![Qué hacer en Valencia: Carrícola | El lugar soñado](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/201907/01/media/cortadas/FOTO%20GRANDE-klEI-U80658377069PEI-1680x720@Las%20Provincias.jpg)
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El corazón de cada urbanita alberga la fantasía de un pueblo ideal, un sitio tranquilo, soleado, lo bastante lejos y lo bastante cerca del barullo de la ciudad. Un espacio construído en la mente con los ladrillos de recuerdos y experiencias, aquella casa, aquel río, aquel paseo entre árboles. Cada vez que un habitante del asfalto otea la montaña sueña con quedarse a vivir en ella, construye en su cerebro un lugar como Carrícola. Ochenta y cinco habitantes. A los pies de la sierra de Benicadell. Al fondo un barranco, en lo alto un castillo. Parece normal, pero no lo es. Ocurren aquí cosas extraordinarias para estos tiempos de desconfianza en el prójimo. Por ejemplo, si sales de casa y tu furgoneta no está en el lugar donde la dejaste aparcada no es que haya sido robada sino que a uno de tus vecinos le ha hecho falta para algo. En esta arcadia valenciana todos trabajan los campos de todos, se practica la agricultura ecológica desde los años ochenta, se toman las decisiones en un consejo abierto, se produce compost y se camina por senderos jalonados por obras de arte realizadas con materiales sostenibles. Esculturas, pinturas, telas, cerámica o cañas asoman por los caminos que bajan al barranco siguiendo la ruta del agua, un hilo escaso en esta época del año, y los que conducen por una empinada senda hasta la torre del castillo y su mínimo patio de armas, desde donde se divisan el pueblo y los barrancos, Otos, Beniatjar y Benicadell, que se llamaba Peña Cadiella en el Cantar de Mío Cid.
Un grupo de excursionistas prepara una foto bajo una valla publicitaria que parodia uno de los anuncios más populares del mundo. Dice «Carri-Cola, la xispa de la Vall», una obra del artista Joan Sancarlos, una de las sesenta y seis repartidas por el término y sin duda la más popular. Es habitual la presencia de grupos, en especial los fines de semana y en las épocas más frescas del año, es un plan idóneo para familias con niños. También hay un pequeño hotel de propiedad pública, un horno de leña comunitario, una piscina a la puede entrar cualquiera pagando dos euros, un grupo simpático de burros, y un lavadero de los años cincuenta en cuya pared una foto muestra cómo era el antiguo, situado en los bajos del ayuntamiento, donde ahora está la farmacia, con la piedra instalada sobre la acequia.
Fue tomada entre 1945-48, según explica Pedro Altabert, que hace un poco de todo en este pueblo, eso que ahora llaman dinamizador socio-cultural. Las tres mujeres de la izquierda (Consuelo, Pura y Concha, que aún vive) son del pueblo y ríen con franqueza, con una expresión de felicidad sincera. La siguiente, una mujer de Valencia que venía a pasar el verano junto a su hija y un par de amigas, posa con menos ganas ante la cámara. Intento explicar qué ocurre en este lugar, de dónde viene ese sentimiento de comunidad y ese manera de entender la vida como grupo, entender cómo ocurre algo tan extraordinario.
En este pequeño reducto vital con el doble de esculturas que habitantes hay cinco niños en Primaria que van a Adzaneta de Albaida en un vehículo del ayuntamiento porque ya no hay transporte de la conselleria. Y se intenta atraer a parejas jóvenes, aunque no hay oferta de viviendas, pese a la demanda. El plan urbanístico ha tardado veinte años en ser aprobado por la diputación y aquí, como no podría ser de otro modo, no están por la labor de hacer grandes desarrollos urbanísticos, aunque el ayuntamiento ha arreglado la antigua casa de la maestra y alguna otra que estaban abandonadas para ofrecerlas en alquiler a parejas jóvenes con críos. Hay lista de espera. Y no resulta extraño en este lugar, tan lejano y próximo, donde se reparte el trabajo sin necesidad de organizarlo, en este paisaje poblado de esculturas y árboles frutales. En este silencio.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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