Juan, y María Ángeles, y Paco, y Aurora, y Paula, y Amparo, y otra Marta… Y Jens, mi colega, que a esa misma hora entrenaba en paralelo en Alemania.

Cruzar Blasco Ibáñez me encanto; correr junto a Viveros, me emocionó; atravesar la calle de la Paz, fue fascinante; Archiduque Carlos, me desconcertó porque sentía la meta, pero la veía lejos. Se cargaron los cuádriceps, pero iba bien. Muy bien. Tenía euros suficientes para llegar con saldo al final. Y no había ningún muro. Comencé, de hecho, a explotar de felicidad por la calle Colón y a estallar del todo en la recta final junto al río… Corrí con los brazos abiertos, creyéndome Peter Pan con zapatillas, cuando el éxtasis total se apoderó de mí en la alfombra azul.

Últimos kilómetros del Maratón. LP

«Ya estoy aquí», dije a mi familia y amigos tras cruzar la meta con una foto. Sonreía. El primer mensaje de voz fue, por supuesto, para el entrenador del Maratón. Cuando aún el azul de la moqueta seguía bajo mis pies. «Gracias», le dije con mi voz rota. «Lo que has vivido hoy es pura magia», me contestó José Garay, al que siempre admiraré y respetaré. Cuando me encaré hacia la medalla quizá lloré. No por lograrla, sino porque me sentía feliz y absolutamente arropado por tanto cariño de tanta gente.

Para muchos, la peor de correr 42,2 kilómetros es esa sensación de que nunca vas a llegar a la meta. Es justo lo contrario. Lo mejor de un maratón como el de Valencia es que nunca se acaba. Porque, aunque hayas culminado la carrera, seguirás corriéndola. Es tan intensa, que su adrenalina ya no se separa de ti jamás. Tanto que, como si fueras la Alicia de Lewis Carroll, te pone ante el espejo y te invita a atravesarlo. Y allí descubres tu interior. En tus entrañas, la bilis del sacrificio; en tu sangre, sobredosis de pasión; en tus pulmones, un vendaval de oxígeno que entra y se va, dándote fuerzas y ánimo para continuar -como si respiraras versos de Gelman: «Alma que sólo ves un animal herido al fondo del espejo: cesa ya de jadear» -. Cuando atraviesas el espejo descubres tus ojos tomados por imágenes que no olvidarás -niños ofreciendo sus manos; banderas sin patria animado; compañeros que no pudieron terminar, abrazos-. Descubrirás tu corazón palpitando acelerado; tu cabeza tomada por pájaros que ansían seguir volando; y miles de mariposas en el estómago diciéndote que te has enamorado del maratón. O quizá nos hemos encaprichado uno del otro. Lo de Ingrid Bergman en Casablanca: «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos».

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